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martes, abril 26, 2016

El egoísmo no es altruista



Obra de Guim Tio
Existe cierta tendencia a descalificar aquellas acciones en las que alguien ayuda a otro tildándolas de egoísmo altruista. Se señala cuando un individuo realiza una acción en la que se beneficia un tercero, pero se moteja de egoísta porque con la excusa de buscar el beneficio ajeno se persigue en realidad la gratificación emocional propia. Como el altruismo es la ayuda desinteresada al otro, esa recompensa sentimental elimina la asepsia de la acción, convirtiéndola en un medio interesado. Ayudar al otro se instrumentaliza para mimar la autoestima a través del reconocimiento. A todos nos encanta tener un concepto valioso de nosotros mismos, y por fortuna ayudar a los demás puntúa alto en el amplio abanico de acciones meritorias. Desacertadamente el egoísmo se ha vinculado con el amor a uno mismo. A mí me parece muy bien que uno piense en sí mismo y se conceda con cierta asiduidad un rato para ver qué ocurre de su piel para adentro. Creo que es saludable y una buena forma de muscular la autonomía entendida como la capacidad de surtirnos de fines que articulen la conducta y la vida. Eso sí, me intranquilizaría que alguien pensase exclusivamente en sí mismo, y consideraría altamente peligroso que alguien pensase exclusivamente en sí mismo en escenarios de interdependencia.

El egoísmo se suele confundir con amor a uno mismo porque de esta conducta hipertrofiada se derivan sentimientos relacionados con el yo como centro geométrico de todas las cosas y con la inteligencia muy mal empleada. Ahí están la vanidad (anhelo insujetable de ser alabado), la soberbia (reclamo vehemente del valor de lo propio y menosprecio de todo lo ajeno) y el orgullo (intransigencia a aceptar el yerro cometido o cualquier propuesta de otro, aunque mejore la nuestra). Parece ser que cuando el yo fija una impestañeable atención en él no conoce el término medio. O se hincha (egocentrismo) o se desinfla (depresión). Resumido este pequeño linaje sentimental podemos definir el egoísmo como el comportamiento en el que una persona subordina el interés común de los demás a sus intereses privados. Precisaré más todavía. Se trataría de la conducta en la que una persona perjudica a las demás a cambio de extraer de esa acción un beneficio personal. En algunos diccionarios el semblante del egoísta aparece como aquel que sacrifica el bienestar de otros al suyo propio. Yo he hecho alguna vez con niños de once y doce años una dinámica que me inventé en la que a través de ilustraciones les proponía un juego de adivinanzas. Tenían que descubrir cuándo una conducta era claramente egoísta y cuándo no, aunque lo pareciera porque uno se centraba en sí mismo. Bastaba con introducir algún matiz en la relación entre nuestros deseos y los de los demás para que a los niños les costase mucho esfuerzo señalar en qué escenario sentimental nos encontrábamos.

En el mal llamado egoísmo altruista laten preguntas muy interesantes que nos depositan en la biología y en la ética, es decir, en el examen simbiótico de la naturaleza y la cultura. ¿Por qué ayudar al otro es un valor al alza, por qué está ubicado en los lugares más altos de la estima del grupo? ¿Es una construcción social o hay universales culturales, es algo relativo o se trata de un estándar intersubjetivo? A mí me parece un tema secundario discernir si tenemos predisposición al egoísmo (como defiende Richard Dawkins en su célebre libro El gen egoísta) o al altruismo. Adelanto que creo que estamos predispuestos a ambas órbitas según el escenario, pero lo que sí me parece fundamental es dilucidar qué conducta nos parece más conveniente para que la convivencia entre todos sea mejor (tarea exclusivamente ética), y después promocionarla con la educación y mimetizarla en nuestro pequeño radio de acción. En los estudios de cooperación se sabe que en muchas ocasiones ayudamos a los demás para activar la reciprocidad tanto directa como indirecta. Ayudar a quien lo necesita es una forma de garantizar que en el futuro nos ayudarán a nosotros si por un aciago casual necesitamos esa misma ayuda, si estamos inermes y desprotegidos en una situación análoga que sólo imaginarla ahora nos provoca un miedo cerval. Cuando alguien se lanza a un río a salvar la vida de un desconocido que se está ahogando, aun a riesgo de perder la suya, se contravienen por completo las leyes de la elección racional.

No es el lugar ni dispongo del espacio para explicarlo pormenorizadamente, lo hice en el ensayo Filosofía de la negociación, pero cada vez intuyo con más nitidez los nexos que hacen que cooperación y ética se acaben yuxtaponiendo sentimental y racionalmente en una misma dimensión. Recuerdo que Tomasello, un estudioso de la cooperación, afirmaba en uno de sus ensayos que nunca se ha visto a dos animales portando un tronco juntos. El altruismo, la compasión, la empatía, la cooperación, la solidaridad, la justicia, la equidad, nacen de aquellos que se saben miembros de la comunidad humana y valoran a los demás con la misma equivalencia que solicitan para sí mismos. Son valores morales y sentimientos que brotan al unísono del ejercicio ético, de esa disciplina que se pregunta sobre cómo nos gustaría ser, y que al preguntárselo no elige a un individuo como sujeto de sus elucubraciones sino a toda la humanidad. El egoísmo cuando se activa abjura de ver y tratar al otro como un equivalente. Todo esto en escenarios ausentes de afecto. Donde hay genuino afecto, la quintaesencia de nuestra condición de seres humanos, el egoísmo tiene vetada la entrada.



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viernes, mayo 29, 2015

Anatomía del cambio



La literatura sobre gestión del cambio dedica abundante bibliografía a las resistencias que generan los cambios en las personas. La palabra cambio siempre se presenta de un modo laudatorio, se le atribuye un prestigio asociado decididamente irrefutable. El cambio, mudar o alterar una cosa o situación, es un valor en sí (y por eso las siglas políticas lo enarbolan en sus eslóganes para recolectar votos), pero en una extraña paradoja a su lado suelen aparecer adosadas resistencias congénitas, inercias que suelen releerlo con animadversión. La siempre picajosa realidad indica que las cosas no son exactamente así ni de sencillas ni de dicotómicas. Los seres humanos somos reluctantes al cambio cuando las cosas van bien, pero lo deseamos cuando comprobamos que van indefectiblemente mal. Conviene agregar a este diagnóstico una variable de enorme centralidad en nuestra convivencia íntima con los procesos de cambio. Nos amistamos e ilusionamos con aquellos cambios sobre los que tenemos control, pero nos llevamos muy mal con aquellos que son impuestos sin la participación de nuestra voluntad. 

Son estas últimas permutaciones las que generan reticencias muy enraizadas. Suelen inducir estados de ánimo muy lánguidos y de ahí el estigma y la tensión que en ocasiones las acompañan. Así que los promotores de cualquier cambio intentan subvertir este segundo paisaje: que el cambio impuesto sea simultáneamente deseado. Se trataría de incidir sobre el sistema de creencias e ideas a través de todos los mecanismos de producción de influencia. Si deseamos insertar un cambio, es condición ineludible promocionar las ventajas de ese cambio, prescribir y estimular una construcción correcta de expectativas que lo hagan apetecible, objetivar el modo de implementarlas, y hacer partícipe del proceso a los implicados que absorberán las consecuencias. La literatura también defiende la dirección contraria. En determinadas coyunturas resulta muy didáctico citar el desastre al que nos conduciría la petrificación. Cierto que hay cambios que nos conducen a escenarios aparentemente peores o no deseados, pero el término de la comparación para evaluar ese cambio no es de dónde venimos, sino a dónde nos arrojaría el inmovilismo. Elegir un correcto elemento de contraste en nuestro análisis es capital para evaluar con garantías el proceso de cambio. Yo prefiero la opción de levantar expectativas que amplíen posibilidades, decisión idealista que suele provocar entusiasmo, y no recurrir a la segunda (presentar horizontes aciagos), que segrega resignación y deprime las condiciones ambientales. Siempre se cambia para incrementar lo bueno o para disminuir lo malo, nunca para lo contrario, aunque muchas veces estas fronteras se tornan muy borrosas. Bueno y malo pueden poseer significados diametralmente opuestos en función de los intereses de los actores sobre los que impacta el cambio. Y a partir de aquí todo se enreda. Bienvenidos al laberinto.



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martes, febrero 17, 2015

La conducta egoísta

Paseo, de Didier Lourenço
Es habitual motejar de egoísta a la persona que piensa excesivamente en sí misma. Pensar en uno mismo sin caer en el abuso es una tarea sana que no tiene nada que ver con el egoísmo. Correlaciona con el conocimiento, con la curiosidad de adivinar quién habita en las palpitaciones de las sienes, quiénes forman esa mitad más uno que hace que adoptemos una decisión y descartemos el resto de las barajadas. A mí me gusta matizar que la conducta egoísta no es aquella en la que uno se dedica a pensar en sí mismo, sino más bien aquella en la que uno desea alcanzar una autogratificación aunque perjudique a los demás. Sería todo curso de acción destinado a coronar un interés personal que simultáneamente desbarata el bienestar común. El egoísta no es por tanto el afanado en responder a las solicitudes de su ego, sino sobre todo es aquel que, al no pensar en los demás, sacrifica el interés de todos en aras de colmar el suyo privado. El utilitarismo de Stuart Mill postula dar la mayor cantidad de felicidad posible a la mayor cantidad posible de personas, y la conducta egoísta subvierte este enunciado buscando la mayor cantidad de felicidad privada aun a costa de provocar gran cantidad de daño en una gran cantidad de congéneres. 

El egoísmo es una pulsión (algunos autores hablan del gen egoísta) y, como toda pulsión, entroniza el instinto y destrona el pensamiento. Sin embargo, cuando incluimos a los demás en nuestras deliberaciones (la ética no es otra cosa que esta incursión), cuando «pensamos» en los otros, cuando deliberamos no en lo mejor para nosotros sino en lo más conveniente para todos, la inteligencia no tiene más remedio que comparecer. Desde la miopía instintiva es imposible ver los lazos que nos convierten en existencias vinculadas. La racionalidad nos humaniza al permitirnos contemplar a los demás con intereses similares a los nuestros que necesitamos ayudar a satisfacer igual que ellos nos ayudan a satisfacer los nuestros para ampliar posibilidades y atajar incertidumbres. En el ensayo Filosofía para desencantados (Atalanta, 2014) de Leonardo Da Jandra me topo con el siguiente esclarecedor párrafo: «Todos los actos egoístas reflejan una burda imposición de la animalidad sobre el espíritu; es la bestia astuta y deseante la que pide y exige sin querer dar nada a cambio. Para los que creemos que los ideales de la razón (bien común, justicia, paz) suponen una mayor evolución que los reclamos orales y genitales, el paso del egocentrismo al sociocentrismo es una muestra sublimadora de inteligencia y generosidad. La primera -concedámoslo- es una muestra inequívocamente evolutiva; la segunda es impensable sin el soplo hermanante del espíritu». Para tomar conciencia del otro como una equivalencia que solicita para sí mismo un valor parejo al que solicitamos para nosotros no nos queda más remedio que acudir a la racionalidad. Es decir, cavilar, discernir, razonar, inferir, pensar. Y actuar en consecuencia.



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