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martes, julio 23, 2019

Fin de la Quinta Temporada del Espacio Suma NO Cero


Hoy me despido temporalmente de todas vosotras y vosotros. Ha sido mi quinta temporada consecutiva por estos territorios digitales escribiendo y publicando semanalmente cada martes. Quiero daros las gracias por vuestro cariño lector y por compartir conmigo tanto pública como privadamente vuestras apreciaciones a lo largo de este curso. Siempre capto mucha amabilidad en los comentarios compartidos e intento responder a todos ellos del mismo modo. Afortunadamente por ahora mis tiempos y el número de interpelaciones me lo permiten. La interacción, tanto para el consenso como para el disenso, permite ensanchar la perspectiva unidimensional en la que habitamos ordinariamente, y también combatir esa enorme cantidad de puntos ciegos que se enquistan en nuestra cognición para debilitarla y esclerotizarla sin que ella misma lo advierta. Por lo tanto resulta muy gratificante generar espacios de intersección para, a través de la polifonía argumentativa, estirar los marcos mentales en los que brotan nuestras ideas y florecen nuestros relatos. Muchas gracias. Para poner punto final a esta temporada, en vez de enfrentarme a la lechosa pantalla del ordenador y amontonar palabras sobre palabras como hago todas las mañanas de los martes, he decidido compartir el artículo más leído de cada uno de los cinco años que acaba de cumplir este Espacio Suma NO Cero. Es otra forma de conmemorar su Quinto Aniversario y concluir definitivamente su celebración. En este caso me he decantado por apelar a la interacción electrónica y no a la desdigitalización que he llevado a cabo estas ajetreadas semanas de conferencias y gratos encuentros personales. Creo que es una muy bonita manera de poner el broche final a la feliz efeméride y a la vez a la quinta temporada.

Los cinco artículos que comparto aquí no son necesariamente los más leídos del blog, pero cada uno de ellos sí es el más leído de cada uno de los cinco años. Este pequeño grupúsculo de textos refleja fidedignamente el devenir del espacio con cada curso clausurado. Al hacer este escrutinio he comprobado los diferentes hilos de trabajo cognitivo y la disparidad temática de los artículos, mis filias discursivas y el epicentro de mis deliberaciones. A pesar de la transdisciplinariedad y de un lenguaje personal escorado hacia la literatura y la desobediencia con el canon y la estandarización, me hace gracia contemplar en este rápido inventario que llevo cinco años escribiendo el mismo texto, aunque siempre mostrándolo en artículos diferentes, acaso para eludir el anquilosamiento y la momificación, o para cultivar la especificidad que solicita todo aquello en lo que posamos la atención y el cuidado prolongados. Asimismo he advertido que mis artefactos textuales se fijan más en la posibilidad que en la realidad, porque al estar instalados en el mundo vivimos en la una y en la otra de manera simultánea, absorbente y fundadora. En alguna ocasión me han objetado esta dualidad, o la han motejado de angelical y buenista, es decir, era el resultado de alguien que ignora el lado inhóspito de la realidad. Si alguna peculiaridad albergan los textos de este espacio, es que rara vez desdeñan los antagonismos y la contradicción, y que distinguen muy bien entre la (discutible) esencialidad de la naturaleza humana y la mutabilidad del comportamiento.  Siempre escribo sobre lo segundo. Sin esta mutabilidad, la educación, las humanidades, la ética, la paideia, no tendrían sentido alguno.

Concuerdo con aquellos teóricos y agitadores culturales que  afirman que el pensamiento deviene en práctica estéril si no se pone al servicio de la vida. Pensar es acceder a lugares de encuentro en los que se citen evidencias compartidas (siempre en perpetuo estado provisorio) que tienen como respuesta de meta vivir mejor, aprender a hacer algo valioso con la existencia con la que nos encontramos cuando nos nacen, y sentir de tal manera que podamos transformar esta irreductible conyuntura en experiencias privadas y políticas dignas de alegría. No hay vivencia más maravillosa que alegrarse de que alguien exista, y nada más amoroso que alguien se alegre de que existimos nosotros. Basta de circunloquios. Me había propuesto no escribir nada, pero la inercial redacción de los martes ha alumbrado un nuevo texto. Aquí están los artículos que fidelizan estos cinco años de fricción poética entre la escritura y el aprendizaje de vida. Feliz verano. Felices vacaciones. Espero que volvamos a coincidir en el nuevo curso. Un fuerte abrazo. 


El artículo más leído de cada temporada:



Sólo se aprende lo que se ama (9. Marzo. 2015)

El título de este artículo es prácticamente el mismo que el del libro del neurólogo y divulgador científico Francisco Mora, Neuroeducación, sólo se puede aprender aquello que se ama (Alianza Editorial, 2012). En este ensayo Franciso Mora explica cómo funciona el cerebro en los procesos de aprendizaje y cómo la absorción y la memorización de estímulos es incomparablemente mayor en contextos de alta intensidad emocional. No es necesario celebrar un festín pantagruélico de emociones, basta con disfrutar. Las emociones afectan directamente al sistema cognitivo, la cognoción se exacerba con el advenimiento de emociones positivas tales como el entusiasmo o la amenidad, la memoria se tonifica cuando interactúa con el afecto y la diversión. En el ensayo Lo que nos pasa por dentro (Destino, 2012), Eduardo Punset escribe que «la pasión es el combustible de la creatividad». Por supuesto. No hay ni un solo ejemplo en la historia de la humanidad en el que alguien.... (seguir leyendo).

 
No hay mejor fármaco para el alma que los demás (17. Mayo. 2016)

Hace unos días leí una entrevista al neuropsiquiatra Boris Cyrulnik, autor de Las almas heridas, Los patitos feos o Morirse de vergüenza, y experto en el cada vez más divulgado campo de la resiliencia. La resiliencia es volver a recuperar y sanar los sentimientos cuarteados tras recibir una de esas adversidades que nos hacen ovillarnos de tristeza. A veces la realidad nos asesta un golpe tan enfurecido que tras el impacto nos doblamos y nos encogemos de dolor. Resiliar sería el proceso en el que poco a poco volvemos a, metafóricamente, erguirnos y adaptarnos al nuevo escenario. Resiliar sería volver a recuperar el aliento, término que también significa alma, esencia, energía... (seguir leyendo).


El amor es una conversación elegante (4. Octubre. 2016)

Una pareja es una unidad formada por dos personas que entablan una larga conversación. Si la conversación es de calidad, la pareja prolongará su unión en el tiempo. Si la conversación aparece deshilachada, el destino de la pareja se deshilvanará no tardando mucho. La conversación en la que se encarna el amor no necesariamente está exenta de conflictos, pero la diferencia entre la buena y la mala conversación es que en la buena la fricción se resuelve inteligentemente y en la mala la discrepancia se fosiliza peligrosamente. Algunos psicólogos presumen de augurar el futuro de una pareja en menos de cinco minutos sólo con observar cómo hablaban sus miembros. También es muy informativa esa estampa en la que una pareja no sólo no mantiene contacto verbal alguno, sino que ambos miembros... (seguir leyendo).

 
La bondad es el punto más elevado de la inteligencia (2. Mayo. 2017)

Hace unas semanas escribí que la bondad es el pináculo de la inteligencia. Es su punto más cenital, el instante en el que la inteligencia se queda sorprendida de lo que es capaz de hacer por sí misma. Leo ahora en una entrevista a Richard Davidson, especialista en neurociencia afectiva, que «la base de un cerebro sano es la bondad». Suelo definir la bondad como todo curso de acción que colabora a que la felicidad pueda comparecer en la vida del otro. A veces se hace acompañar de la generosidad, que surge cuando una persona prefiere disminuir el nivel de satisfacción de sus intereses a cambio de que el otro amplíe el de los suyos, y que... (seguir leyendo).


Las emociones no tienen inteligencia, los sentimientos sí (17. Julio. 2018)

Sorprende cómo ciertos términos se instalan rápida y cómodamente en el argumentario colectivo. El de inteligencia emocional ha colonizado vastas regiones disciplinarias y resulta complicado hablar de aspectos vinculados a la interacción humana sin que alguien no lo traiga a colación. En mi periplo académico como estudiante de Filosofía no lo escuché ni una sola vez, y eso que muchas asignaturas deconstruían temas capitales que ahora parecen exclusivos de la inteligencia emocional. La primera vez que oí este término fue en el departamento de investigación y desarrollo de una empresa madrileña de formación en la que entré a trabajar. Eran los años en que Daniel Goleman se convirtió en una celebridad. Todavía recuerdo el instante... (seguir leyendo).

martes, enero 23, 2018

El dolor de ser criticado



Obra de Antony Williams
Cuando alguien critica algo que hemos hecho tendemos a considerar que se trata de una descalificación global a nuestra persona. Del mismo modo que el elogio lo atribuimos a algo concreto, la crítica la releemos como una enmienda a la totalidad. Es absurdo, pero suele ser así. Hace tiempo Rosa Montero se preguntaba en uno de sus artículos por qué encajamos tan mal las críticas. Después de escarbar en la naturaleza humana concluía que confundimos una crítica con un ataque al ser que somos. Es incongruente, pero es que la construcción de muchos de nuestros juicios gira en torno a lógicas irracionales. Ahí están los sesgos, los prejuicios, las suposiciones, todo el andamiaje de la economía cognitiva. A pesar de que toda esta arquitectura facilita que nuestra persona se sienta lastimada, en muchas ocasiones el crítico ayuda sobremanera a ello. Recuerdo haberle leído hace años al escritor y periodista Rafael Reig que «si uno dice que una novela le parece espléndida, no pasa nada. Si le parece un tostón, es intolerable y vale hasta la descalificación personal». Esta tendencia se da en todos los ámbitos. En vez de disentir de un hecho concreto, aprovechamos para lanzar dardos personales bajo la excusa de ese hecho concreto. 

Una crítica es la opinión o el juicio que se formula ante una conducta, una situación, una idea, una obra artística, una persona o un objeto, lo que significa que la crítica da mucha más información del que critica que de lo criticado. Siempre me ha llamado la atención cómo una crítica negativa nos puede lacerar y sin embargo un elogio proveniente incluso de esa misma persona propende a una evaporación súbita. En uno de sus ensayos, Eduardo Punset recuerda que científicamente se ha demostrado que hacen falta cinco cumplidos para resarcir un insulto o una crítica punzante, es decir, la capacidad de dañar de una crítica es cinco veces superior al poder balsámico o euforizante de una alabanza. Contaré una anécdota muy ilustrativa. Durante unos años escribí críticas para una revista. A vuela pluma calculo que redacté unas trescientas. De todo ese inmenso lote sólo una fue para mostrar mi desacuerdo con una obra y tildarla con argumentos bastantes sólidos de ordinaria. El aludido contacto conmigo para insultarme y recordarme que el ordinario era yo. Nunca supe nada de nadie del resto de críticas en las que todos salían bienparados.

Sospecho que toleramos muy mal los disensos porque nuestro analfabetismo argumentativo nos hace confundir las ideas, las opiniones, las obras, las creaciones que enarbolamos con la persona que somos. Normal que consideremos la objeción de nuestras ideas o de alguna de nuestras creaciones como una muestra de trato desconsiderado. Es una peligrosa desnaturalización de la política deliberativa. Necesitamos una pedagogía para aprender a tramitar opiniones propias y ajenas educadamente y a convivir sin susceptibilidades en mitad de ese tráfico denso. Para ello hay que asumir que afortunadamente no todos pensamos igual porque no todos habitamos el mundo de la misma manera.

Somos muy suspicaces y toleramos mal las críticas (me refiero a las respetuosas) quizá porque no estamos tan seguros como creemos de nosotros mismos. Acaso en las palpitaciones de nuestras sienes habita una persona amedrentada que necesita certezas a las que aferrarse en un mundo deslizante y lábil. Nos incomodan las evaluaciones que nos hacen dudar, pero nos olvidamos de que sin la cooperación de la duda no hay posibilidad de ofrecer versiones más mejoradas de nosotros mismos, o nos cuesta aceptar, como le leí ayer a mi mejor amigo, que el saber que conlleva certezas no es saber. Ahora bien, una crítica puede ser empuñada con intimidante ferocidad, pero también con espíritu colaborador. Esta es la diferencia entre la observación y la crítica destructiva. La observación va dirigida a la conducta con el fin de perfeccionarla (su campo de acción es el futuro), la crítica destructiva se detiene a golpear la dignidad de la persona (se regodea en el pasado y no cita el porvenir). Esta última vincula con la perversidad, que es dañar al otro y relamerse mientras se ejecuta esa acción. En las palabras que uno elige para mostrar conformidad o disconformidad están presenten dos poderosos deseos. El de ayudar o el de perjudicar. La crítica positiva o negativa es el resultado de optar por uno de los dos.



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Objetar no es descalificar.
Dañar la autoestima del otro.

miércoles, noviembre 30, 2016

No hay respuesta más honesta que «no sé»



Obra de Mercedes Fariña
Aunque me alisto al lado de Andrés Neuman cuando afirma en sus Barbarismos que la libertad es un concepto que oprime a quien la define, yo durante mucho tiempo he empleado la preciosa definición que desgranó Octavio Paz. El premio Nobel definió este término tan vaporoso y zigzagueante como la capacidad de elegir entre dos monosílabos, sí o no. Los seres humanos nos hemos otorgado dignidad precisamente porque tenemos autonomía para escoger, optar, elegir. Podemos decantarnos por una dirección (sí) o descartarla (no). Esta singularidad pertenece al ámbito de lo más radicalmente humano, es el eje axial de la emancipación de una parte del sino biológico y de la entrada al reino de la ética. No hay nada más elevado que poder escrutar qué opción tomar dentro de un repertorio heterogéneo en el que por supuesto hay que dejar margen al inevitable encontronazo con lo fortuito. Como escribía unas líneas antes, durante mucho tiempo utilicé esta definición de libertad de Octavio Paz, pero hace un par de años me aventuré a agregar un matiz a su enunciado. Varios lustros de estudio buceando en las procelosas aguas del comportamiento humano me han hecho atreverme a incluir un tercer monosílabo acompañado de su negación. La nueva definición de libertad quedaría así: «La libertad consiste en la capacidad de elegir entre dos monosílabos, sí y no, y  la negación de un tercero, no sé».  

Muchas cosas las hacemos sin saber minuciosamente por qué las hacemos, muchas veces optamos por una decisión sin elucidar si es realmente la más propicia. No lo sabemos, intuimos que puede ser, creemos que quizá sí sea la más idónea, pero dudas de una amplitud inabarcable nos impiden afirmarlo o negarlo taxativamente, lo mismo que le ocurre al resto de opciones que barajamos. No es que nuestra capacidad de inferir sea deficiente, es que la vida es muy escurridiza y le incomoda sobremanera que la oprimamos en la lógica binaria del sí o no. Recuerdo una expresión fantástica que le leí a la gran Siri Hustvedt en uno de sus interdisciplinarios ensayos. Explicaba con su prosa literaria que a veces las motivaciones de nuestras acciones son fulminantemente borrosas y hacemos algo «sinqueriendo». Esta expresión es antitética e incomprensible para el pensamiento lógico, pero muchas de nuestras vivencias están protagonizadas por este binomio en el que la afirmación y la negación se funden en una misma entidad que desborda los límites territoriales de la racionalidad. Como hacemos muchas cosas sin poder saber bien por qué las hacemos, resulta muy atrevido emitir juicios sobre el comportamiento ajeno. En proliferantes ocasiones he refutado apreciaciones que he escuchado sobre los demás con argumentos muy sencillos pero infrangibles: «no sé bien por qué yo hago lo que hago como para saber por qué esta persona hace lo que hace», o «tú crees saber por qué esta persona hace lo que hace cuando probablemente ni ella misma lo sepa».  En el colosal Pensar rápido, pensar despacio Daniel Kahneman se apresura a advertirnos de que el mayor error de los seres humanos descansa en la ignorancia que tenemos sobre nuestra propia ignorancia. No sabemos nada de lo que no sabemos, y sabemos muy poco de lo que sabemos. Yo empiezo a tener fundadas sospechas de que el conocimiento de la conducta humana posee tantas excepciones y salvedades que a lo mejor tendríamos que dejar de llamarlo conocimiento.



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La economía cognitiva.


jueves, diciembre 17, 2015

El amor mal entendido y mal expresado



Obra de Edward Hopper
Existe la popular creencia de que el noviazgo consiste en que dos personas se vayan conociendo gradualmente. Recuerdo que en sus muy recomendables Barbarismos Andrés Neuman desmontaba esta teoría. Explicaba, y cito de memoria, que el enamoramiento es ese periodo en que dos personas hacen todo lo posible para que ninguna conozca realmente a la otra. La seducción consiste en satisfacer las demandas del otro, de tal manera que uno aparta aquella información que pueda contravenir ese propósito. El gran drama de muchas parejas empieza a larvarse precisamente en este instante de comunicación distorsionada. Dicho de un modo lapidario. El mal que aqueja a las parejas es que tomaron la decisión de serlo cuando estaban enamoradas. Si no recuerdo mal, algo similar le leí hace tiempo a Carlos Castilla del Pino. La situación nos conduce a un callejón sin salida. Si no se está enamorado es difícil levantar un proyecto afectivo, y si se está, no se dispone ni de la información ni de la objetividad más idóneas para adoptar una decisión bien calibrada. Al contrario. El amor es una excitante anomalía de la atención que sesga la información en aras de refrendar las predicciones más nucleares que nuestro enamoramiento ha elaborado de la persona de la que nos hemos enamorado. La graciosa expresión «el amor es ciego» no es tan banal como puede parecer. Es una forma llana de explicar que el enamoramiento activa en nuestra economía cognitiva el sesgo de confirmación para validar aquella información que previamente ya habíamos recolectado.

Todo esto además tiende a hipertrofiarse cuando el amor desaparece del corazón de una de las partes, pero no de la otra. A mí me gusta apuntar que para construir una relación sentimental se necesita un acuerdo bilateral, pero su disolución se puede llevar a cabo unilateralmente sin que la parte que lo decide infrinja nada. De repente uno padece el síndrome de Romeo y Julieta. Al no poder estar con la persona amada, el amor se agiganta (es decir, la anomalía de la atención toma dimensiones de seísmo), el despechado sufre la colonización de una ley persuasora basada en la escasez y en la incertidumbre de la gratificación. La antropóloga Helen Ficher explicó químicamente esta tragedia en su incisivo ensayo Por qué amamos. Secretamos dopamina cuando la recompensa tarda en llegar, pero, y esto es cardinal, siempre y cuando creamos que puede llegar. Surge así la mórbida relación del desamor y la esperanza de poder derrocarlo para así acceder de nuevo al reino del que fuimos desterrados. Es a partir de este instante cuando se escuchan líricas barbaridades. 

Es cierto que el amor es una palabra muy polisémica que no significa nada si no se especifica, pero podríamos encontrar cierto consenso en que el amor es la felicidad que nos procura comprobar cómo alguien logra alcanzar sus fines, y a la inversa, cómo ese alguien se siente feliz cuando somos nosotros los que coronamos los fines elegidos para nuestra vida, y por ello se decide compartir la convivencia y todo lo que trae anexada. Tengo malas noticias. Esta idea del amor desaparece de las canciones de amor. No es ninguna trivialidad porque inconscientemente las canciones levantan acta notarial de la alfabetización sentimental dominante. El argumentario amoroso de la mayoría de las letras de las canciones es tremendo. Ayer escuché una canción amartelada cuyo estribillo aullaba un «no puedo vivir sin ti». Es una expresión muy recurrente en el cancionero que a fuerza de repetirse parece esculpida en mármol y por tanto inmunizada a cualquier impugnación. Hace poco también escuché en otra pieza otro razonamiento igualmente perplejizante: «sin ti la vida duele menos». Existe una canción tremendamente popular en la que también alguien recuerda que «sin ti no soy nada». Estas hipérboles son muy frecuentes en el imaginario.

Padecemos una curiosa propensión a lanzar mensajes negativos en vez de enfatizar la mejora que supone compartir la vida con alguien que queremos y que nos quiere. Ayer mismo lo hablaba con un profesor, que está urdiendo ejercicios para que aprendamos a traducir correctamente los mensajes y le demos una orientación positiva. Es muy fácil y muy enriquecedor. En vez de argumentar que «no puedo vivir sin ti» se puede aclarar que «puedo vivir sin ti, pero preferiría no hacerlo». En vez de soltar el confuso «sin ti la vida duele menos» podemos afirmar un sencillo «disfruto más la vida estando juntos». Frente al «sin ti no soy nada» podemos señalar «contigo soy más». Para no caer en esa falacia de que «el amor me ha hecho sufrir», podemos sincerarnos y aclarar que «el amor no correspondido me ha hecho sufrir». Podemos permutar el masoquista «yo aún podía soportar tu tanta falta de querer» (que escuché en la radio hace unas semanas), por el incomprensible para mí pero más transparente en su construcción lingüística «quiero estar contigo incluso aunque tú no quieras estar conmigo». A mí jamás se me ocurriría mantener una relación con alguien que me soltara esta afirmación escuchada en la estrofa de una canción: «Yo prefiero morir a tu lado a vivir sin ti».  Eso sí, no tengo la menor duda de que me encantaría estar con alguien que me dijera y a quien yo pudiera decirle: «Estoy tan a gusto a tu lado que me apena que solo tengamos una vida por delante». Pura pedagogía en positivo. 



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jueves, octubre 08, 2015

¿Y si nuestras certezas no son ciertas?



Pintura de Alex Katz
Suelo empezar cualquiera de mis cursos y charlas citando una reflexión de Daniel Kahneman, psicólogo con el premio Nobel de Economía bajo el brazo. Recuerdo una entrevista en la que en una sola frase Kahneman resumía su descomunal obra Pensar rápido, pensar despacio: «el mayor error del ser humano es ignorar la ignorancia que posee sobre su propia ignorancia». En esa voluminosa obra Khaneman nos invita a que recelemos de nuestros juicios. Lo más probable es que se hallen intoxicados de irracionalidad, aunque investidos de lo contrario  gracias a la perezosa participación del intelecto. Una trampa mental frecuente en nuestros análisis consiste en el marco de referencia. El mismo enunciado se puede presentar en versiones distintas que generan respuestas diametralmente opuestas en quien ha de adoptar una decisión. Existe una extendida anécdota que ejemplifica la relevancia nuclear del encuadre como elemento distractor del juicio, cómo el pensamiento se ancla en las palabras con que elegimos expresarnos y establece sus balances desde ese punto de referencia. Un sacerdote le pregunta a su superior si puede fumar mientras reza. La propuesta se considera casi una apostasía y la incendiada respuesta es un airado no. Sin embargo, días después este sacerdote le sugiere lo mismo a otro superior, sólo que modificando el marco de referencia. «¿Podría rezar mientras fumo?». La respuesta es un sonriente y angelical «por supuesto», con palmada en el hombro incluida. Al hilo de esta anécdota recuerdo a un músico de rock que tenía dudas para enjuciarse correctamente a sí mismo. Con buen criterio contemplaba cómo su conclusión variaba según el elemento de comparación establecido: «Si me comparo con un santo, soy un demonio. Si me comparo con un demonio, soy un santo». San Agustín hace ya diecisiete siglos recomendaba utilizar la maleabilidad del encuadre como protección de la autoestima: «Cuando yo me considero a mí mismo, no soy nada. Cuando me comparo, valgo bastante».  A veces somos nosotros las víctimas del sencillo marco que elige otro. En las páginas de Sociofobia César Rendueles narra una anécdota tremendamente ilustrativa de lo que quiero explicar: «Cuando algunas gasolineras estadounidenses empezaron a cobrar un recargo a los usuarios que pagaban con tarjeta de crédito, se produjo un movimiento de boicot de los consumidores. La respuesta de las gasolineras fue subir los precios a todos por igual y ofrecer un descuento a quienes pagaban en efectivo. El boicot se canceló».

El anclaje cobra un protagonismo central en nuestras deliberaciones. Anclar la percepción en un punto en vez de en otro discrimina aspectos que serían sobresalientes mirados desde otro prisma, y, al contrario, enfatiza aspectos que desde otro ángulo de observación serían catalogados como marginales. Matteo Motterlini en su libro Trampas mentales dedica un epígrafe a esta tendencia cuyo título es una lacónica pero perfecta explicación: «el marco modifica el cuadro». Cualquier profesor se ha adherido involuntariamente a los mecanismos mentales del efecto marco en la corrección de exámenes. Un ejercicio regular se relee como nefasto si con anterioridad han caído en nuestras manos un par de ejercicios brillantes. O al revés. Si uno lleva varias horas leyendo ejercicios mediocres, considerará notable un ejercicio que en otro marco sería meramente aceptable. Se colige por tanto que la secuencia determina nuestro juicio (efecto halo), y esta propensión es extendible a balances de muy distinta genealogía (ética, estética, creativa, etc.). Aunque nos cueste aceptarlo, construimos y parangonamos desde las emociones. La racionalidad de la que tanto presumimos los seres humanos no es el cálculo confeccionado más racionalmente, sino el que mejor regula la participación de las emociones en la convalidación de un juicio. Nuestro pensamiento (sistema 2 en la nomenclatura de Kahneman) tiende a la pereza y se deja arrullar por patrones de ideas, asociaciones, intuiciones y sesgos (sistema 1) para caer en una somnolencia mental confortable que declina realizar grandes esfuerzos y recabar demasiada información. La intelección subroga sus obligaciones. Nacen así los tópicos (soy coautor de un libro sobre ellos, los conozco bien), los prejuicios, las suposiciones, los estereotipos, las inferencias sin base, la evaluación torpona que deduce lo fácil y rápido para economizar energía y tiempo. Nacen nuestros juicios, certezas redondeadas por encima cuya escasa fiabilidad no impide que las utilicemos para construir otras certezas. Mejor dicho. Supuestas certezas.



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Somos racionales, pero también muy irracionales