Obra de Hila Glik |
Hoy es el primer día de la octava temporada de este espacio. Después del asueto estival vuelvo a la escritura, a ese ejercicio que consiste en sedimentar en palabras los dinamismos intelectivos y afectivos para hacerlos más inteligibles. Escribir es desafiar al magma desorganizado con que el mundo se empotra en nuestros ojos para ubicarlo en estructuras lingüísticas que colocamos cuidadosamente en diferentes combinaciones de palabras que generen puntos de arraigo y sentido. Para quienes no conocen este espacio, participarles que se trata de un pequeño rincón del mundo conectado en el que comparto perspectiva crítica y propuestas especulativas sobre el apasionante mundo de la interacción humana. Mi posicionamiento es escritura pensativa sobre condiciones de posibilidad que mejoren la intersección en la que unos y otros, unas y otras, compartimos espacio, tiempo, intereses, afectos, cosmovisiones, narrativas, pensamiento, valores, ficciones, identidades, filiaciones. Frente a las reacciones, que siempre van a rebufo de las decisiones de un tercero, reflexiones, que siempre celebran la soberanía autodeterminadora del pensamiento.
En más de una ocasión mis artículos han sido
tildados de buenistas. Esta palabra me provoca cierta jocosidad porque su uso recurrente la ha convertido en
un término fetiche y a la vez polisémico. Hoy quiero vindicarlo como adjetivo encomiástico. Para el pesimismo antropológico, pero también para la mirada neoliberal, buenista es sinónimo de ingenuo e iluso, cándido e inocente, emparejamientos cuya genealogía parece derivar de ese otro binomio en el que a la persona bondadosa se le acusa de tonta de puro buena. Quienes utilizan esta acepción de buenista afirman con Hobbes que el hombre es un lobo para el hombre, están de acuerdo con las epistemologías que reducen al ser humano a un ser que solo halla motivación en el egoísmo, y son taxativos en proclamar que sin contraprestaciones monetarias ninguna persona implementaría cursos de acción costosos. Curiosamente cuando particularizo y les pregunto si tanto ellos como sus seres queridos se conducen así responden con tono ofensivo que no. Esta contradicción tan frecuente cuando entablo conversaciones de esta índole debería esperanzarnos.
El buenismo es una forma de instalación en el mundo. Coloca una pupila observadora sobre nuestras posibilidades de emancipación y perfectibilidad transformadora, sin que esta opción ética suponga ignorar o menoscabar la existencia de comportamientos y afectos que lastran y entorpecen la convivencia. El buenista no ignora los comportamientos inhumanos, sino que además de admitirlos incide reflexivamente en todo aquello que se consensúa humano, no demora su mirada en lo abyecto, sino que la prosigue hasta incluir lo plausible y lo admirable que también observa a su alrededor. Recuerdo una vez que después de pronunciar una conferencia en Madrid sobre la dignidad humana un asistente se acercó y me confesó: «Todo lo que cuentas está muy bien, pero el mundo funciona de otro modo». Le respondí: «me encanta compartir en voz alta o por escrito posibilidades para mejorar ese mundo con el que al parecer usted no está muy satisfecho». A quienes resignificamos horizontes posibles nos acusan de cándidos, como si en la configuración de nuestros pensamientos fuéramos lo suficientemente indoctos como para saber que existen las conductas malévolas y los sentimientos de exclusión del otro, el odio y su enfermiza obsesión por infligir daño, la erotización del poder, la venganza sañuda, la competición que regurgita depredación, el resentimiento y su estanqueidad crónica, la envidia y su incapacidad para domar el deseo, la crueldad, el engreimiento, y que debido a nuestra ignorancia los desahuciamos de nuestra mirada y de las tareas deconstructivas con las que intentamos examinar el mundo.
Hace unos años escribí un
ensayo en el que desglosaba estos sentimientos que esclerotizan el corazón y la vida. Los
agrupé nominalmente con el nombre de los sótanos del alma. Pero no me detuve en ellos, sino que mi
inspección se encaminó hacia otros afectos y otros estrados sentimentales que
facilitan convivencias más óptimas y convierten los haceres de la vida en prácticas
que apetece volver a repetir una y otra vez. Si el buenismo es
recordar la presencia de estos sentimientos y cómo su concurso fortalece los vínculos humanos, entonces me declaro buenista. Si ser buenista es evitar la colonización de
un pensamiento que solo señala los aspectos desfavorables del ser humano para legitimar desigualdades y opresiones y que
es incapaz de ver que al lado de tanta inhumanidad hay ingentes cantidades de
humanidad, soy buenista. Negar la existencia del amor, la bondad, la fraternidad, la
cooperación, el cuidado, la compasión, la dignidad, no hace a nadie más erudito
ni más avezado ni más experimentado, lo hace más insensible. Sin embargo, incorporar estos sentimientos
y estas ficciones axiológicas al discurso y a las prácticas requiere un hercúleo esfuerzo
cognitivo. Destruir es muy fácil, construir, muy difícil. Presentar una enmienda a la totalidad
afirmando que el mundo es una inmensa ciénaga es un recurso muy pueril. Analizar la
ambigüedad y la borrosidad humanas para desde su complejidad elegir los lugares más idóneos sobre los que levantar puntos nodales de cuidado social y afectivo, solicita maduración y estudio. Además de describir lo que
ya existe, imaginar y desglosar argumentativamente lo que sería bueno que
existiera. Esto es el buenismo. La acción en la que se pone la intelección y la
imaginación al servicio de una vida en común mejor.