Este es un retal de la conferencia que pronuncié este pasado 20 de diciembre en el hermosísimo salón del Consulado de Portugal en Sevilla, el pabellón que levantaron con motivo de la Exposición Universal de 1929. Acquajet tuvo la deferencia de contar conmigo para aportar reflexión y prologar su ágape navideño. Acordamos que les hablaría del papel estelar del sentimiento de la alegría en la interacción humana. Subrayé que la alegría es tender una alfombra roja al otro para que pase sabiéndose bienvenido. Cultivarnos en ella es fomentar los hábitos afectivos que favorecen tratarnos bien. Os deseo que paséis unos días acogedores y alegres al lado de los seres que más queréis y que más os quieren a vosotras y vosotros. Volveremos a coincidir entrado ya enero. Un fuerte y cariñoso abrazo.
Un lugar interdisciplinario para el análisis de las interacciones humanas. Por José Miguel Valle.
martes, diciembre 24, 2019
¡Alegres y acogedores días!
Este es un retal de la conferencia que pronuncié este pasado 20 de diciembre en el hermosísimo salón del Consulado de Portugal en Sevilla, el pabellón que levantaron con motivo de la Exposición Universal de 1929. Acquajet tuvo la deferencia de contar conmigo para aportar reflexión y prologar su ágape navideño. Acordamos que les hablaría del papel estelar del sentimiento de la alegría en la interacción humana. Subrayé que la alegría es tender una alfombra roja al otro para que pase sabiéndose bienvenido. Cultivarnos en ella es fomentar los hábitos afectivos que favorecen tratarnos bien. Os deseo que paséis unos días acogedores y alegres al lado de los seres que más queréis y que más os quieren a vosotras y vosotros. Volveremos a coincidir entrado ya enero. Un fuerte y cariñoso abrazo.
martes, abril 02, 2019
Ayudar a los demás pensándolos bien
Fotografía de Serge Najjar |
Justo mientras bosquejo este texto escucho en la radio una entrevista a Laura Martínez Calderón. Después de recorrer junto a Aitor Eginitz durante diez años el planeta Tierra en bicicleta, ha literaturizado la experiencia de los tres primeros años, centrados en Asia, China, Asia Central, Irán y África, en un libro titulado El mundo es mi casa. La autora comenta que de su nomadismo planetario le han llamado la atención sobre todo dos cosas. La primera es la cantidad de gente buena que hay por todos lados. La segunda es advertir la ideas absolutamente absurdas y prejuiciosas que tenemos sobre las personas que habitan en lugares remotos y culturalmente disímiles (y el sinsentido y aversión que la expeditiva aporofobia acrecienta si además sus poblaciones son pobres, añado yo). No es peregrino recordar aquí que somos ocho mil millones de habitantes en el planeta Tierra y, a pesar de la hiperconexión que permite el mundo pantallizado, el número de vínculos sólidos que mantenemos con los demás por muy elevado que sea siempre rozará el patetismo en comparación con semejante y apabullante guarismo demográfico.
La idea basal del experimento interpelaba a la autocrítica y al cuestionamiento de nuestra hermeneútica. Si alguien de otro lugar afirma semejantes frivolidades y superficialidades de nosotros, es más que probable que a nosotros nos ocurra lo mismo, que empleemos prácticas discursivas análogas cuando hablamos de lugares y personas de los que no tenemos conocimiento suficiente como para construir una opinión y menos aún para ponerla a circular por el espacio público. Nos relacionamos con la otredad tanto próxima como distal desde la abstracción que permite el lenguaje. Por eso es tan sustancial ser cuidadosos con lo que decimos, nos decimos, nos dicen y decimos que nos han dicho. Nos relacionamos con el otro a través de prácticas lingüísticas. Muchas de esas prácticas nos llegan mediadas políticamente por intereses velados y contrarreflexivos. Admitir la propia ignorancia, o la presencia antioxidante de la duda, es fundamental para que nadie nos la mezcle con miedo y logre que nuestros sentimientos destilen odio al que no conocemos de nada. Ayudamos al otro cuando nos cuestionamos y reflexionamos críticamente sobre el acto del lenguaje con el que lo construirmos y lo pensamos. Es una forma inteligente de autosalvaguardia. Instauramos una lógica para que ese otro se interpele cuando nos construya y nos piense a nosotros. Y hable o calle en función del resultado.
martes, marzo 19, 2019
Hipocondríacos emocionales
Obra de Samuel Silva |
La
expresión con la que titulo el artículo de esta semana pertenece a la socióloga
Eva Illouz y al psicólogo Edgar Cabanas. Son los autores de Happycracia,
cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras
vidas. Según ellos, los hipocondríacos emocionales son
esas personas preocupadas constantemente en cómo ser más felices (verificando
de este modo que quien no para de hablar de la felicidad se autodelata como
poco feliz). Se trataría de ese ejército de personas pendientes de sí mismas,
asediadas por una inquietud ansiógena por corregir deficiencias psicológicas,
bulímicas por adquirir competencias para mejorar la gestión de sus emociones,
abducidas por hipertrofiar el desarrollo interior y el crecimiento personal
ante el miedo a que su yo nunca alcance el estatuto de ser un yo pleno y feliz.
Clausuré el curso pasado de este espacio con un texto que mostraba hartazgo por
esta ideología de la felicidad. Lo titulé Más atención a la alegría y
menos a la felicidad, y para mi sorpresa fue el artículo más leído de la
temporada, lo que ratifica la presencia nada periférica de esta preocupación en
las narrativas de los imaginarios. La peculiaridad más llamativa de estos
hipocondríacos es que han amputado de sus deliberaciones toda dimensión cívica
y política. La mayoría de las consignas con las que atenúan su hipocondría
pregonan la autosuficiencia de un sujeto desvinculado del resto de sujetos, una
existencia insular renuente a admitir su constitutiva condición de existencia
al unísono con el resto de existencias. Estamos delante de un sujeto que recela
de la interdependencia y la relee como instrumento de subyugación. Su
hipocondría es emocional porque la ciencia de la felicidad que profesa postula
que solo en el control de la esfera privada radica la posibilidad de que
comparezca esa felicidad. Se neglige la evidencia aristotélica de que la
individualidad se maximiza gracias a la socialidad. La felicidad privada
necesita un marco político que, al organizar la irrevocabilidad de nuestra
convivencia, la posibilite.
La
ciencia de la felicidad ofrece recetas profilácticas para tolerar la faz más
descarnada de lo real, pero no para combatirla. Como se defiende que no nos
hacen daño las cosas, sino la interpretación que hagamos de ellas, la
gubernamentalidad de las emociones no solo está destinada a cohabitar con la
injusticia, sino que victimiza al que la sufre, y se le riñe por no haber sabido
pertrecharse de los recursos emocionales suficientes para repeler la aflicción
que ahora le invade. En vez de incoar un proceso contra la situación injusta,
se regaña al que se revuelve por padecerla. He aquí el totalitarismo de esta
concepción de la felicidad. En Happycracia, Eva Illouz y Edgar
Cabanas relatan la epifanía vivida por Martin Seligman para erigirse en mesías
de esta singular ideología de la felicidad. Un día se encontraba cortando la
hierba del jardín y le reprochó a su hija que la echara en cualquier lado. Su
hija se defendió: «De los tres a los cinco años me quejaba todos los días.
Cuando cumplí cinco años decidí no quejarme más. Es lo más difícil que he hecho
en toda mi vida. Si yo he podido dejar de quejarme, tú también puedes dejar de
gruñir». Al escuchar esta respuesta Seligman sintió una iluminación,
tal y como cuenta él. Había que virar el enfoque epistemológico de
la psicología y en vez de corregir las debilidades poner el esfuerzo educativo
en las fortalezas. Bienvenidos a un mundo donde la indignación, la injusticia,
la inequidad, la zozobra, no son tales, sino una defectuosa hermenéutica nacida
de una desorientada autogestión emocional. ¿Exagero? A un autor dedicado al
desarrollo personal le acabo de leer un texto en el que afirma que «cada
vez que algo me molesta fuera es porque hay algo insano dentro».
A la obsesión por el cuidado privado de la gestión emocional le sigue una
desafección por el cuidado político de la dignidad. Como el foco de análisis se
posa en la exégesis de la realidad, pero no en la realidad, no hay ideas
éticas, solo emocionales, como si la emoción pudiera autorregularse ajena a una
semántica moral y a un horizonte político. No resulta descabellado silogizar
que si se confunde un problema de índole política con una insuficiencia
psicológica, el problema continuará al margen de si se aplaca o no la
supuestamente errónea gestión emocional. Despertaremos, pero el dinosaurio
seguirá ahí. Recuerdo que hace unos años escribí el lema en el que se sostiene
el mercado terapéutico de esta felicidad: «Me va todo tan mal que no me
puedo permitir ser pesimista». Esta reflexión encapsulada mordazmente es el
mantra que se repite una ingente cantidad de personas para soportar la
precariedad, la inseguridad, la volatilidad, la inestabilidad, la soledad,
mantener la esperanza de que su perseverancia será premiada justo a la vuelta
de la próxima esquina. La anemia argumentativa de esta ciencia y su tendencia
al eslogan es ideal para permear en un egotropismo sin apenas aparataje de
examen crítico. También para sujetos que padecen una desesperación tan grande
que prefieren eludir la deliberación para no autolesionarse o para soslayar la
parálisis.
Justo estos días he terminado la lectura de Tratado de lo mejor de
Julián Marías, donde me he encontrado con una repetida idea que indica la
dirección contraria a la decretada por el pensamiento positivo: «la vida
humana es transitiva, menesterosa o indigente, se hace con las cosas y sobre
todo con las otras personas». Recuerdo que cuando leí por vez primera La
conquista de la felicidad de Bertrand Russell, el premio Nobel de
Literatura esquematizaba sus tácticas de vida para pasar de ser un tipo
frecuentemente abatido y triste a una persona contenta y orgullosa de sus
acciones. Los dos ingredientes de la pócima mágica de esa felicidad conquistada
contravienen frontalmente lo prescrito por la ciencia de la felicidad. El
primero de los ingredientes era el sano olvido de uno mismo, rehusar un
omnipresente merodeo sentimental, que tiende a una peligrosa inercia entrópica.
El segundo era dedicarse a los demás, emplear tiempo y estrategias en tareas
con otras personas destinadas a mejorar la vida y las estructuras comunitarias
en las que habita y se despliega esa vida. Ortega y Gasset escribió «yo
soy yo y mi circunstancia», pero añadió un corolario que ha pasado del todo
inadvertido para la cultura popular: «yo soy yo y mi circunstancia, y
si no salvo mi circunstancia no me salvo yo». No hay mejor manera de salvar esa
circunstancia que salvando la de todos.
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Más atención a la alegría y menos a la felicidad.
Para ser persona hay que ser ciudadano.
martes, septiembre 18, 2018
La tarea de existir
Obra de Mónica Castanys |
Nacer es el acontecimiento que permite la llegada de todos los demás acontecimientos. Nacer es la posibilidad que posibilita todas las posibilidades, incluida la de la muerte, el evento biológico cuya posibilidad imposibilita todas las anteriores posibilidades, y que cuando se haga acto nos expulsará del mundo. Somos seres obsolescentes, pero sobre todo somos seres que incorporan la idea de finitud al ejercicio deliberativo. Morir es un episodio natural, pero la mortalidad es una operación cultural. En las luminosas páginas de La resistencia íntima, el profesor Esquirol nos recuerda que «vemos que la vida del sí mismo que somos es una recta que lleva de lo desconocido a lo desconocido». Ninguna idea nuclear sobre los trajines humanos se debería librar de la conciencia de finitud para que la reflexividad no quede escamoteada. Sentirse tiempo limitado es una experiencia radical que confiere sentido a la obligatoriedad de elegir. Hay que decantarse por unos fines en menoscabo de otros puesto que no hay tiempo para todo. El nacimiento nos inaugura y la muerte nos clausura. Baltasar Gracián se quejaba tanto de lo uno como de lo otro: «No deberíamos nacer, pero ya que nacemos, no deberíamos morir». Es fácil parafrasear al escritor jesuita y orientar su aserto en dirección a la alegría, que es el sentimiento con el que decimos sí a la vida: «No deberíamos nacer, pero ya que nacemos, deberíamos vivir bien».
Somos una subjetividad corpórea y movediza que va mutando las preferencias y contrapreferencias en las que se autoconfigura según el medio ambiente en el que radique y las vicisitudes con las que colisione. Heidegger desmenuzaba con su habitual cripticismo que el ente que somos siempre está en una situación, y esa situación, que hace que el ente difiera en función de la situación, es el ser ahí. A ese ser ahí lo llamó Dasein. Ortega advirtió que «la vida es el dinamismo dramático entre el mundo y yo». Un mundo que me encuentro hecho, añado yo, aunque en perpetua metamorfosis, igual que el yo que cae en él y en él se va determinando con sus actos volitivos. A medida que vamos instalándonos en el mundo con nuestras decisiones, acciones y omisiones también vamos configurando el mundo en que nos instalamos con ellas. Cedo la palabra a George Steiner para que esclarezca qué mundo nos encontramos al nacer. En Nostalgia de lo absoluto admite que «en lo más profundo de su ser y de su historia, el ser humano es un compuesto dividido de elementos biológica y socioculturamente adquiridos. Es la interacción entre las constricciones biológicas, por una parte, y las variables socioculturales, por otra, lo que determina nuestra condición. Esta interacción es en todo punto dinámica porque el entorno, cuando choca con la biología humana, es modificado por las actividades sociales y culturales del hombre».
Como las acciones se realizan en el enmarañamiento de la vida que compartimos con otras alteridades a las que les ocurre exactamente lo mismo que a nosotros, esas tareas también se pueden nominar como convivir. Convivir es existir al lado de otras existencias tan atareadas como nosotros en hacer algo con la existencia. Su quehacer y el nuestro hacen la vida humana. Como la vida humana es un proyecto interdependiente, lo que ellas hagan con su existencia repercute directamente en lo que yo hago con la mía, y a la inversa. No estamos los unos al lado de los otros como meras subjetividades adosadas. No somos existencias insulares o existencias adyacentes. Todos somos existencias al unísono. La dependencia no es la antítesis de la autonomía como insisten en recordarnos erróneamente los discursos inspirados en la inflación patológica del yo y en la devaluación de la fraternidad política. Estamos inmersos en el mismo proyecto, participamos de la misma aventura, navegamos en el mismo barco, y es así porque estamos confinados en la incapacitación de nuestro propio florecimiento lejos de una comunidad y en la imposibilidad de una felicidad autárquica que nos configura como sujetos sociales. Juntos aspiramos a ser el ser humano que creemos que sería bueno ser gracias a una imaginación creativa que reflexiona y utiliza las posibilidades que le brinda la realidad y las adecua a los afectos y a los propósitos. Aspiramos a ello porque creemos que así existir sería una tarea más confortable. Sería ese vivir bien al que me refería cuando líneas atrás parafraseé a Baltasar Gracián. El vivir que convierte al nacer en una suerte.