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martes, diciembre 13, 2022

La mayor revolución es comportarse como un ser humano

Obra de Jarek Puczel

Ayer vi cómo amerizaba en el Pacífico la nave Orión tras completar el programa Artemis 1 de la NASA. Su objetivo era dar vueltas a la órbita lunar y poner a prueba el escudo térmico de la nave sin tripulación para futuras exploraciones ya con presencia humana, sobre todo la de llegar a Marte. Mientras observaba desde la pantalla esta proeza de la técnica humana, me vino a la memoria una entrevista del ensayista y filósofo Josep María Esquirol con motivo de la promoción de uno de sus libros. «Hoy nos quedamos cortos en humanidad; se trata de ir más adentro de nosotros, no más allá; podemos colonizar Marte, pero la idea sería la misma, hay que intensificar lo que nos caracteriza como humanos». Esquirol vindicaba que no se trata de sobrepasar lo humano, sino profundizar en sus recovecos, de ahí el exhortativo título del ensayo que presentaba en aquel momento, Humano, más humano. Hace varios siglos Pascal resumió que «todos los males de la humanidad se deben a que el ser humano no sabe estarse quieto en una habitación». Me gusta releer este célebre aforismo como que los males que nos acucian como habitantes del planeta Tierra se deben a que no nos tomamos un tiempo de quietud en preguntarnos por qué y para qué hacemos lo que hacemos. Por qué y para qué son las dos preguntas sin las cuales no estaría bien amueblada nuestra instalación en el mundo. Sin preguntas que alumbren fines éticos, la tecnologización puede ser fuente de mucho sufrimiento en vez de una asombrosa conquista de la inteligencia humana.

Frente a discursos que fantasean con la superación de lo humano, quizá sea más lúcido sentimentalizarnos y politizarnos con aquellos afectos que nos humanizan. Recuerdo un artículo en el que el escritor y filósofo Rafael Argullol resumía esta postura de revitalización bautizándola como «el rearme del humanismo». Creo que no se trata de rearmar nada, se trata de no desarmar nociones de lo que consideramos humano. Argullol aducía al final de su artículo que «aceptada en términos universales, la compasión es la mayor revolución que puede emprender el ser humano del presente». La compasión latina, o la sympathia griega, es la atención que prestamos al otro para entenderlo, sentir sus afectos y cuidarlo a través de la acción personal o institucional. Dicho de otro modo. No hay nada más subversivo que comportarse como un ser humano. El lenguaje coloquial alcanza una hondura vetada al lenguaje científico para ayudar a comprender bien en qué consiste este comportamiento Cuando decimos de una persona que tiene un gran corazón, lo que semánticamente se revela es que esa persona se conduce por las virtudes que consideramos humanas, tratar al otro como una equivalencia y dotarlo del mismo valor que el que cualquier persona demanda para sí misma.  El yo que estamos siendo es un conglomerado de relaciones con otros yoes, y actuar con el corazón consiste en allanar con fraternidad política y bondad discursiva la convivencia en la que nos configuramos.

El conocimiento no se reduce a inventar objetos que ensanchen nuestro bienestar material, sino también a ahondar en cómo relacionarnos unas y otros para que vivir sea una experiencia común tan deseable que ansiemos volver a repetir lo que hemos vivido una vez vivido. La técnica deviene infructuosa para la convivencia si no hay una voluntad ética y política de utilizarla bien. Este pasado sábado 10 de diciembre se celebró el Día Internacional de los Derechos Humanos. Su celebración es un recordatorio de que tenemos el deber de que se cumplan en cualquier persona en cualquier rincón del planeta, e ir pensando en común la redacción de nuevos artículos que amplíen su campo de acción y de cuidado. La dignidad es un valor y un derecho inalienables, aunque luego nos tratemos como si no los tuviéramos. Revertir este comportamiento es la conquista más encomiable del progreso humanizador. Cuando en ocasiones imparto clases comienzo escribiendo en el encerado una enigmática frase para azuzar la acción reflexiva en las alumnas y alumnos: «El ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano». La explicación de este aparente jeroglífico es muy sencilla. Somos una entidad biológica empeñada en mejorarnos como entidad ética. Cualquier paso que desdeñe  este propósito nos irá empequeñeciendo el corazón.

 
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martes, noviembre 16, 2021

«Ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia»

Obra de James Coates

Este próximo jueves 18 es el Día de la Filosofía. En 2005 se instituyó esta celebración y se ubicó en el tercer jueves de cada noviembre. La UNESCO lo propuso porque «la filosofía proporciona las bases conceptuales de los principios y valores de los que depende la paz mundial: la democracia, los Derechos Humanos, la justicia y la igualdad». Efectivamente la filosofía convierte los conceptos y las ideas en instrumentos para inteligir el mundo, pero sobre todo para crearlo y transformarlo. Esta proeza se logra gracias a que los seres humanos podemos pensar, poner en relación el cúmulo de experiencias que se amontonan en el entrecruzamiento social, adoptar distancia crítica, elegir posicionamiento, tomar la agencia y la valoración, aprender a mirar y a lexicalizar lo mirado, rechazar análisis binarios y comprender la intrincada complejidad humana, hacer buenas preguntas sabiendo que una buena pregunta inspira una buena respuesta que traerá adosada otra pregunta, optar por qué afectos sería bueno sentir ante la inevitabilidad de la afectación de las cosas, articular los deseos hasta lograr que permee en nosotros esa alegría en la que lo que nos conviene coincide con los que nos apetece, escarbar en nuestra humanidad y en la necesidad de interdependencia para poder fungirla, reafirmar la vida tomando conciencia de nuestra caducidad y mortalidad. Blaise Pascal aseveró en uno de sus tajantes adagios que «el ser humano es una caña, pero es una caña pensante». Este aforismo posee un corolario que es primordial para comprender esta idea y por extensión la larga lista que he escrito antes: «Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento»

Recuerdo una conferencia de Josep Maria Esquirol en la que el autor del emocionante Humano, más humano afirmó que la filosofía es el sustantivo del verbo pensar. Pensar bien es suspender momentáneamente el mundo para deliberarlo y volver a él con mejores artesanías conceptuales y afectivas. Se podría conceptuar la filosofía como la actividad con la que, provistos de buenas herramientas conceptuales y un buen conocimiento de la historia de las ideas, pensamos la vida mientras la vivimos para vivirla bien. La filosofía es la amistad por el sentir y el comprender mejor para así vivir mejor. Justo ayer por la tarde escuchaba una entrevista a Marina Garcés en la que comentaba que la educación debería ayudarnos a aprender a vivir con otros, a pensar unas con otras, pero no a un pensar banal o anodino, sino a pensar el acontecimiento de existir. Como, siguiendo a Adela Cortina en La moral del camaleón, «es imposible convertirse en persona fuera del seno de una comunidad», a mí me gusta resaltar que cuando en sus orígenes la filosofía empezó a interrogarse sobre cómo vivir juntos, los que se interpelaban ya vivían juntos. Lo que implícitamente mostraba esa interrogación era la pregunta de cómo vivir juntos mejor, cómo tratarse como irrevocables existencias al unísono que eran.

La actual oferta curricular del sistema educativo ha puesto todo su tecnificado empeño en que sepamos hacer cosas para una vida reducida a pura empleabilidad, y simultáneamente ha ido guillotinando la posibilidad de preguntarnos «para qué». Estoy seguro de que en estos días escucharemos este lamento, ahora hipertrofiado porque se está barajando la opción de eliminar del horario lectivo materias vinculadas con el pensar fuera de la técnica, lo cuantificable y la motivación pecuniaria. Para qué vivir y cómo convivir son dos preguntas que cada vez albergan menos centralidad en la agenda educativa. De ahí que la filosofía como asignatura cada vez esté más orillada hacia la nada. Si reducimos el sentido de la vida humana a vida laboralizada dictada por el mercado y la economía, miniaturizamos aterradoramente la existencia con la que nos encontramos cuando nos nacieron. No hemos venido a este mundo para obtener ingresos a través de un empleo, sino para hacer muchas más cosas que sin embargo la condición cronófaga del trabajo y la obsesa obtención de dividendos van eliminando de nuestras vidas y de nuestros imaginarios. 

Tengo un amigo profesor de Filosofía que en la primera clase del curso pregunta a las alumnas y alumnos qué es un ser humano. El encogimiento de hombros es la respuesta unánime. Cuando el destino me pone a compartir clases de Filosofía lo primero que hago nada más pisar el aula es escribir en el encerado en letras muy grandes que «el ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano». Nuestra dignidad descansa en la capacidad de elección, en que podemos decidir como individuos y como especie cómo queremos comportarnos y qué hacer con nuestra vida. La entidad biológica que somos decide qué entidad ética le gustaría ser. A responder a estas preguntas radicales se dedica el pensar, el verbo en el que se sustantiva la filosofía. Kant lo resumió muy bien cuando exhortaba a «ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia», es decir, pertréchate de buenas herramientas epistémicas y sentimentales para que de entre todas las opciones que la vida te presenta elijas las más propicias para dirigir tu comportamiento hacia un existir mejor. No creo que haya ningún otro propósito más noble. Buen próximo día de la Filosofía a todas y todos.

 

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