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martes, julio 17, 2018

Las emociones no tienen inteligencia, los sentimientos sí


Obra de Alyssa Monks
Desde hace ya unos cuantos años se nos martillea con la idea de que sin inteligencia emocional no podemos aspirar a una vida plena y autorrealizada, pero me temo que estamos delante de un enunciado incompleto que totaliza el orbe emocional y neglige el orbe cívico. Los sentimientos son el resultado de la acción política, las emociones de la dotación genética. Por naturaleza albergamos emociones, por cultura cobijamos sentimientos. Las emociones no tienen inteligencia, pero los sentimientos sí. Recuerdo que en una jornada sobre educación alternativa me referí a varias cuestiones monopolizadas ahora por la inteligencia emocional, aunque nominándolas más acertadamente como cuestiones de «educación sentimental». En el receso una profesora me confesó que le había llamado mucho la atención que empleara el vocablo sentimental en vez del de emocional. Las emociones son dispositivos grabados en nuestros circuitos nerviosos. Francisco Mora señala que las emociones se refieren a procesos inconscientes codificados en nuestro cerebro que nos empujan a defendernos de amenazas o ataques físicos. Están insertas en nuestra dotación genética. La alegría persigue mantener un curso de acción favorable o impulsarnos a la inauguración de uno nuevo. La tristeza avisa de las pérdidas y nos predispone a urdir estrategias para no tropezar en la misma falla. La ira nos suministra energía para combatir aquello que oblitera la conquista de alguno de nuestros intereses. El miedo nos alerta de una amenaza que flota en los inputs ambientales haciendo peligrar nuestro equilibrio. La sorpresa nos echa una mano para absorber la irrupción de lo inesperado. La repugnancia nos aleja impulsivamente de aquello que nos desagrada. En el instante en que la intelección actúa sobre cualquiera de estas emociones básicas, la emoción muda a sentimiento. 

La mejor prescripción que he leído sobre la articulación de las emociones señalaba con una sencillez aplastante que para regularlas bastaba con pensar en ellas. La reflexión eleva la emoción a la urdimbre sentimental. Antonio Damasio postula que las emociones básicas son primarias, pero al pensarse se convierten en emociones secundarias o sentimientos. En cualquiera de sus ensayos (pero sobre todo en En busca de Spinoza), el neurocientífico aclara que las emociones operan en el teatro del cuerpo y los sentimientos en el de la mente. Nuestro cuerpo nos dice cosas que si sabemos interpretarlas bien devienen en información entrante de primer nivel. En mi ensayo La razón también tiene sentimientos (ver) expliqué lo que supone algo así: «Las emociones suelen alcanzar de un modo rápido la superficie facial, pero las consecuencias somatoviscerales de los sentimientos se manifiestan en el interior del organismo y por tanto se pueden ocultar o manipular». Unas líneas más adelante pormenorizo: «Si las emociones evalúan los incentivos de la recompensa y la repulsa para vertebrar la vida, los sentimientos son el resultado del que se sirve todo sujeto para orquestar la realidad según su batería de predilecciones y comparaciones». Para comprender lo que sentimos necesitamos comprender el mundo de la vida compartida. En Aprender a convivir, José Antonio Marina asegura que «todos los sentimientos pueden ser inteligentes o estúpidos. Por eso debemos enseñar a los niños no sólo a sentirlos, sino también a analizarlos».

Llevo un tiempo educando a un gato y puedo testificar que posee una inteligencia emocional parecida a la de cualquiera de nosotros. Lo que no posee es una aventura ética en la que transforme sus emociones en sentimientos y sus sentimientos en virtudes. Tampoco posee la ficción ética de la dignidad, que es sin embargo el eje central de la pericia humana y el desiderátum para afinar nuestra humanización siempre en tránsito. Puedo parecer hiperbólico, pero tiendo a recelar de todo aquel que en sus disquisiciones repite una y otra vez la relevancia de la inteligencia emocional, pero omite el valor común sobre el que se alfabetizan correctamente todas las respuestas emocionales (la dignidad). Como he escrito muchas veces, somos humanos porque nos relacionamos con el otro, habitamos una comunidad reticular, convivimos con subjetividades análogas a nosotros. Para alcanzar una convivencia afable no hay que cambiar los sentimientos que somos capaces de elicitar, pero sí hay que dar prevalencia a unos en menoscabo de otros. Toda la educación se basa en manipular el deseo, y hacerlo de un modo que lo dirijamos a lo deseable. Lo deseable forma parte de las elucubraciones éticas, fundamentales para domeñar al deseo y sentir acorde a lo deseado, un plano cuya jurisdicción pertenece al orbe sentimental, pero no al emocional. Para que esto ocurra necesitamos aprender a valorar bien, premisa para sentir bien, que a su vez es el preámbulo para actuar bien. Para este cometido urge saber cómo nos gustaría que fuese la convivencia y qué esperamos del ser humano que somos. Y ahí entra la inteligencia, pero no una inteligencia cualquiera, sino aquella que piensa con una mirada crítica, creadora y ética. Una inteligencia sentimental.



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martes, junio 26, 2018

«Sin amigos nadie elegiría vivir»



Obra de Michele del Campo
A mí me maravilla que en todas las encuestas sobre los hábitos de ocio que más nos gratifican a las personas siempre alcance el primer puesto quedar con los amigos. Hace tiempo yo reescribí este hecho afirmando que «lo que más nos gusta a los seres humanos es estar con seres humanos». El lenguaje coloquial es contundentemente delator. En muchas ocasiones quedar con los amigos se abrevia bajo el paraguas conceptual de «salir». Es un infinitivo preciosísimo. La primera acepción del verbo salir que recoge el diccionario de la Real Academia es pasar de dentro afuera. Es una definición pulcra y exacta. Desde su literalidad, se puede anunciar que a las personas nos entusiasma salir de nosotros para entrar en otros como nosotros. Cuando las personas quedamos para salir en realidad lo que hacemos es emplazarnos para degustarnos mutuamente. Esa degustación se llama amistad. Epicuro se refería a ella como la sublimación de lo útil. No hay nada más útil que la amistad porque es la cumbre de nuestra naturaleza política, de nuestra condición de existencias entrelazadas, de la coexistencia mudada a convivencia a través del ejercicio intelectivo. Si no pudiéramos salir para entrar en el otro a través de la amistad, viviríamos en la intemperie. Hete aquí la paradoja. El relente no está afuera, está dentro. Los amigos amparan nuestra existencia, aquello que hacemos con la vida que tenemos y que en algún punto comparte afinidad con lo que hacen ellos con la suya.

Suscribo los argumentos que aduce Aristóteles para explicar por qué la amistad es la matriz de la vida. «Es lo más necesario para vivir. Sin amigos nadie elegiría vivir, aunque tuviera todos los demás bienes. La ausencia de amistad y la soledad son realmente lo más terrible puesto que toda la vida y la asociación voluntaria tienen lugar con los amigos». Los seres humanos necesitamos tierra firme en la que pisar, y esa tierra se llama amistad. En su reciente obra La penúltima bondad, el galardonado con el Premio Nacional de Ensayo Josep Maria Esquirol aporta una perspectiva que valida esta idea, solo que en vez de anudarla a la tierra la eleva al cielo: «La amistad es una de las formas de amor al otro, y también de sentirse amado por el otro. Amar y ser amado. Mientras que amar es contribuir a ensanchar el cielo, ser amado es sentirse visitado por el cielo». Me resulta imposible no citar aquí una rockera y preciosa loa al amigo entonada por Luz Casal. El título de esta canción es Un pedazo de cielo. Es difícil describir mejor a un amigo.

La amistad es un afecto que como todo afecto requiere cultivo y cuidado. El afecto nos permite ver diáfanamente al otro por la asombrosa contorsión sentimental de que lo convierte en «otro yo». En el ensayo La razón también tiene sentimientos formulo el afecto como «el nexo que anuda a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas y que se solidifica con muestras de cariño y cordialidad». La contigüidad del afecto es la compasión y la empatía, y considero que la amistad es su pórtico. La empatía no es ponerse en el lugar del otro como erráticamente proclaman los gurús de la gestión del yo, es imaginar cómo nos gustaría que se pusiese en nuestro lugar el otro si nosotros estuviésemos en el suyo, y aplicarlo en nuestro proceder. Es muy fácil llevar a cabo este ejercicio imaginativo si hay amistad. Como nadie puede ser amigo de todo el mundo puesto que no es posible compartir el afecto con aquellos a los que no conocemos, hemos racionalizado ese afecto para sentirlo allí donde sería difícil su comparecencia. Se trata de un sublime ejercicio ético, y por tanto intelectivo. La amistad con el que no tengo amistad la hemos sentimentalizado como fraternidad, tratar amistosamente a aquel con el que no tengo trato lo hemos sentimentalizado como bondad, sentir el dolor de aquel que sin embargo no es mi amigo es compasión. La fraternidad, la bondad y la compasión engendran la idea de la justicia. La ética intenta este expansionismo por el cual salimos del círculo de la amistad pero comportándonos como si estuviésemos dentro de él. Ahora se comprenderá perfectamente por qué Aristóteles anuncia en su Ética que «la justicia es, en efecto, la amistad generalizada». Miles de años después no hemos encontrado nada nuevo ni mejor para humanizar lo humano.

La camaradería y los amigos son pura analgesia contra la ineluctabilidad de las contrariedades con las que tarde o temprano nos encontraremos por la eventualidad biológica de haber nacido. Las tribulaciones de la vida, o su dificultad inherente, se exorcizan con el agua bendita de la amistad, o de la ética, o de la política entendida aristotélicamente, si se comportan y nos comportamos como amigos con aquellos con quienes formamos parte de la familia humana. Incluso podemos ir más lejos todavía y adentrarnos en un territorio mágico. La soledad a la que estamos confinados cada uno de nosotros como subjetividades irreemplazables y corporalidades atomizadas solo se amortigua con los nexos sentimentales que nacen de la compañía de amigos (incluyo aquí a los seres queridos, que si son queridos son tan amigos como los amigos). Compartir la intimidad es una forma de evitar que esa misma intimidad nos corroa cuando somos incapaces de cauterizar las heridas biográficas, dosificar la peligrosa introspección, o dejar de rumiar obsesivamente lo que erosiona nuestra serenidad.  Esta intimidad se comparte con un par de amigos porque sabemos que solo el afecto que nos profesan puede derrocar a la pena que se atrinchera en lo más profundo de nosotros. Pero también necesitamos compartir la intimidad cuando vivimos episodios de bonanza, puesto que la alegría íntima induce a su propia difusión y solo alcanza su completud cuando se comunica a los amigos. A esos amigos los llamamos amigos íntimos. Amigos que nos dejan entrar en ellos para que podamos salir de nosotros y a los que nosotros dejamos entrar en nosotros para que ellos puedan salir de ellos. En este entrar y salir late lo más hermoso de la acción humana.



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martes, junio 12, 2018

Existir es una obra de arte


Obra de Aleah Chapin
Recuerdo que hace unos años soñé con redactar un ensayo en cuyo título se subrayara que ser persona es una tarea. Ortega y Gasset recalcó que «la vida humana consiste siempre en un quehacer, en una tarea para construir la propia vida». Cuando escribí La razón también tiene sentimientos / Los sentimientos también tienen razón tuve muy claro que su subtítulo debería conexar con la acción humana, puesto que toda acción guarda un sustrato afectivo y todo sentimiento está subsumido en un conjunto de acciones.  De ahí que subtitulara este ensayo con el mucho más preciso nombre de El entramado afectivo en el quehacer diario. El quehacer diario es el borboteo de actividades que cada uno elige desde la iniciativa y la inventiva para que su existencia se singularice, se divorcie de una producción seriada en la que los fines los adopta una entidad ajena que propende a la homogeneización y la uniformidad. Si fuera así, si los fines y la prevalencia de unos sobre otros los escogiera un punto focal heterónomo, entonces el ser humano no sería autónomo, no tendría dignidad, no tendría valor, y desde luego no podría ser ético. Victoria Camps asegura que la moral no es un añadido del ser humano, sino ese mismo quehacer. Somos sujetos éticos porque, a pesar de las mediaciones socioculturales y económicas, los episodios contingentes, las limitaciones biológicas y los determinismos inconscientes, podemos elegir. Disponemos de un marco de autonomía en el que nos constituimos en soberanos plenos.

La afectividad humana no albergaría sentido si no existiera el hábitat de la acción. Somos existencias, tenemos una vida que desplegamos con otras existencias en un lugar de encuentro que llamamos mundo (de aquí mi insistencia en reclamar nuestra condición de existencias al unísono, que es como se titula la trilogía a la que he dedicado los últimos años de mi vida). Intentamos acomodar esa vida en acciones, en hechos que nos van volviendo nítidos en nuestra relación intrasubjetiva con nosotros mismos y en la intersubjetiva con los demás. Somos sujetos éticos porque decidimos esas acciones, que a su vez son subsidiarias de los fines que queremos para nuestra existencia. Los fines son las ideas de lo que esperamos de nosotros, son elegidos y  aspiramos a convertirlos en hechos a través de un cómputo de acciones. Por eso la biografía es una tarea autoral. Esa tarea consiste en elegir las decisiones que ejecutamos a  cada momento y que se traducen en acciones y omisiones. La vida no tiene ningún sentido, pero afortunadamente se lo podemos dar convirtiendo nuestra existencia en un proyecto. Cuando ese proyecto se solidifica en un conjunto de acciones, nuestra existencia se yergue en una producción artística en la que nos transformamos a nosotros mismos según el fin elegido.

Ser los autores de nuestra vida es ser los artistas de nuestra vida. Existir se transfigura en una increíble aventura creativa. En su ensayo El arte de la vida, Zygmunt Bauman nos da la clave para entender qué es un artista y aclarar mejor su presencia en la perspectiva vital: «Ser artista significa dar forma a lo que de otro modo no lo tendría». Y añade que «la vida es un arte porque está abierta a lo que hagamos con ella». El diccionario de la Real Academia señala que artista es «la persona que cultiva alguna de las bellas artes», y yo creo que no hay arte más bella que elegir qué quieres hacer con tu existencia y ponerte a modelarla. En el precioso texto De la dignidad del hombre del renacentista Pico de la Mirandola se enfatiza este horizonte con una metáfora similar. El autor pone en boca de una entidad creadora las siguientes palabras dirigidas al animal humano:  «No te he hecho celeste ni terreno, mortal ni inmortal, con el fin de que tú culmines tu propia forma libremente, como un pintor o un escultor». Evoco a Jesús Mosterín en su ensayo Racionalidad y acción humana para pormenorizar un poco más esta idea neurálgica: «La elaboración del plan de vida es una creación artística. El vivir conforme al plan de vida es una ejecución artística». De ahí que él distinga con mucha perspicacia entre ser autores y ser intérpretes de nuestra vida. Muchos son intérpretes, pero no autores. La confección de nuestra vida se produce a través de elecciones esencialmente prospectivas en las que optamos por unas decisiones y sacrificamos otras que van configurándonos como obra de arte. Como no podemos no elegir, elegir hace que ser persona y ser artista sean una misma dimensión. Sartre releyó negativamente esta realidad y la abrevió en que «estamos condenados a ser libres». Le podemos dar un cariz positivo. Podemos proclamar orgullosamente que tenemos el deber de hacernos obra de arte.

Es en el domino político en el que las existencias interseccionan para cubrir sus necesidades y poder dedicarse a establecer fines y las tácticas para conquistarlos. Donde hay necesidad no hay autonomía, lo que equivale a decir que la singularidad artística en la que podemos autoconstituirnos se evaporaría si padecemos el autoritarismo de las necesidades que nos impiden elegir fines. Como solo en escenarios de interdependencia se pueden cubrir esas necesidades, necesitamos la ayuda de los demás para que podamos convertir nuestra vida en una acción creativa. Esa ayuda estriba en el ejercicio de la mutualidad y su encarnación en instituciones. La ética requiere de la política para que podamos fabularnos y apropiamos de fines. Cuando eso ocurre, cada uno de nosotros se está transformando en un artista que intenta aproximarse a ese contenido en el que su existencia colma fines que le hacen sentirse gratificado por existir. Ese momento lo podemos llamar felicidad, o sabiduría, o quizá obra de arte. Sospecho que las tres palabras significan lo mismo.



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martes, marzo 13, 2018

«El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza»



Hoy martes 13 ve por fin la luz El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo (ver tienda). Se trata del libro que sostengo en mis manos. Este ensayo cierra la trilogía Existencias al unísono iniciada con La capital del mundo es nosotros. Un viaje multidisciplinar al lugar más poblado del planeta (2016) y La razón también tiene sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario (2017).  Si el primer ensayo orbitaba en torno a la magnitud social (ética política) y el segundo colocaba la luz del proyector en la construcción de la afectividad (ética sentimental), este tercero se centra en el concienzudo análisis del procedimiento que el rebaño humano de mujeres y hombres hemos ideado para poder entendernos sin hacernos daño en nuestra condición de entidades reticulares que comparten espacio, recursos e intereses (ética discursiva). Somos existencias anudadas redárquicamente a otras existencias en el mundo de la vida, y este acontecimiento, que nos permite plenificarnos, también provoca fricciones que debemos articular de un modo educado y pacífico.

Freud señaló que la civilización se inauguró el día en que un ser humano en vez de atacar a su enemigo con la punta afilada de un sílex le profirió un insulto. Utilizó la palabra en vez de la fuerza. Sin embargo, lo contrario de la fuerza no es el despliegue de la palabra, lo contrario de la violencia no consiste en la eventualidad del habla. El ideal que perseguimos en la tarea de humanizarnos necesita un tipo de palabra concreto en una estructura que nos predisponga éticamente a entender a la otredad con la que existimos al unísono. Cuando esa palabra y esa estructura protagonizan las interacciones, la inteligencia vence a la fuerza y el ser humano se aproxima al ser que sería bueno que fuéramos. Tras la experiencia inaugural de la palabra, este nuevo régimen necesita indefectiblemente una ecología de la palabra educada para maximizar su desempeño civilizatorio, una tecnología para hacernos visibles y unos recursos para compatibilizar la discrepancia. He aquí citados los títulos de los cuatro capítulos que conforman El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza.

La larga investigación en este particular ecosistema me hace ahora asentir sin apenas asomo de duda que lo más medular de la experiencia del diálogo depende de elementos que no vinculan con el diálogo en su visión más estereotipada. Una  observación reduccionista relee el diálogo como competencia para la comunicación eficaz, pero esta acepción miniaturiza e incluso en ocasiones ningunea el logo que el diálogo porta en su etimología y en su quintaesencia.  Dos no se entienden si uno no quiere, pero para entenderse es necesario que los agentes discursivos anhelen entenderse. Ese deseo es anterior al evento comunicativo. El diálogo demanda una inclinación ética que dé paso al concurso de los sentimientos de apertura y atenúe los sentimientos de clausura, el único modo en el que la inteligencia puede triunfar sobre la fuerza. Diálogo y ética acaban siendo una misma magnitud afanada en incluir al otro en nosotros. Es en esta geografía radicalmente humana donde este ensayo fija su atención. Y lo hace desde la plena conciencia de que este triunfo, cuando acontece, que no es siempre, vive en una permanente transitoriedad. O se renueva a cada instante, o se retrocede a cada momento. 


(·) El libro se puede adquirir clikeando aquí.



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La trilogía "Existencias al unísono" en la editorial CulBuks.


martes, marzo 06, 2018

No todas las conductas valen lo mismo




Obra de Michele del Campo
Las líneas maestras para que la convivencia sea la casa natal en la que la existencia de cualquiera de nosotros pueda aspirar a una vida digna no se deben franquear, o su vulneración no se puede tolerar. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski cuenta que «si Dios no existe, todo está permitido». Al margen de la existencia o inexistencia de Dios, hay muchas cosas que no se pueden permitir, y muchas tantas que uno no debe permitirse. No es otra la finalidad prescriptiva del derecho, y también de la conducta ética cuando incluye a los demás en las deliberaciones y las decisiones que sin embargo poseen genealogía personal. Para una buena dirección del comportamiento me parece mucho más relevante esta segunda dimensión, porque la primera convertiría la vida humana en un imposible estado de permanente vigilancia inquisitorial. Si alguien menoscaba los principios mínimos para que puedan plegarse los máximos, no queda más remedio que recurrir a la sanción o a la restauración, aunque es innegable que lo ideal sería la autorregulación. No se puede dialogar con quien niega la igualdad jurídica de los ciudadanos, aplaude el homicidio, justifica la violencia como un medio lícito para instituir ideas o coronar fines, alienta la explotación y el sometimiento, o considera que en función del sexo, la raza, la nacionalidad o la religión unas personas poseen supremacía sobre otras. Dicho de otro modo. No se puede tolerar aquello que pone en jaque la vida que nos gustaría vivir a todos tras un escrutinio racional de lo que sería bueno vivir. Adela Cortina nos evita muchas discusiones bizantinas en torno a este tema. En Razón comunicativa y responsabilidad solidaria enumera lo que habría que poner en la primera línea de salida para establecer criterios de verificación de lo que debería cumplirse en la textura social: la satisfacción de las necesidades humanas, el cumplimiento de los derechos humanos, la eliminación del sufrimiento humano innecesario, la armonización de las aspiraciones humanas intrasubjetivas e intersubjetivas.

En el extenso arco de las conductas unas son más compatibles que otras para lograr estos objetivos. No estoy diciendo nada extraordinario porque toda la anhelada educación en valores parte de esta premisa. En el luminoso Invitación a la ética, Savater escribe que «la ética significa búsqueda de la mejor manera posible de vivir, búsqueda de la mejor vida posible, pero vida humana, es decir, compartida». Esta búsqueda nos obliga a discriminar, a juzgar, a deliberar, a pensar, a inteligir, a discernir, a valorar, a elegir. No es lo mismo relacionarse con el otro como si fuera un objeto en vez de como si fuera un equivalente dotado de la misma dignidad que solicito para mí. No es lo mismo contestar con antipática sequedad a quien discrepa que tratarlo amistosamente a pesar de no coincidir en la visión del orden de las cosas. No es lo mismo responder con una agresión física que con un crítica argumentada cuando alguien nos lleva la contraria. No es lo mismo ser un querulante que un conciliador. No es lo mismo ser equitativo que déspota. No es lo mismo acceder al espacio interpersonal con vocación colaboradora y pensar también en los intereses de los otros que adentrarse allí con apetito competitivo y solo pensar en la satisfacción de lo propio a costa de que los demás no puedan satisfacer nada de lo suyo. No es lo mismo rapiñar lo común que protegerlo para beneficio de la colectividad de la que también uno forma parte. No es lo mismo ser negligente que ser diligente. No es lo mismo ser un desalmado que hospedar sentimientos de apertura (por proseguir con la nomenclatura que empleo en La razón también tiene sentimientos -ver-). No es lo mismo ser empático que contraempático. Nunca nada se equivale. Si no fuera posible ponderar los comportamientos, no habría espacio para la deliberación ni las evaluaciones éticas. Deslindar estos territorios parece una labor que demanda años de estudio e investigación, pero la experiencia del obrar coadyuva más a discernir cuestiones éticas que cualquier tratado del comportamiento humano. 

Es muy fácil detectar qué conductas benefician y qué conductas perjudican la vida en común. Basta con ver cuáles esgrimimos en las interacciones con aquellos que nos quieren y también queremos, y cuáles ni se nos pasa por la cabeza emplear en este escenario presidido por el cuidado, la atención y el afecto. En su último libro, El bosque pedagógico, José Antonio Marina apela al carácter evolutivo de las culturas para comprender mejor estas experiencias humanas y la deseabilidad de unas conductas y unos sentimientos sobre otros. «Todas las sociedades se han enfrentado a los mismos problemas en su intento de alcanzar la felicidad objetiva, la organización justa que facilite a todo el mundo el acceso a su felicidad subjetiva». El autor cifra en nueve los problemas sobre los que hemos reflexionado para acceder a recursos que nos permitan aspirar a la felicidad personal: el valor de la vida propia y ajena; la relación del individuo y la tribu: la gestión política; la producción y distribución de bienes; la resolución de conflictos; la sexualidad, la familia y la procreación; el trato con los débiles, enfermos y ancianos; el trato con los extranjeros; el trato con los dioses y el más allá. Me atrevo a decir que tolerable es toda conducta que tributa valor a la vida y la eleva a acontecimiento significativo en el rastreo de soluciones a estos problemas, e intolerable es aquella que hostiga o directamente usurpa el insuprimible valor de la dignidad a cualquiera de nuestros pares que lo posee por el hecho de existir. Los treinta artículos de los Derechos Humanos pueden erigirse en adecuada guía para elegir bien la orientación de nuestro comportamiento. Todo lo que cabe en ellos o los amplía para fortalecer la tarea de ser un ser humano es tolerable, toda conducta que los rasga es intolerable. Y lo intolerable no se debe tolerar. Es decir, dulcificando la expresión, tolerancia cero a aquella conducta que incumple los mínimos e impide así que los demás puedan aspirar a los máximos.



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martes, enero 30, 2018

Sentimentalismo, la publicidad de los sentimientos

Obra de Alexa Meade
Los sentimientos son el resultado de la evaluación permanente con la que cotejamos la implantación de nuestros deseos en la realidad. Son la respuesta a la cotidiana pregunta de cómo nos van las cosas.  La contestación que nos damos a nosotros mismos configura nuestro mapa sentimental. Si concluimos que las cosas nos van bien nos alegramos, nos entusiasmamos, nos exultamos, nos autorrealizamos, nos sentimos orgullosos, nos envanecemos, nos  engreímos, acaso sintamos el cosquilleo de dar envidia.  Si esas mismas cosas nos van regular, entonces puede ocurrir que nos inquietemos, nos desazonemos, nos mustiemos, nos aburramos, nos enfademos, nos entristezcamos, nos frustremos. Finalmente, si las cosas nos van mal, podemos amargamos, indignarnos, odiarnos u odiar,  encolerizarnos, apocarnos, autocompadecernos, deprimirnos, congratularnos en la mortificación y el autodesprecio, aprestarnos a acomodarnos en una pena irresoluta. Incluso podemos padecer una de las experiencias más graves con que la vida nos daña: caer derrotados por el sentimiento autorreferencial de inutilidad y su peligrosísima indefensión aprendida. 

El sentimentalismo efectúa estas mismas evaluaciones afectivas, pero, a diferencia de una sentimentalidad bien alfabetizada, las desmesura y las acerca al espacio público. El sentimentalismo no es el énfasis de los sentimientos en la articulación de la vida, ni la centralidad del mundo sentimental en el escrutinio del quehacer diario en detrimento del cognitivo  (segregación por otro lado imposible, porque ambas magnitudes son un continuo: cuanto mejor pensamos, mejor sentimos, y viceversa). El verano pasado leí un elocuente ensayo sobre este tema titulado Sentimentalismo tóxico, de Theodore Dahumple. Aunque divergía en muchas de las ideas periféricas con las que el autor salpicaba su argumentación, sí compartía su acerbada crítica al sentimentalismo. Lo definía como «un exceso de emociones falsas, sensibleras y sobrevaloradas si se las compara con la razón». Unas páginas más adelante subrayaba su finalidad: «La desaparición de la frontera entre el ámbito de lo privado y lo público es uno de los objetivos que persigue el sentimentalismo». Para combatirlo proponía el desarrollo del sentido de la proporción.

En el sentimentalismo el orbe sentimental brinca a la esfera pública, es decir, el sujeto airea lo más profundo de él en el espacio más superficial. La verbal incontinencia sentimental en los dominios ajenos a la privado se puede considerar impudicia afectiva. Para mantener incólume nuestro autorrespeto, consideramos que es mejor que el yo íntimo se despliegue solo en un espacio análogo. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, autor de la colosal Teoría de los sentimientos,  distinguía entre el yo íntimo y el yo privado. El yo privado es el yo que almacena información que no comparte con nadie, mientras que el yo íntimo es aquel que comparte lo íntimo con aquellas personas que considera tan próximas y en las que confía tanto que al transferírselo pasan a denominarse «íntimas».

La liberalización económica trajo en paralelo una liberalización de la confesión sentimental. Si hace unas décadas el mercado operaba en un círculo claramente delimitado, ahora lo hace en todo los ríncones de la vida humana, incluidos por supuesto los que no cursan en absoluto con la lógica lucrativa. Al orbe sentimental le ha ocurrido algo similar. Otrora los sentimientos se compartían en una intimidad reducida, ahora se expanden por todos lados, expansión que se ha hipertrofiado gracias a la digitalización del mundo y su ubicua conectividad. El sentimentalismo  ha crecido a medida que el marketing y el neuromarketing entendieron que toda marca necesita vincularse a valores éticos y a sentimientos ennoblecedores para su explotación comercial. Como mimetizamos las derivas del mercado, era una mera cuestión de tiempo normalizar la exhibición de sentimientos  de ese yo que ahora se desenvuelve en los dominios compartidos como si él también fuera una marca (el neolenguaje del management propende a catalogarlo así). El sentimentalismo apela a los sentimientos como elemento persuasor para la conquista de un interés. Exactamente igual que las mercancías en los relatos publicitarios.

El sentimentalismo cree erróneamente que una inflación cognitiva trae consigo una devaluación sentimental, por lo que empapa su relato de sensiblería. Además, como el corazón nunca se equivoca, según pregona la literatura frugal que aborda estos temas,  el sentimentalismo ha encontrado en los sentimientos el parapeto a cualquier objeción. «Son mis sentimientos», o «es lo que yo siento», son los razonamientos que utiliza el sentimentalismo para eludir el costoso proceso de argumentar para poder entendernos. Más todavía. Existe un tópico que divulga que es bueno mostrar los sentimientos.  Es una afirmación maximalista que como todas adolece de falta de matices. Mostrar los sentimientos es bueno dependiendo de cuándo, cómo, dónde, a quién, por qué y para qué. Responder juiciosamente a estos interrogantes y conducirse por las respuestas supone la inevitable muerte del sentimentalismo.



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martes, octubre 31, 2017

Con el amor propio hemos chocado



Obra de Sean Cheetham
Lo confieso públicamente en este Espacio Suma NO Cero. No me gusta la expresión amor propio. Es equívoca y encierra en sí misma una contradicción semántica irresoluble. El amor es un poderoso sistema de motivación en el que se aglomeran muchos sentimientos en los que siempre aparece la figura del otro, un potente deseo para eslabonar una biografía con otra biografía en la estrategia vital, un proyecto para yuxtaponer los fines propios con los fines del otro a través de un ensamblaje que hace millones de años revolucionó axiológicamente la vida humana. En sus albores, el amor era la cristalización del cuidado al otro. No guardaba relación ni con la atracción física ni con la sexualidad. Amar a alguien era sinónimo de cuidarlo, atenderlo, prestarle atención, ayudarlo. Esa experiencia del cuidado que requiere nuestra connatural fragilidad es la que nos confirió la humanidad que ahora nos singulariza en el reino de los seres vivos. Aunque parezca antitético, estar asistidos es lo que permite que podamos valernos por nosotros mismos en todo lo demás. Sin embargo, en el amor propio se suprime la presencia del otro y es uno mismo el que, en un ágil ejercicio de funambulismo sentimental, se desdobla para cuidarse. 

Con el amor propio ocurre algo que a mí no deja de sorprenderme cada vez que incursiono en sus dominios para estudiarlo. A pesar de la enorme malla tupida de palabras que poseemos para describir lo que acaece y así colorear con más precisión los muchos cromatismos del mundo, el amor propio indica dos direcciones explosivamente dispares. Le ocurre lo mismo a la soberbia y al orgullo, con quienes el amor propio comparte estrechos lazos de parentesco. En el ensayo La razón también tiene sentimientos agrupé familiarmente los tres conceptos bajo la nominalización de las desmesuras del ego. En una dirección el amor propio vincula con conductas que sedimentan en una terquedad fósil, en empecinamiento o cerrilismo, en la cultivada inutilidad de ser orgulloso (que nada tiene que ver con sentir orgullo). Tener amor propio en este caso significa no claudicar cuando todos los indicios recolectados desde la racionalidad invitan a hacerlo. No se capitula para no admitir el yerro y por tanto nuestra condición de seres falibles, o para  no aceptar una propuesta presentada por otro que, en una absurda interpretación competitiva de la vida, lo situaría por encima de nosotros. La mayoría de los analistas de conflictos con los que he hablado suelen afirmar que el setenta por ciento de los problemas se cronifican a causa del inmovilista amor propio de los implicados. El amor propio es un muro imposible de franquear por los protagonistas que sin embargo saben muy bien que la posible solución a su conflicto se localiza precisamente al otro lado.

La extraña ramificación de esta expresión nos conduce también hacia un territorio absolutamente distinto. Amor propio es sinónimo de autorrespeto. El autorrespeto es proteger la propia dignidad en las inevitables interacciones con los demás que nos depara el nicho humano compartido. Se trataría de preservar de cualquier mácula el valor que poseemos por el hecho de ser personas. Tener amor propio cursa aquí con la auroral idea del cuidado, porque es el deber estricto de cuidar de nuestra propia dignidad e impedir que nadie la lastime. Entramos en la esfera de la identidad, la autoestima, el autoconcepto, la consideración, el prestigio, la reputación, el valor positivo que todo ser humano reclama para sí. Tener amor propio es mantener intacta toda esa esfera de valores positivos y beligerar contra aquel que intente abollarla. Aunque los fines que persigue el amor propio en esta segunda acepción son siempre meritorios, no están exentos de riesgos en los que es fácil tropezar. Quererse a uno mismo es plausible, pero si ese amor se vuelve insoportablemente excesivo, si se profesa con devoción enfermiza, entonces se pervierte en egolatría. La egolatría y la estupidez acaban fundiéndose en una misma entidad, como muy bien advirtieron los clásicos que estudiaron los pecados capitales. Como todo en exceso es veneno, vindiquemos el amor propio, pero no seamos negligentes con los matices. Amor propio, sí, pero en la dirección que nos mejora. Y en la porción adecuada. 



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martes, agosto 01, 2017

El diálogo no es posible cuando los sentimientos son los únicos argumentos



Obra de Osamu Obi
La práctica deliberativa es radicalmente humana. Aristóteles lo advirtió al constatar que los dioses no abrigan dudas en sus decisiones y los animales viven bajo el irreversible mandato de un instinto que no admite controversia. Sin embargo, los seres humanos somos autónomos, podemos elegir qué hacer y cómo para convertir en acto lo que cobijamos embrionariamente en potencia. Podemos transportar la posibilidad a la realidad. La propiedad humana más reseñable es la posibilidad, que trae anexada la capacidad creadora. Somos creadores porque somos capaces de ver posibilidades, imaginar lo que no existe para hacerlo existir. El ser humano es un ser que elige y en esta singularidad radica nuestra autonomía. Por eso deliberamos, que es el ejercicio creativo destinado a descubrir y barajar opciones; decidimos, actividad consistente en decantarnos por la opción más idónea a costa de sacrificar todas las demás; y actuamos, que es el instante en que la decisión se troca en impulso volitivo, la posibilidad seleccionada se transborda a la acción. Este proceso no es nada fácil cuando se realiza a título individual, pero su complejidad se ensancha sobremanera cuando entran en juego terceras partes. Si hemos de compartir una decisión con alguien que disiente de la que nos gustaría elegir a nosotros, la deliberación puede llegar a ser larga y sinuosa hasta lograr la hazaña discursiva de compatibilizar la discrepancia. Necesitamos dialogar.

Puede ocurrir que en este proceso deliberativo una de las partes implicadas exponga sus sentimientos como los únicos argumentos que respaldan su decisión. «Son mis sentimientos» es una alocución tristemente usual cuando una persona quiere indicar una postura inamovible, una razón que anuncia la muerte del diálogo porque no se puede interpelar. Los argumentos se pueden refutar, pero los sentimientos que no atentan contra los Derechos Humanos se deben respetar. ¿Quiénes somos cualquiera de nosotros para cuestionar esos sentimientos de alguien que no somos nosotros? Se delibera sobre lo que puede ser de otra manera, pero exigir esta máxima a los sentimientos descritos por una persona denota falta de consideración a la persona, arrogarse una ficticia soberanía sobre ella y una severa profanación a su templo afectivo. Entrar sin permiso en ese rincón sagrado para ponerlo en crisis es una apostasía contra la religión del respeto. En La razón también tiene sentimientos (ver) pormenorizo la construcción sentimental. Se puede resumir en que los sentimientos son imbricados conglomerados  de incidencias emocionales, fisiológicas, cognitivas, axiológicas, desiderativas, biográficas. Desde hace unas décadas las industrias del sé tú mismo han uncido a los sentimientos de una  aureola de autenticidad  que no admite la comparecencia de la duda bajo el muy discutible axioma de que el corazón nunca se equivoca. Con estas condiciones preliminares se antoja difícil entablar diálogo alguno con quien enarbola la infalibilidad de los sentimientos. El diálogo es precisamente lo contrario. Buscar mancomunadamente evidencias mejorables que mermen la falibilidad humana.

Quien trae a colación sus sentimientos en mitad de un proceso argumentativo es porque no quiere abordar un diálogo que requiere la exposición de argumentos, no de sentimientos. Los sentimientos están embebidos de argumentos, pero quien cita en bloque su aparataje sentimental lo suele utilizar a modo de proteccionismo argumentativo. Se puede explicar discursivamente la construcción del sentimiento, pero cuando el sentimiento se anuncia solo nominalmente y sin explicación alguna es una fortaleza inexpugnable para cualquier argumento. Su presencia clausura el diálogo llevándolo a un lugar en el que no es posible dialogar. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innenarity diagnostica que «cuando no se cultiva la argumentación los seres humanos se atrincheran en la única posición que consideran propia: sus sentimientos ante las cosas. Nuestros sentimientos no son un principio suficiente para hacer respetar nuestra posición, porque no pueden determinar qué es significativo». Si alguien se amuralla en sus sentimientos como único argumento,  la inteligencia no tendrá argumentos que discriminar, no habrá espacio para construir esa intersección que requiere el diálogo en su función de empresa cooperativa. Solo se puede argumentar con el interlocutor que también desgrana argumentos, y los sentimientos no lo son, aunque paradójicamente, y como escribí antes, estén plagados de ellos de un modo velado. Otra cosa muy diferente es que nuestro interlocutor esgrima los argumentos sobre los que se edifican sus sentimientos. Ahí sí se puede deliberar. Ahí sí se puede llevar a cabo la ejercitación de la palabra que se enreda con otras palabras para encontrar la mejor posibilidad que nos podamos llevar a la realidad. Esa posibilidad elegida y compartida la solemos bautizar como solución.


lunes, marzo 20, 2017

Los sentimientos también tienen razón


La razón también tiene sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario  (CulBuks, 2017) es el segundo ensayo de la trilogía Existencias al unísono. La trilogía se inauguró con La capital del mundo es nosotros. Un viaje multidisciplinar al lugar más poblado del planeta (CulBuks, 2016). Se trata de un estudio de la interdependencia humana y de las formas de articularla en el paisaje social a través de la dimensión cooperativa y el cuidado. Completa la tríada El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo (CulBuks, 2018). Este tercer y último ensayo hace apología de la experiencia discursiva asociada a la bondad y a la racionalidad para poder entendernos en nuestra irrevocable condición de existencias anudadas a otras existencias. En Los sentimientos también tienen razón se analiza la afectividad humana para vindicar la conversión de los sentimientos de apertura al otro en automatismos éticos que plenifiquen la convivencia.De este modo la trilogía incide en la ética política, la ética sentimental y la ética discursiva. Tres magnitudes que no dejan de ser la misma en el espacio de las interrelaciones humanas.

La idea cenital de La razón también tiene sentimientos es lograr el automatismo ético en nuestras decisiones para allanar la convivencia y la aventura de seguir humanizándonos, cómo engendrar aquellos sentimientos que nos faciliten la tarea de ser el ser humano que nos gustaría ser. No es un trabalenguas. La invención de una segunda naturaleza (la cultura) nos permite construirnos según nuestros fines dentro de las limitaciones del marco biológico, una singularidad maravillosa y exclusivamente humana. El ensayo ofrece una taxonomía de origen binario, bifurcando los sentimientos en sentimientos de exclusión y de apertura al otro, aunque partiendo de que ambos tipos de sentimientos coexisten y palpitan simultáneamente en el cosmos afectivo. Se analizan pormenorizadamente para ver su incidencia en el espacio compartido y qué conclusiones podemos extraer. Existen sentimientos que embellecen las interacciones y permiten el florecimiento de nuestra dignidad y existen otros que las envilecen y entorpecen el desarrollo de esa misma dignidad en nosotros y en los demás. Nuestra forma de sentir determinará la elección de la prevalencia de unos sentimientos sobre otros. La autonomía humana nos confiere soberanía para intervenir en esa construcción emotiva. El ensayo desemboca inevitablemente en el orbe ético como paso ineludible para sentir  y convivir bien. 


* El libro puede adquirir en la tienda digital de la editorial CulBuks, o haciendo clic aquí.
* La capital del mundo es nosotros se puede adquirir aquí.



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El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. 
La trilogía "Existencias al unísono" en la editorial CulBuks.