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Obra de Aleah Chapin |
Recuerdo que hace unos años soñé
con redactar un ensayo en cuyo título se subrayara que ser persona es una
tarea. Ortega y Gasset recalcó que «la vida humana consiste siempre en un
quehacer, en una tarea para construir la propia vida». Cuando escribí
La razón también tiene sentimientos / Los
sentimientos también tienen razón tuve muy claro que su subtítulo debería conexar con la acción humana, puesto que toda acción guarda un sustrato afectivo
y todo sentimiento está subsumido en un conjunto de acciones.
De ahí que subtitulara este ensayo con el mucho
más preciso nombre de
El entramado
afectivo en el quehacer diario. El quehacer diario es el borboteo de
actividades que cada uno elige desde la iniciativa y la inventiva para que su existencia
se singularice, se divorcie de una producción seriada en la que los fines los adopta
una entidad ajena que propende a la homogeneización y la uniformidad. Si fuera así, si los fines
y la prevalencia de unos sobre otros los escogiera un punto focal heterónomo, entonces
el ser humano no sería autónomo, no tendría dignidad, no tendría valor, y desde
luego no podría ser ético. Victoria Camps asegura que la moral no es un añadido
del ser humano, sino ese mismo quehacer. Somos sujetos éticos porque, a pesar
de las mediaciones socioculturales y económicas, los episodios contingentes, las limitaciones biológicas y los determinismos inconscientes,
podemos elegir. Disponemos de un marco de autonomía en el que nos constituimos
en soberanos plenos.
La afectividad humana no
albergaría sentido si no existiera el hábitat de la acción. Somos existencias,
tenemos una vida que desplegamos con otras existencias en un lugar de encuentro que llamamos mundo (de aquí mi insistencia en reclamar nuestra condición de existencias al unísono, que es como se
titula la trilogía a la que he dedicado los últimos años de mi vida). Intentamos
acomodar esa vida en acciones, en hechos que nos van volviendo nítidos en
nuestra relación intrasubjetiva con nosotros mismos y en la intersubjetiva con
los demás. Somos sujetos éticos porque decidimos esas acciones, que a su vez
son subsidiarias de los fines que queremos para nuestra existencia. Los fines
son las ideas de lo que esperamos de nosotros, son elegidos y aspiramos a convertirlos en hechos a través de
un cómputo de acciones. Por eso la biografía es una tarea autoral. Esa tarea
consiste en elegir las decisiones que ejecutamos a cada momento y que se traducen en acciones y
omisiones. La vida no tiene ningún sentido, pero afortunadamente se lo podemos
dar convirtiendo nuestra existencia en un proyecto. Cuando ese proyecto se
solidifica en un conjunto de acciones, nuestra existencia se yergue en una
producción artística en la que nos transformamos a nosotros mismos según el fin
elegido.
Ser los autores de nuestra vida
es ser los artistas de nuestra vida. Existir se transfigura en una increíble aventura
creativa. En su ensayo El arte de la vida,
Zygmunt Bauman nos da la clave para entender qué es un artista y aclarar mejor
su presencia en la perspectiva vital: «Ser artista significa dar forma a lo que
de otro modo no lo tendría». Y añade que «la vida es un arte porque está abierta
a lo que hagamos con ella». El diccionario de la Real Academia señala que
artista es «la persona que cultiva alguna de las bellas artes», y yo creo que
no hay arte más bella que elegir qué quieres hacer con tu existencia y ponerte a modelarla. En el precioso texto De la dignidad del hombre del renacentista Pico de la Mirandola se enfatiza este horizonte con una metáfora similar. El autor pone en boca de una entidad creadora las siguientes palabras dirigidas al animal humano: «No te he hecho celeste ni terreno, mortal ni inmortal, con el fin de que tú culmines tu propia forma libremente, como un pintor o un escultor». Evoco a Jesús Mosterín en su ensayo Racionalidad y acción humana para pormenorizar un poco más esta idea neurálgica:
«La elaboración del plan de vida es una creación artística. El vivir conforme
al plan de vida es una ejecución artística». De ahí que él distinga con mucha perspicacia entre ser autores y ser intérpretes de nuestra vida. Muchos son intérpretes, pero no autores. La confección de nuestra vida se produce a
través de elecciones esencialmente prospectivas en las que optamos por unas
decisiones y sacrificamos otras que van configurándonos como obra de arte. Como
no podemos no elegir, elegir hace que ser persona y ser artista sean una misma
dimensión. Sartre releyó negativamente esta realidad y la abrevió en que «estamos
condenados a ser libres». Le podemos dar un cariz positivo. Podemos proclamar orgullosamente
que tenemos el deber de hacernos obra de arte.
Es en el domino político en el
que las existencias interseccionan para cubrir sus necesidades y poder
dedicarse a establecer fines y las tácticas para conquistarlos. Donde hay
necesidad no hay autonomía, lo que equivale a decir que la singularidad
artística en la que podemos autoconstituirnos se evaporaría si padecemos el autoritarismo de las necesidades
que nos impiden elegir fines. Como solo en escenarios de interdependencia se
pueden cubrir esas necesidades, necesitamos la ayuda de los demás para que
podamos convertir nuestra vida en una acción creativa. Esa ayuda estriba en el ejercicio de la mutualidad y su encarnación en instituciones. La ética requiere de la
política para que podamos fabularnos y apropiamos de fines. Cuando eso ocurre,
cada uno de nosotros se está transformando en un artista que intenta aproximarse a
ese contenido en el que su existencia colma fines que le hacen sentirse
gratificado por existir. Ese momento lo podemos llamar felicidad, o sabiduría,
o quizá obra de arte. Sospecho que las tres palabras significan lo
mismo.
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