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martes, octubre 01, 2019

Negociar es ordenar los desacuerdos


Obra de Serge Najjar
Negociar es el arte de ordenar la divergencia. Cuando dos o más actores negocian, no tratan de eliminar el disenso, sino de armonizarlo en una determinada ordenación para construir espacios más óptimos. Negociar es una actividad que se localiza en el instante en que se organizan los desacuerdos para dejar sitio a los acuerdos. En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza (ver) expliqué el dinanismo de toda negociación, que sustancialmente es el proceso que inaugura la civilización humana: utilizar una tecnología para que las partes se hagan visibles (el lenguaje), invocar una ecología de la palabra educada y respetuosa (diálogo) y urdir tácticas inteligentes para concordar la discrepancia (argumentación). Una de las primeras reglas axiomáticas en conflictología señala que los conflictos son consustanciales a la peripecia humana, y por lo tanto es una tarea estéril aspirar a su extinción. Pero otra de esas reglas afirma que no se trata de erradicar la existencia del conflicto, sino de solucionar bien su irreversible emergencia. Un conflicto solo se soluciona bien cuando las partes implicadas quedan contentas con la resolución acordada. En la jerigonza corporativa se emplea la expresión ganar-ganar para explicar en qué consiste un buen acuerdo bilateral, pero es un recurso dialéctico que a mí me desagrada porque esgrime la dualidad ganar-perder inserta en el folclore de la competición. Si utilizamos imaginarios competitivos inconscientemente inhibimos los cooperativos. Una negociación no estriba en ganar, sino en alcanzar la convicción mutua y recíproca de que las partes en liza han levantado el mejor de los escenarios posibles para ambas. Gracias a este convencimiento uno se puede sentir contento. Parece una trivialidad, pero es este impulso afectivo el que dona reciedumbre a cualquier proceso negociador. Y perennidad a lo acordado.

En una negociación no se trata solo de alcanzar un acuerdo, sino sobre todo de respetar el acuerdo alcanzado. Para lograr algo así es imperativo salvar permanentemente la cara al otro. Esta maravillosa expresión la acuñó Erving Goffman, el padre de la microsociología. Se trata de no acabar nunca un acuerdo con una de las partes dañada en su autoestima. Es difícil alcanzar una resolución cuando en el decurso de hallarla los actores se faltan al respeto, señalan aquello que degrada a la contraparte, son desconsiderados con cada propuesta, enarbolan un léxico y una adjetivación destinada a depreciar o directamente destituir la dignidad del otro. Hace unos días una buena amiga compartió en las redes un antiguo texto de este Espacio Suma NO Cero del que yo me había olvidado por completo. Para publicitarlo entresacó una frase que es la idea rectora de este artículo: «No podemos negociar con quien pone todo su empeño en deteriorar nuestra dignidad». Me corrijo a mí mismo y admito que sí se puede negociar con quien se empecina en devaluarnos, aunque convierta en inaccesible pactar algo que sea a la vez valioso y longevo. Cuando una parte libera oleadas de palabras con el fin de lacerar el buen concepto que el interlocutor tiene sobre sí mismo, se complica sobremanera que el damnificado luego coopere con él. Dirimir con agresiones verbales las divergencias suele ser el pretexto para que las partes se enconen, se enroquen en la degradación adversarial, rehúyan cualquier atisbo de acuerdo.

Es fácil colegir que nadie colabora con quien unos minutos antes ha intentado despedazar con saña su imagen, o se ha dedicado a la execración de su interlocutor en una práctica descarnada de violencia hermenéutica: la violencia que se desata cuando el otro es reducido a la interpretación malsana del punto de vista del uno mismo. El ensañamiento discursivo (yo inventé el término verbandalismo, una palabra en la que se yuxtapone lo verbal y lo vandálico, y que significa destrozar con palabras todo lo que uno se encuentra a su paso) volatiliza la posibilidad de crear lazos, de encontrar puntos comunes que se antepongan a los contrapuestos. Para evitar la inercia de los oprobios William Ury y Roger Fisher prescribieron la relevancia de separar a las personas del problema que tenemos con esas personas. Tácticas de despersonalización para disociar a los actores del problema que ahora han de resolver esos mismos actores. En este proceso es necesario poner esmero en el lenguaje desgranado porque es el armazón del propio proceso. Yo exhorto a ser cuidadosos con las palabras que decimos, nos decimos y nos dicen. La filósofa Marcia Tiburi eleva este cuidado a deber ético en sus Reflexiones sobre el autoritarismo cotidiano: «Es un deber ético prestar atención al modo en que nosotros mismos decimos lo que decimos». Esa atención se torna capital cuando se quiere alcanzar un acuerdo.

En el ensayo Las mejores palabras (actual Premio Anagrama de Ensayo), el profesor Daniel Gamper recuerda una evidencia que tiende a ser desdeñada por aquellos que ingresan en el dinamismo de una negociación: «Si de lo que se trata es de alcanzar acuerdos duraderos, entonces no conviene insistir en aquellos asuntos sobre los que sabemos que no podemos entendernos». Unas líneas después agrega que «los términos de la coexistencia no pueden ser alcanzados si todo el mundo insiste en imponer su cosmovisión a los otros». Justo aquí radica la dificultad de toda negociación, que a su vez destapa nuestra analfabetización en cohabitar amablemente con la disensión. Si negociamos con alguien y alguien negocia con nosotros, es porque entre ambos existe algún gradiente de interdependencia. La interdependencia sanciona que no podemos alcanzar de manera unilateral nuestros propósitos, y que pensarse en común es primordial para construir la intersección a la que obliga esa misma interdependencia. Este escenario obliga a ser lo suficientemente inteligente y bondadoso como para intentar satisfacer el interés propio, pero asimismo el de la contraparte, precisamente para que la contaparte, a la que necesitamos, haga lo propio con nosotros. Contravenir este precepto es ignorar en qué consiste la convivencia.  



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martes, febrero 26, 2019

El amor no se mendiga


Obra de Clare Elsaesser
Este artículo está mal titulado. Un título mucho más ajustado y veraz hubiese sido «El amor no debería mendigarse». Ese debería prescriptivo de este segundo enunciado indica la existencia de mendicidad en los dominios de la relación romántica (entendida como la relación presidida por lazos apasionados, atracción sexual, admiración mutua, creencia indiscutida de que sin el otro la vida no tendría sentido). Desgraciadamente cuando un miembro de la pareja declara la defunción de su amor y por lo tanto la irrevocable clausura del vínculo, puede ocurrir que la parte afectada limosnee ese amor perdido con el fin de recuperarlo y mantener la relación, auque sea incluso en términos desfavorables para sus intereses.  Como ha mistificado que «sin ti no soy nada», emprende lo que haga falta para seguir siendo algo. Hay una brutal disonancia entre estos dos corazones que ya habitan en relatos dispares. Probablemente uno considera derruido el proyecto tras una lenta y meditada maduración de la decisión, y el otro se encuentra con la sorpresa informativa de la ruptura decidida, con su impugnación y su frontal desacuerdo, con el asedio numantino de sentimientos de aflicción y abandono. En esta situación es probable que el que se resiste a la despedida enumere alguna capitulación que sirva de estímulo para que su pareja revise la medida adoptada, recapacite, amplíe los ángulos de valoración, imagine nuevas posibilidades de reencuentro. Todo con el objeto de que se retracte. Si la decisión de poner punto final se mantiene firme, el listado de praxis para evitar ese fatídico punto de no retorno puede ampliarse. Se realizarán nuevas concesiones, renuncias, estrategias acomodaticias, o incluso abdicaciones vinculadas con el autorrespeto, para evitar que la contraparte cumpla lo anunciado.

Traducir la pervivencia del amor en capitulaciones, o en sacrificios que conllevan anulación, o en una pautada espera, o en mutar el régimen sentimental hasta la inmolación, no suele devolver el amor al desenamorado, pero sí puede provocar en el mendicante la corrosiva decepción de amarse poco y muy mal. Hace unos días la escritora, y estudiosa de lo romántico como construcción política, Coral Herrera, que estos días promociona su libro Hombres que ya no hacen sufrir por amor. Transformando las masculinidades, continuación de Mujeres que ya no sufren por amor. Transformando el mito romántico, publicó un artículo titulado Consecuencias de estar con alguien que no te ama. En el texto hablaba de esas situaciones que se dan cuando en una relación uno de los miembros no está enamorado, o no sabe querer bien, o le da miedo, o no se encuentra en el momento idóneo para comprometerse en un proyecto común. Aunque se pespuntean varias ideas, la idea central del texto es que no debemos amar a cualquier precio. Su tesis es que el amor se da o no se da, y por tanto mendigarlo es no entender su genuina semántica. En el ensayo La razón también tiene sentimientos escribí un epígrafe muy extenso en el que postulaba nuestra condición de sujetos pasivos en la experiencia del enamoramiento. En el lenguaje cotidiano solemos decir «me he enamorado», cuando el descriptor más preciso es el de «he sido enamorado». En mis años de estudiante de Filosofía tuve un profesor que calificaba este tipo de vivencias, que se pueden extrapolar a otras magnitudes de la acción humana, como deponencia ontonoética, es decir, acciones en las que el sujeto en vez de activo deviene pasivo, lo que no le impide la recepción de una experiencia. Cuando alguien afirma que se ha enamorado, suelo preguntarle qué ha hecho para lograrlo, y la mayoría de las respuestas se reducen a un lacónico «nada». He aquí la deponencia del sujeto. Si no podemos hacer nada para enamorarnos, resulta poco sensato solicitar al otro el nacimiento o el mantenimiento de un amor sobre el que no alberga soberanía. Nadie puede amar a nadie porque se lo rueguen, así que pedirlo sobra. Si el amor se ha disipado, lo más honesto es disolver la estructura que lo cobijaba, o no levantarla si esa era la aspiración. 

Eva Illouz escribió el ensayo Por qué duele el amor, pero en realidad lo que nos duele no es el amor, sino el desamor, el desamparo afectivo al que nos arroja el final de una relación cuyos lazos se entretejen con lo más profundo y recóndito del ser irreemplazable que somos. Mis adorados 091 cantan entre guitarras eléctricas que «el amor es como el filo de un hacha al cortar», pero también ellos equivocan el sustantivo. Es el desamor el que hace tanto daño que urdimos lo posible y lo imposible para no caer en su poder. Hay una insistencia doctrinal en repetir que el amor no es eterno para apaciguar el dolor que supone separar el diptongo amoroso. Yo estoy en profundo desacuerdo. El amor puede ser biodegradable o no, puede ser efímero o no, puede ser sempiterno o no. Ahora bien, cuando una de las partes confiesa que el amor se le ha evaporado y por tanto ha perimitado, es argumento suficiente para dar por concluido el contrato más peculiar que podemos rubricar a lo largo de nuestra vida. Para que dos personas estén juntas o formen una sociedad (por emplear vocabulario económico) es necesario que ambas deseen estarlo, pero basta con que una no quiera para que el contrato se rescinda unilateralmente sin que se cometa ninguna ilicitud. En la unión es necesaria una ineluctable coparticipación, pero se torna innecesaria en la disolución.

En el esclarecedor El consumo de la utopía romántica, Eva Illouz afirma que «los enamorados contemporáneos presentan al mismo tiempo la personalidad de consumidores posmodernos y la de trabajadores racionales». El amor como bien de consumo se deshecha una vez se ha consumido. La temporalidad y la precariedad que presiden la esfera laboral ha penetrado en una esfera sentimental construida a imagen y semejanza de un contrato de trabajo. Marina Garcés sintetiza la similitud señalando que hemos pasado de liberar el amor a liberalizarlo. A pesar de todas estas devaluaciones, el amor continúa ubicado en los lugares honoríficos de los elementos gestores de la vida humana. Precisamente la posibilidad de que se produzca la temible rescisión unilateral ha debilitado las relaciones y la inversión sentimental en ellas en tanto que pueden fenecer en cualquier inopinado instante, y uno se quede sin amortizar los costes, o sin recibir contrapartidas. De nuevo se releen con operatividad economicista los vaivenes sentimentales, cuando sin embargo toda relación devuelve lo que uno pone en ella, que es lo que ocurre con todo lo adosado al mundo de los afectos. Dicho todo esto, ¿por qué querer estar con alguien que ya no quiere continuar con nosotros?, ¿por qué solicitar amor a alguien que afirma no sentirlo ya?  La derogación del contrato encarnada en la ruptura nos puede entristecer, nos puede arrojar a un estado de pesadumbre, pero no debería envilecernos, ni autohumillarnos, ni adelgazar de contenido la idea de lo que consideramos que debe proveer una relación. No es literal, pero recuerdo una reflexión de Walter Riso en la que afirmaba que hay lazos de dependencia afectiva que más que lazos son la soga con la que nos acabaremos ahorcando. Es cierto. Cuando nos podemos matar metafóricamente por mantener vivo el vínculo que la otra parte rechaza, el amor ya está muerto, o lanzando los estertores que anuncian su muerte. Ahí sí que el amor es como el filo de un hacha al cortar.



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martes, enero 22, 2019

Sin convencimiento mutuo ningún conflicto se soluciona

Tallas de madera de Peter Demetz
Ayer lunes 21 de enero se celebró el Día Europeo de la Mediación. Conozco a muchas mediadoras y a muchos mediadores que con diligencia de hormigas promocionan los beneficios afectivos, sentimentales, relacionales, económicos, temporales, o de preservación de la intimidad, que supone acudir a una mediación y no a la vía judicial para intentar desactivar una desavenencia. Desde aquí les mando un fuerte abrazo y me adhiero a su necesaria labor divulgativa. La mediación se consagra como una negociación destinada a que dos partes acuerden entre ellas la satisfacción de sus intereses con la intervención de un tercero aceptado por ellas, que vehiculará el proceso con el fin de optimizarlo. Este tercero estimula la búsqueda de un espacio de intersección entre los afectados y lo hace desde una posición neutral, imparcial y sin poder de decisión. Lo que acabo de escribir aquí se puede leer en cualquier libro de la abundante producción literaria en torno a la conflictología. Lo que sin embargo echo en falta en esa misma bibliografía es una apología de la convicción, la relevancia de construir convencimiento mutuo sin el cual no se zanja ningún conflicto.

La creación de convicción intersubjetiva por parte de los agentes en conflicto es ineluctablemente el mayor logro de la mediación como proceso de coimplicación tutelado. De este cometido profundamente conectado con la experiencia humana hablaré este próximo viernes 25 en la I Jornada Gaditana de Mediación organizada por Amefa Cádiz y el Despacho Jiménez Caro. Ser soberanos plenos de la decisión final adoptada es el auténtico suministro de convicción. Aquí radica la necesidad de levantar espacios deliberativos en los que aquello que se decide puede llegarse a ser incluso menos capital que la práctica de entrelazamiento consensuado con la que se ha decidido. La deliberación que facilita el proceso mediador crea un espacio para la alfabetización discursiva, pero también para la sentimental, para lograr la deambulación de narrativas con el propósito de que hallen un punto de convergencia llamado solución. La trashumancia del disenso al consenso solo se logra si se acepta la deliberación en marcos de diálogo protocolizados por normas de argumentación. A veces se nos olvida, pero sin convicción no hay solución, o la hay fisurada, o se confunde con un tiempo muerto, o con la latencia. La solución solo se corona con presupuestos de cooperación dialogada.

Cuando hablo de diálogo lo hago desde la dimensión de estructura ética más que de instrumento comunicativo. La palabra ecológica y civilizada crea el marco común en el que se trata de revisar juntos las razones del conflicto para pensarlas de forma distinta, inferir modos de limar la colisión, pero desde una vocación de respeto al otro en el que no hay cabida para la distorsión emocional, la interferencia del lenguaje venenoso o la invasión de malevolencia en el desenterramiento de intenciones. Hay cierta sacralidad cuando un corazón desea entenderse con otro a través del despliegue de cordura, que es exactamente lo que aparece en la trastienda semántica de esta palabra. Cordura proviene de cor-cordis, corazón, y ura es el sufijo que denota actividad. Cordura es la actividad del corazón, que liga con la sensatez, de lo que se puede silogizar que lo sensato es regir la divergencia con el corazón, que a su vez es una manera de solicitar comprensión hacia las acciones del otro. Solo desde esa comprensión se pueden abrir significados nuevos que proporcionen preguntas diferentes para encontrar soluciones no vislumbradas con anterioridad (que son las que han provocado el problema, palabra muy elocuente que etimológicamente significa impedimento situado en mitad del camino).

Frente a otros métodos de resolución de conflictos con los que comparte lazos de parentesco, la mediación no implica la delegación de la inteligencia reflexiva para la construcción de una convicción, sino la apertura de prácticas para el intercambio deliberativo de argumentos en los que los agentes construyen mundo reajustando sus expectativas al ir conociendo las de su interlocutor. En tanto que la solución es una empresa de sinergias, se necesita la construcción de un relato convergente en el que las partes se comprendan como premisa insorteable para la disolución del problema. Cuando dos o más personas hablan no solo dicen, también hacen, porque el hablar es performativo y configura nuevas realidades con la mera pronunciación de palabras y sintagmas. Por eso clichés como que «hablando no se consigue nada» son tremendamente perniciosos tanto para la acción ética como para la acción política entendida como forma de articular la convivencia. La deliberación es un dominio de intelección para pensarnos de modo distinto. La deliberación y el diálogo práctico transforman los modos de sentir, pensar, decir. Huelga añadirlo, pero la narración en la que habita el conflicto solo se soluciona con otra narración cuya redacción y coautoría pertenece en exclusividad a los afectados. He aquí la bondad de la mediación.



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martes, octubre 02, 2018

En la predisposición está la solución (del conflicto)



Obra de Takahiro Hara
La predisposición a solucionar un conflicto lleva en sí misma una elevada cantidad de la posible solución del conflicto. Casi me atrevería a escribir que abraza la totalidad de esa solución, al margen de su contenido siempre que por supuesto desprenda equidad. Mi tesis se sostiene en la sencilla definición de predisposición. El diccionario de la Real Academia la define como acción y efecto de predisponer, y luego anuncia que predisponer es preparar, disponer anticipadamente algo, o el ánimo de alguien, para un fin determinado. La predisposición a solucionar un conflicto es anticipar el ánimo para solucionarlo. La ausencia de esa predisposición dificulta los cauces habituales que se abren en la articulación de un desacuerdo. Si la predisposición a la solución es deficitaria, las herramientas para encontrarla serán igualmente deficitarias o directamente sobrantes. La nulidad o la inoperancia no son inherentes a las herramientas, sino al uso que su portador hace de ellas. Las epistemologías del conflicto insisten plausiblemente en afinar procedimientos y métodos para urdir y facilitar salidas ecológicas e integradoras a las discrepancias, pero mantienen desatendida la predisposición a querer solucionarlas, que es lo que convierte en útil o inútil el procedimiento. Recuerdo que en mis inaugurales incursiones en el campo de la conflictología siempre me preguntaba por la predisposición a solucionar el conflicto. Estaba persuadido de que una vez coronado ese predisponerse todo lo demás devendría fácil.

Para que dos personas se entiendan es prioritario que deseen entenderse, y la edificación de ese deseo es la bóveda de clave de todo lo demás. Mi mirada siempre se detenía en esta esfera de la afectividad, en la raigambre sentimental que hacía que unas personas anhelaran entenderse y otras denegaran con rotundidad la contemplación de esa opción. Rara vez mis ojos se aquietaban en los métodos y en los procedimientos para armonizar la disensión, cuya utilidad desde luego remarco como inobjetable siempre y cuando el ánimo de entenderse capitanee la interacción. Las herramientas son medios para un fin, pero si ese fin se elimina los medios no tienen campo sobre el que operar. En algunas entrevistas que realicé en aquella época a algunas figuras señeras de la disciplina siempre les preguntaba por esta predisposición, qué hacer para estimularla, qué resortes había que activar o cuidar para que el agente se sintiera abducido por ella y actuara en consecuencia. Confesaré que la mayoría de las respuestas eran vagorosas. Este hecho me incentivó a investigar claves éticas y presupuestos sentimentales en las lógicas que sostienen la convivencia para encontrar esa especie de vellocino de oro en el que yo había convertido mi búsqueda incansable de la predisposición. El resultado de esa experiencia nómada yendo de un sitio a otro por las planicies y las cordilleras del comportamiento humano para dar con ella lo acomodé literariamente en las páginas del ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo (ver).

Querer es un verbo muy olvidado en los ensayos de la persuasión y la argumentación como tácticas para disolver diferencias. No es del todo difícil solucionar un problema si las partes protagonistas lo desean solucionar, aunque se torna espinoso subsanarlo si ese deseo está dormido, o ligeramente entumecido, o enervado en la dirección opuesta. Perdón por la obviedad que voy a redactar, pero a veces se nos olvida que nadie se entiende con alguien que no quiere entenderse. Hace años acuñé un aforismo que juega con un refrán de enorme popularidad en los imaginarios. «Del mismo modo que dos personas no riñen si una no quiere, dos personas tampoco se entienden si una de ellas no está por la labor». Es sencillo colegir que si dos personas no se entienden porque una de ellas no quiere, resulta del todo imposible ese entendimiento cuando ambas partes lo declinan de antemano y se oponen a la mínima concesión que pueda complacer parcialmente los propósitos del otro. A veces no es necesario que nadie empalabre esta negativa. Los hechos son el lenguaje que se utiliza para hablar sin decir ni una palabra, y hay actos que albergan la misma o más elocuencia que el monosílabo «no» proferido reiteradamente.

Podemos orientar en una dirección positiva el apotegma anterior. «Dos personas multiplican exponencialmente las posibilidades de entenderse si las dos muestran voluntad para ello». El interés de entenderse se supraordina a los intereses que han demostrado incompatibilidad en el tiempo y en el espacio y que por tanto solicitan mutua coordinación. Esta predisposición conexa con la edificación sentimental de los sujetos, no con la erudición topográfica de los conflictos. No hay mejor estrategia para la prevención de un conflicto y para predisponernos a solucionarlo higiénicamente en el supuesto de que irrumpa que educarnos en las lógicas de la convivencia y de las interdependencias que trae adjuntas. A mí me asombra la laxitud intelectiva y sentimental de muchos sujetos para entender y sentir que la vida es un acontecimiento interdependiente (así titulé el primer capítulo de La capital del mundo es nosotros -ver-), y que es esa interdependencia bien metabolizada la que origina el predisponerse. Entreveo que el inflacionismo de un yo atomizado y competitivo y las exigencias de la autorrealización personal desvinculadas de marcos éticos han erosionado gravemente la conciencia de las interdependencias. Un obstáculo muy serio para la predisposición de la que estoy hablando.

Hay un impreciso momento en la reflexividad humana en que la predisposición y la solución convergen en un punto sentimental que yo llamaría concordia. No siempre aparece en la intersubjetividad, pero cuando lo hace debe su ocurrencia al patrocinio de la concordia. No puedo por menos de recordar aquí la razón cordial de Adela Cortina. La etimología de la palabra concordia es inequívoca. El prefijo con significa junto, cor-cordis, corazón, y el sufijo ía, cualidad. La concordia sería la cualidad en la que están envueltas aquellas acciones hechas con el corazón. Por eso cuando entre dos personas impera la concordia decimos que están bien avenidas, porque la interacción está amenizada por la melodía de sus corazones. Me estoy ciñendo a una lectura sentimental para la predisposición, pero también podemos circunscribirla a una lectura instrumental en la que desentimentalicemos la intención y se la entreguemos a una deliberación inteligente. La concordia no excluye el auxilio de la inteligencia, sino que lo subsume, porque en escenarios de interdependencia no hay nada más inteligente que actuar con corazón.

La síntesis de inteligencia y concordia se llama cordura, lo que ratifica que afecto y racionalidad, lo cognoscitivo y lo sentimental son una misma dimensión. El término proviene de nuevo de cor-cordis, corazón, y del sufijo ura, que indica actividad. No es extraño que cordura sea sinónimo de sabiduría, o que se revele como del todo contradictorio que haya sabiduría allí donde hay escasez de cordura. La persona cuerda es la persona que sabe, pero no sabe un saber técnico que es el saber hacer cosas, sino el saber relacionado con la voluntad y la conducta, que es el saber no de las cosas sino de las personas, el saber del sabio. Ese saber, esa racionalidad, o esa inteligencia es el logos que da forma al término día-logo, la palabra pero también la afectividad que deambula entre nosotros siempre que haya que deliberar sobre situaciones, acontecimientos, disparidades, que nos tasan como seres sumamente interdependientes. La cordura nos avisa de que necesitamos indefectiblemente la colaboración del otro para alcanzar nuestros propósitos porque interseccionan con los suyos, y nos predispone a un ejercicio de creatividad integradora. Si la cordura no nos avisa de algo así, es porque no somos tan cuerdos como creemos ser. 




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