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martes, diciembre 03, 2019

La mitología del amor romántico en el lenguaje cotidiano


Obra de Iván Franco Fraga
En el ensayo Por qué amamos, naturaleza y química del amor romántico, la estadounidense Helen Fisher argumenta que existe el impulso sexual, el amor romántico y el apego o cariño que dimana de una relación longeva. El amor romántico es entendido aquí como el proceso de enamoramiento en el que el sujeto está sobreestimulado por la dopamina, neurotransmisor que Fisher consagra como la sustancia del amor. Sin embargo, el amor romántico en otra de sus acepciones es una ficción que representa relaciones  idealizadas de pareja. Esta idealización fabrica esquemas que configuran nuestro mirar, nuestro sentir, nuestro pensar y nuestro decir. Apunta a un haz de creencias de matriz patriarcal que se sostiene en afirmaciones acríticas, pero aceptadas como verdades rigurosas merced a su socialización y normalización en los diferentes artefactos narrativos que dan forma y lenguaje a la aventura humana. La aceptación moldea una subjetividad decantada hacia un patriarcado que utiliza el mito del amor como subterfugio de poder a través de estructuras, relatos y sistemas de explicación y ensoñación que subrepticiamente otorgan a la mujer un papel subalterno en la arquitectura de la relación sentimental. El resultado es palmario. Sumisión crónica, tolerancia a comportamientos ofensivos, tormento afectivo, incertidumbre permanente sobre el horizonte del propio vínculo, contenciosos a cada posible paso de emancipación de la parte subyugada, restricciones para acotar líneas de control y dominio masculinos. El auténtico punto de arranque del mito es que es el propio sujeto sufriente quien se autoinflige estas maniobras de poder al releerlas positivamente como tributo a pagar para que prospere la experiencia del enamoramiento y sus gratificaciones de felicidad ulterior. No creo exagerar. Hace un mes asistí al brutal monólogo No solo duelen los golpes de Pamela Palenciano. Relataba su atormentada y violenta primera relación con un chico. Cada paso dado en la relación entronizaba todos los estereotipos perversos del amor romántico. 

Hay muchos clichés que avalan este ejercicio de dominación a través de la gramática del amor romántico insertada tanto en la cultura como en la permeabilidad nunca inocua del lenguaje cotidiano. Me vienen a la memoria un sinfín de lugares comunes. Aquí hilvano unos cuantos que por increíble que parezca todavía colonizan los imaginarios. Empezamos la interminable lista. «Sin ti no soy nada»  (en el amor romántico presidido por un príncipe azul acaece lo contrario, contigo me he convertido en nada); «a tu lado me completo»  (mejor que aparezcas con tu completud definida y que juntos nos mejoremos); «el amor verdadero es eterno»  (eternidad que citada bajo los efectos de una embriaguez amorosa líquida suele durar en torno a uno o dos meses, lo que habla de una eternidad obsolescente, si es que es posible la oposición terminológica); «el amor verdadero lo aguanta todo»  (quien lo aguanta todo no es la omnipotencia del amor, sino un bajo nivel de autorrespeto y un elevado nivel de dependencia); «no se puede ser feliz sin pareja»  (lo que por defecto otorga felicidad al simple hecho de tenerla, al margen de cómo se tenga); «solo hay una mitad para cada persona»  (una forma de magnificar a la persona con la que uno se empareja y ser laxo en el examen de su conducta dentro del binomio amoroso, puesto que según el mito se cancela cualquier nueva posibilidad); «te lo perdono todo porque te quiero»  (tergiversando el verbo querer con el verbo consentir, cuando el verdadero amor es justo al revés: te quiero tanto y me quiero tanto que no transijo que me trates así); «amar es renunciar»  (no, no es así, amar es hacer tuyos los fines del otro, y viceversa, en un dinamismo de cuidado y ternura por el bienestar psíquico y físico de ambos); «le perdono algunas humillaciones porque me quiere mucho» (sí, pero te quiere mal, lo que en esas cantidades de querer se traduce en sufrimiento y daño); «los celos son la prueba de que me quiere» (los celos no explicitan el amor, sino las gigantescas dudas sobre su existencia); «no se porta bien conmigo, pero el amor lo cambiará»  (si no se porta bien contigo, entonces no hay amor, así que sus poderes alquímicos no surtirán efecto alguno); «quien bien te quiere te hará llorar» (el verdadero amor está en su reverso: quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le hagan llorar a él); «tú no puedes entenderme porque no sabes lo mucho que yo siento por esa persona» (claro que no lo sé, pero sí puedo imaginarme lo poco que esa persona te quiere si su repertorio de comportamientos es el que me acabas de enumerar, y lo poco que te quieres tú si permites que te trate así). 

En El consumo de la utopía romántica, Eva Illouz aclara que «se ha infundido al amor romántico un aura de transgresión al mismo tiempo que se lo ha elevado al estatus de valor supremo». Normal que la mujer (mayoritariamente y en relaciones heterosexuales) relea la subyugación como un acto de entrega por ese amor catalogado de supremo en vez de un ejercicio de subordinación esgrimido por parte del hombre con el que mantiene la relación. Coral Herrera defiende que lo romántico es político, así que son factibles otras formas de articular las relaciones. Cómo veamos los afectos, las valoraciones éticas de nuestras conductas, la arborescencia sentimental, la repartición de roles, la estratificación de los deseos, las formas de tratarnos y cuidarnos unos a otros, influirá directamente sobre qué relatos escribiremos del amor y en cuáles de ellos acabaremos alojados.  Cualquier decisión por muy privada que sea está mediada por esta ecología social. Hace poco le escribía a una lectora comentándole que las palabras se desgastan por el uso y se descascarillan por el mal uso. Cuidar las palabras que definen el sentido de lo humano es cuidarnos a nosotros mismos. No está de más recordar que las palabras nos inscriben en el mundo y llevan en su interior una poderosa capacidad perfomativa. Es imperativo desvincular cualquier alusión al amor que implique sometimiento, docilidad, posesión. Cuidar las palabras que dan arquitectura al amor no es solo cuidar el amor, es dar forma a un amor que cuide de nosotros.



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martes, julio 09, 2019

«Habla para que te conozca»


Obra de Claudia Kaak
Hace unos días le comentaba a una lectora la relevancia de permitir que el otro se visibilice a través de la interacción comunicativa encarnada en la palabra. Muchos de nuestros prejuicios y de nuestras conductas aporofóbicas, homófobas o xenófobas se deben a que no convivimos con el otro, sino con su gélida y amorfa abstracción. Cada vez que el otro deja de ser un ser humano y se convierte en algo abstracto, algo nebulosamente reificado o etiquetado en un significado peyorativo, crecen las posibilidades de hacernos daño. Converjo con Luisgé Martín cuando en su ensayo El mundo feliz defiende que «la tolerancia viene siempre definida por la experiencia: se respeta aquello que se comprende». De ahí lo insigne de generar espacios y tiempos para construir una intersección discursiva como antesala de la afectiva, retirar el recelo y descubrir lo obvio: que la alteridad cosificada o degradada por la insensible abstracción es equivalente a mi mismidad, que está cercada por los mismos temores, las mismas esperanzas, los mismos deseos, las mismas ilusiones, las mismas incertidumbres, las mismas motivaciones, las mismas zozobras, los mismos intereses. Basta un poco de convivencia dialogada y un poco de roce con el mundo para sentirlo y asentirlo, para que permee sentimental y cognitivamente. Esta lectora me comentaba que había tenido una reciente experiencia que le devolvía de nuevo su esperanza en la humanidad.  Había ayudado a un chico foráneo a preparar su solicitud de asilo y en esa ayuda y en ese cuidado había percibido esa afinidad humana que la ignorancia y el miedo convierten primero en diferencia y luego en rechazo. La abstracción había dejado de serlo y se había encarnado en un chico con nombre y apellidos y biografía y palabra. Entre ellos se habían instaurado una comunicación interpersonal y un marco de comprensión gracias al esfuerzo de escuchar al otro para saber en qué consiste su vinculación con la realidad y la idealidad. La acción germinativa del lenguaje había hecho brotar el espacio relacional. La consanguinidad humana. El reconocimiento.

Esta última dimensión resulta cardinal. Una vez más el lenguaje cotidiano, o el saber narrativo por oposición al saber científico, es rotundamente delator. Cuando dos personas riñen y cercenan el vínculo afectivo que las unía, el lenguaje común señala que esas personas «ya no se hablan», «no se dirigen la palabra» El ser se imprime en las palabras y al no compartirlas no se comparte el ser que se manifiesta en las palabras que elegimos para visibilizar nuestro ser. Cuando dos personas no se hablan significa que no dirigen su subjetividad hacia la otredad. La afectividad que les anudaba estaba compuesta por la construcción del lenguaje, por los actos comunales del habla, por la práctica lingüística en la que se habitaban como huéspedes y anfitriones simultáneamente. Al dejarse de hablar abandonan la producción de afecto, y connotan que el afecto se ha terminado cuando comienzan a no hablarse y por tanto convierten en imposible la posibilidad de escucharse. Las palabras y su semántica entretejen la vinculación personal. Cancelarlas aboca a la desvinculación. A la ausencia de relación. 

En las tribus arcaicas el mayor castigo con que se podía punir a sus miembros era la expulsión de la tribu. A cualquiera le horrorizaba el escenario de imaginarse repudiado y por tanto desabastecido del calor hogareño de los demás. El motivo de este miedo cerval es muy simple. En la soledad se puede hablar, pero no hay nadie que recepcione lo que se habla, no hay comunidad discursiva, solo hay un gigantesco manto de silencio que taja toda interlocución. Cuando las palabras no llegan a unos tímpanos, las palabras incompletan su trayectoria. El castigo tribal consistía no en no poder hablar, sino en clausurar la oportunidad de que un igual te pudiera escuchar, en saber de antemano que tu vida estaba condenada al solipsismo. «En la soledad no hay más interlocutor que la psyché», escribe LLedó, y yo añadiría que una psyché excesivamente dedicada a sí misma se vuelve peligrosamente entrópica, y es inevitable dedicarse en exclusividad cuando no hay otredad a la que dirigirnos. En la radical soledad la mismidad no genera intersubjetividad, no hay espacio compartido, no se levanta el ámbito en el que la palabra argumentada crece y se afina a través de la polinización que mantiene con las palabras de las alteridades. En la soledad todo invita a que el silencio mineralice al sujeto y lo aproxime a la absoluta indefensión de los objetos. «El silencio es la ausencia de la palabra», escribe Daniel Gamper en Las mejores palabras, el ensayo con el que ha obtenido el último  Premio Anagrama de Ensayo. El silencio es ausencia de palabras, pero no de significados.Y esos significados pueden hacer mucho daño a quien no puede compartirlos.

Llegados a este punto es tentador argüir que muchos gestos afectivos no necesitan la intervención de la palabra. En La razón también tienen sentimientos (ver) yo indiqué cuatro grandes momentos que alberga nuestra corporeidad para mostrar afecto y profundizar en las relaciones soslayando la participación del verbo: el abrazo, las caricias, el beso, la mirada. Siempre recuerdo que estas narraciones con las que el cuerpo habla sin el respaldo del artilugio verbal han necesitado el concurso de muchas palabras para que ahora compartan una semántica afectiva y sentimental entre quienes se participan haciendo uso de ellas. La palabra imprime en el cuerpo su significatividad y convierte los gestos en un vocabulario. Las gesticulaciones son potentes unidades de información cuando se convierten en expresión, pero un gesto no puede decir nada si previamente no ha sido ayudado por palabras. Las palabras articuladas traducen la trazabilidad del gesto silencioso y socializan y confirman su clarificación y estratificación a través de su significado. El gesto cobra sentido con la palabra que lo prologa para curiosamente no necesitar pronunciarla y dotarla así de una aparente identidad prediscursiva. Cuando dos personas dejan de hablarse, su caligrafía gestual prescinde de los significados afectuosos, pero incluso del propio gesto. Los que no se hablan miran para otro lado cuando se cruzan. No se miran para no verse. Eso es lo que también ocurre cuando las personas dejan de compartir las palabras en las que se pronuncian. Cuando dos personas dejan de hablarse, o ni siquiera han inaugurado esa posibilidad, y por tanto abortan o no desprecintan la tecnología con la que nos hacemos visibles, la invisibilidad lo cubre todo. En la invisibilidad es imposible reconocer al otro, pero es muy fácil hacerle titular de lo que nos dicte nuestro miedo, nuestro odio, o nuestro desconocimiento. Hablar se convierte en el momento fundacional en el que la ignorancia se aparta y deja paso al empezar a conocernos.
 

 
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Pensamos con palabras, sentimos con palabras.