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martes, mayo 26, 2020

Los afectos son la manera de ubicar lo que nos afecta


Petra Kaindel
Ayer mantuve una entretenida conversación con un amigo que imparte clases en primaria. En un determinado momento me confesó con cierto tono apesadumbrado algo que activó mis sensores: «Por lo que estoy viendo en los lugares por los que me muevo, creo que la pandemia no va a cambiar a muchas personas». Como un resorte salté y le respondí: «La pandemia no va a cambiar a nadie. Ni la pandemia ni la pospandemia. Nada nos cambia. Nos cambiamos nosotros. Sólo hay movilización en aquellos que utilizan lo que ocurre y lo que les ocurre como instrumento de análisis y palanca de transformación. Da igual la magnitud o la irradiación de las circunstancias que suceden en derredor, si uno prescinde de incorporarlas a su reflexividad primero y a su campo valorativo después». Mi amigo asintió, y aproveché para lanzar un interrogante: «¿Por qué te crees que hay tantas personas que se mueren a los 27 años, pero no las entierran hasta pasados los 72?». Al soltar esta invectiva pensé en la afectabilidad humana. Conviene recordar que todos tenemos afectabilidad como especie, pero la afectividad como entramado, además de depender de causas multifactoriales ajenas al sujeto, también está atravesada de criterios personales. La afectabilidad es la capacidad de que nos afecten las intervenciones del mundo en nuestro mundo. La afectividad es la forma de ubicar sentimentalmente en la particularidad de nuestro mundo lo que nos afecta de nuestro trato con el mundo. 

La afectabilidad faculta que el mundo nos afecte en tanto que somos la compaginación rotatoria de relaciones tanto electivas como no escogidas con las que nuestra biografía no ceja de jalonarse. Esa recepción y afectación se traduce en afectividad. No es extraño que Hume denomine afecciones a los sentimientos. En Ciudad princesa leo a Marina Garcés que «los afectos no son solamente los sentimientos de estima que tenemos hacia las personas o las cosas que nos rodean, sino que tienen que ver con lo que somos y con nuestra potencia de hacer y de vivir las cosas que nos pasan, las ideas que pensamos y las situaciones que vivimos». Algo se presenta ante nuestra atención, interfiere en la inercia en la que solemos armonizarnos, nos zarandea, lo pensamos y lo alojamos en el juego de preferencias y contrapreferencias con el que establecemos las valoraciones afectivas de lo que nos sucede y de lo que hace que estemos sucediendo. De repente, brota un afecto que nos acomoda en una manera concreta de apostarnos en el mundo. En la conversación entre yo y yo acaba de implosionar una mutación destituyente y constituyente a la vez. No necesariamente ha de ser un acontecimiento aparatoso y catedralicio que percute con sus turbulencias en las narraciones de todas nosotras simultáneamente, o en el entramado afectivo de cualquiera de nosotros. Lo sabemos de sobra aunque somos renuentes a aprenderlo: la vida suele estar agazapada en los detalles que nos hacen sentir vivos.

Un afecto puede impugnar o recalcar la cosmovisión que tenemos de nosotros mismos. Puede alcanzar la inauguración de un yo que inopinadamente se lee inédito y renovado. La presencia hipnótica de un tú puede lograr metamorfosis en otro tú, que unas palabras entrelazadas con silencios y otras palabras tanto proferidas como escuchadas nos hagan menos borrosos o incluso mucho más nítidos. Todo esto es posible gracias a la afectabilidad con la que se imprimen nuestros afectos en una gigantesca trama de evaluaciones en la que intervienen la memoria (como llave de acceso al pasado), las expectativas (como herramientas para dar forma al futuro), los relatos sobre la definición de lo posible (como material para construir presente). A pesar de que secularmente se ha segregado el mundo de los afectos del mundo de la racionalidad, los afectos no son inmunes a los argumentos. La argamasa discursiva tiene capacidad transformadora sobre los sentimientos, y a la inversa, en una deriva de retroalimentación en la que no existe un antes y un después, sino simultaneidad. Aquí radica la relevancia de abrir espacios para confrontar narrativas disonantes y tomar el riesgo de ser afectado por ellas. En mis conversaciones más confidentes repito mucho que todo de lo que se da uno cuenta después está sucediendo ahora. A la incesante valoración de ese ahora en continuo curso sobre sí mismo la llamamos sentimientos, es decir, lo que recogemos de afuera para ordenarlo de nuestra piel para dentro. Al afectarnos nos muta y al mutarnos nos afecta. Bienvenidas y bienvenidos a la circularidad sin fin en la que habitamos mientras no dejamos de estar sucediendo. 
  


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martes, mayo 14, 2019

Solo se puede amar aquello a lo que prestamos atención


Obra fotográfica de Serge Najjar
En muchas ocasiones los lectores de este espacio me han felicitado y me han deseado éxito cuando he anunciado la publicación de alguno de mis ensayos. Mi agradecida respuesta ha sido siempre la misma: «El éxito ya lo he tenido al disponer de un espacio y un tiempo de recogimiento y tranquilidad que me ha permitido poder habitar con atención en la escritura». Estos espacios y estos tiempos de apropiación personal están siendo socavados por las exigencias de un mundo obsesionado por el incremento de la productividad y la optimización cada vez mayor del lucro. Estas derivas de la racionalidad neoliberal no son inocuas y conllevan la expropiación del tiempo y la fagocitación de la atención. El ser humano es un ser que está en el mundo durante un tracto de tiempo finito que llamamos existencia. Cada vez poseemos una menor soberanía sobre ese tiempo, que debería ser el indicador en el que basar el progreso civilizatorio. Perder gobernabilidad y por tanto capacidad de decisión sobre ese bien intangible es desapropiarnos de nosotros mismos. No solo vivimos una elevada indisponibilidad del uso de nuestro tiempo, y el desgaste del cuerpo que trae adjuntado, sino que su aceleración en aras de maximizar un cálculo exclusivamente monetario provoca algo análogo en la atención. Hace unos años yo me atreví a definir este recurso tan preciado: «La atención es la capacidad de posarse sobre algo concreto, adentrarse cuidadosamente por su interior y marginar durante ese recorrido todo aquello que trate de expulsarnos de allí. Es el sublime instante en el que todas las competencias necesarias comparecen para operar sobre un estímulo con el propósito de extraer de él toda su riqueza». Utilizando este concepto de la atención se puede definir también el de la autonomía humana: «La capacidad que alberga el individuo de colocar la atención allí donde lo decrete su voluntad, y no ninguna instancia heterónoma». 

Infortunadamente cada vez cuesta más colocar la atención sobre un solo estímulo elegido por nuestra capacidad volitiva y mantenerla prolongadamente allí, lo que invita a colegir que hemos sufrido un expolio gradual de la autonomía. Me viene ahora a la memoria una amena conferencia del neurólogo Francisco Mora en una facultad de Psicología. En el momento de las preguntas, un chico le preguntó qué pensaba de la multitarea y si consideraba posible colocar la atención en varios estímulos simultáneamente. Su respuesta fue tajante: «Si usted está a varias cosas a la vez, no tiene la atención en ninguna». Hace unos meses le recordé al profesor esta anécdota en un congreso camino del hotel, y a pesar de no acordarse insistió en su idea: «Si la atención está en un sitio, no está en otro, porque no puede estar en dos sitios a la vez». El propio Francisco Mora publicó hace unos años un ensayo con un subtítulo hermosísimo que resumía poéticamente lo averiguado en los últimos tiempos en neuroeducación: Solo se puede aprender aquello que se ama. Es tentador añadir que solo se puede amar aquello a lo que prestamos atención.
 
El actual analfabetismo no consiste en no saber leer ni escribir, sino en no saber comprender lo que se lee y ser incapaz de convertirlo en luz para alumbrar lo cotidiano y orientar el comportamiento. La atención selectiva que inhibe lo irrelevante para centrarse en lo relevante pierde soberanía en los marcos en los que se ofrecen volúmenes ingentes de estímulos en competencia que tientan a la superficialidad en detrimento de la profundidad. Deglutimos bulímicamente experiencias e hiperinformación, pero irrespetamos tanto los tiempos (porque no los tenemos) como las cantidades (infoxicación) que resulta complicado que devengan aprendizaje. Aquella información que se incorpora sin atención a la estructura discursiva en la que se puede entender y contextualizar acaba diluyéndose en la nada. Hace poco le leí a José Antonio Marina que «usamos superficialmente mucha información, pero memorizamos muy poca». Puesto que pensamos con contenidos, si no disponemos de contenidos en nuestra memoria, dispondremos de poco con lo que pensar. En una entrevista publicada en El País, la periodista Kara Swisher, experta en el análisis de las plataformas, alertaba de la adicción al mundo pantallizado: «Es como una máquina tragaperras que en lugar de monedas consume nuestra atención». En el muy crítico Superficiales, qué está haciendo Internet con nuestras mentes, Nicholas Carr admitía que la distracción digital cortocircuita el pensamiento y la atención sostenida, pura corrosión para los procesos de arraigo. En el todavía más inquietante Demencia digital, el Dr. Manfred Spitzen advertía que «cuanto más superficialmente trato una materia, menor será el número de sinapsis que se activan en el cerebro». No disponemos del tiempo ni de la atención necesarios para que los flujos de reflexión conceptual y visual permeen en nuestro patrimonio afectivo y cognitivo, y luego sedimenten. Al instante irrumpen nuevos captores de nuestra atención que nos obligan a volver a empezar cuando aún hay un inacabamiento de lo anterior. Difícil generar poso. Dificil construir significado. Difícil que la información se sujete en el sujeto hecha pensamiento y vida.


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