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martes, diciembre 12, 2023

La empatía comete muchos errores

Obra de James Coates

Desde hace relativamente poco tiempo el término empatía ha cobrado un poderoso uso cotidiano. Su irrupción en el lenguaje coloquial  ha sustituido a otros términos que ante su fulminante aparición han padecido el menoscabo y el desprestigio. Un ejemplo. A las personas nos encanta que empaticen con nosotras, pero nos enoja y hasta podemos proferir un insulto súbito si alguien comete la procacidad de compadecernos. La empatía porta una aureola de éxito y de solución a la mayoría de los problemas humanos de sorprendente aceptación social. Parece que es el culmen de la humanidad y que la vida compartida con el resto de existencias sería más acogedora y más prósperamente amable si hubiera una mayor presencia de empatía en el interior de nuestros corazones. Esta visión bucólica se desvanece cuando se constata que es factible poseer mucha empatía y ser muy poco empático. Las narrativas estándares de la empatía propugnan que disponer de ella nos hace visionar la realidad desde la posición de la persona prójima, pero columbrar el mundo desde allí no involucra necesariamente otras acciones. Se puede disponer de abundante empatía y utilizarla aviesamente, o quedar congelado en la irresolución. Erróneamente llaman empatía al sentimiento de la compasión.

Hace un par de años el profesor de psicología Paul Bloom escribió un ensayo muy controvertido en que argumentaba que la empatía más que una solución era un problema. Se titulaba Contra la empatía. Le llovieron tantas críticas que tuvo que matizar que no estaba en contra de la empatía, sino en contra de la mala aplicación de la empatía. Sin embargo, la empatía alberga unas particularidades que hacen que sea muy fácil aplicarla mal y que otros se aprovechen maquiavélicamente de ello. Su inadecuación se puede compendiar en que la empatía es parcial, sesga, elige fáciles atajos heurísticos, es extremadamente obtusa en el cálculo aritmético, realiza inferencias absurdas, se embota ante los aludes informativos, se lleva rematadamente mal con la abstracción, es inoperante ante lo que sucede en la lejanía. Paul Bloom sintetiza esta deficiencias en que «la empatía funciona como un reflector que se enfoca en el aquí y ahora». Sabiendo que ese aquí y ahora está intermediado por la demagogia cognitiva (término acuñado por Gerald Brommer para referirse a argumentos aparentemente intuitivos pero capciosos), la empatía es presa fácil de los neopopulismos y de las arengas que propenden a inflamar los sentimientos más viscerales. Es muy sencillo azuzar el odio en una persona empática que escuche una idea inundada de demagogia cognitiva. Instrumentalizar partidistamente la empatía es una operación tan ramplona como efectiva. Este es uno de los motivos para escribir una crítica de la razón empática.

A diferencia de las operaciones deliberativas, la disposición empática se desactiva en el instante en que se ve obligada a trabar relación con el mundo del pensamiento y la abstracción. Toda idea, aseveración o información abstracta está aligerada de información sensorial, lo que oblitera la emergencia de la empatía y propende a la abulia o al bostezo. He aquí la explicación de por qué podemos conmovernos e indignarnos si vemos llorar a una persona que ha sido tratada mal, pero podemos seguir comiendo sin inmutarnos mientras en el informativo de las tres escuchamos que en algún beligerante rincón del planeta han matado a veinte mil personas que no vemos por ninguna parte. El conocimiento popular recoge esta posibilidad sentimental en el célebre «ojos que no ven corazón que no siente». Como la empatía es sierva de lo ocular, nos zarandea lo particular y tangible, aunque lo que sabemos pero no vemos apenas nos turba por muy horripilante que sea.  La empatía se activa ante lo que se ve, pero el alrededor que vemos es una insignificancia ridícula en comparación con la vastedad de lo que no vemos. En ocasiones nos movilizamos para cambiar aquello que nos duele aunque la titularidad de ese dolor no sea nuestra e incluso no lo veamos con nuestros ojos. Para explicar este hecho algunos autores distinguen entre empatía emocional y empatía cognitiva. La primera sería la que nos hace ponernos en el lugar del otro. La segunda es la simpatheia griega o compasión latina. No solo nos hace ponernos en el lugar de un otro injustamente dañado por las circunstancias, sino que lo acompañamos para amortiguar su dolor, y si ese dolor posee raíces sociales, intentamos cambiarlas para eliminar el sufrimiento que provocan. La compasión es la piedra angular de la justicia. La empatía puede apadrinar situaciones tremendamente injustas. 

 

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martes, noviembre 21, 2023

El amor no duele, duele el maltrato

Obra de James Coates

Hace unos años la Junta de Andalucía lanzó una campaña con el locuaz título de El amor no duele. Trataba de sensibilizar y prevenir sobre diferentes narraciones románticas que veladamente propagan y perpetúan la violencia de género. Me gustó mucho el título, que contravenía uno de los ensayos con los que la sagaz socióloga Eva Illouz calibraba este tema, Por qué nos duele el amor. Es un título muy llamativo para un libro, pero creo que erróneo. El dolor no emerge por el amor, sino por su ausencia, o por una mala articulación que desemboca en el cenagoso delta del desamor. Ahí el sufrimiento puede llegar a ser lacerantemente indecible por la muy humana razón de que el amor teje enmarañados vínculos con lo más integral del ser en que nos estamos constituyendo a cada instante. El amor no duele  impugnaba acuñaciones del lenguaje coloquial. Su propósito era desmitificar el relato amoroso y deslindarlo de cuatro lugares comunes de ínfima calidad argumentativa, aunque con efectos primarios y secundarios muy poderosos en los imaginarios y subsecuentemente en las biografías de las personas cuando traban relaciones sentimentales. Pasemos a verlos en vísperas del 25N, el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las mujeres, violencia que en muchos casos se parasita en estos mitos.

Cuando una relación entra en crisis, o está a punto de fenecer, una de las partes intenta persuadir a la otra parte declamando hipérboles como «no puedo vivir sin ti» (con la que la cultura de masas ha titulado millares de canciones), la sentimentalidad vacua de «te necesito tanto como te quiero», o la archiconocida exageración «sin ti no soy nada». Es muy fácil refutar la hipérbole escondida en estos tropos. Frente a la explicación chantajista de que «sin ti no soy nada», sería mucho más honesto admitir la franqueza ética de que «contigo soy más». Devaluarnos para mantener intacto el vínculo puede ser efectivo en el corto plazo, pero de consecuencias nefastas en el largo. Frente al melifluo y tremendista «no puedo vivir sin ti», sería bastante más cabal afirmar que «puedo vivir sin ti, pero prefiero contigo». La licencia descriptiva «te necesito tanto como te quiero» se revela insensata cuando caemos en la cuenta de lo temerario y hasta profundamente neoliberal que supone la igualación de las necesidades y los deseos. Habría mayor sobriedad y mayor cautela en la declaración «no te necesito, pero te quiero». Parecen enunciados de corte similar, pero son diametralmente antagónicos. En todos ellos se enfatiza  el fomento de la autonomía de la persona, pero no para señalar al amor como su detractor acérrimo, sino para evidenciar que la configuración de un binomio sentimental debería ser una de las mayores antologías de la libertad.

Otro mito que desbarataba la campaña era la vinculación de los celos con la hipertrofia del amor. Existe la peligrosa creencia de que cuanto más celosa es una persona más enamorada se encuentra. Según el canon del amor romántico «los celos son la demostración de amor». Es un argumento tan manido como intelectualmente paupérrimo. Los celos son el miedo que nos invade a ser desposeídos de aquello a lo que conferimos valor, y en el orbe amoroso es el miedo a que el afecto que nos dispensan vire hacia otra persona. Los celos no transparentan amor, sino que se erigen en indicador de las tremendas dudas sobre él, y en muchas ocasiones son el subterfugio para dar salida a derivas de dominación y sojuzgamiento. El tercer mito de la campaña era el que anuncia que «el amor todo lo puede», imputación muchas veces pretextada para sabotear el autorrespeto y el valor positivo que todas las personas nos debemos a nosotras mismas. De nuevo la refutación de esta tesis es sencilla. El amor no es un sentimiento, es un deseo que activa muchos sentimientos en el marco de un profundo sistema de motivaciones. Ese deseo se puede desvanecer si encuentra dificultades severas, o uno de los miembros advierte que su pareja no hace nada por soslayarlas. Se podría trazar una fácil objeción señalando que «el amor no lo puede todo, pero el irrespeto no solo es motivo para acabar con él, sino la prueba de su inexistencia». 

El último mito, idóneo para disculpar la barbarización del comportamiento, para el horror de legitimar la instrumentalización del daño infligido, o para decaer las precauciones que ciertos indicios deberían pulsar, es el que propone que «quien bien te quiere te hará llorar». Es una aseveración insidiosa que se replica sin ningún esfuerzo discursivo, porque el amor genuino vela justo por lo contrario: «Quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le perjudiquen o que le hagan llorar por contravenir sus propósitos». Estos mitos atestiguan que somos seres narrativos domiciliados en ideas. Las ideas se enclavijan en nuestros pensamientos. Nuestros pensamientos inducen nuestros sentimientos y nuestras acciones, y a la inversa, siempre en procesos sistémicos sin principio ni final con enorme impacto en la maleabilidad de nuestros planes de vida. Pensarnos bien para narrarnos bien es un paso insoslayable para sentir bien. Y por ahora sentir bien es la única forma de acceso a una vida buena.

 
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martes, noviembre 07, 2023

Las nuevas soledades y el deseo de desaparecer

Obra de Karin Jurick

Hegel sostenía que es necesario ser dos para ser humano. Esta puede ser una de las razones por las que la soledad no deseada opera como un agente patógeno que hostiga a quienes la padecen recordándoles dolorosamente su incompletud. En nuestros días la soledad atenta contra la congénita sociabilidad humana sin ningún atisbo de oposición. Al contrario, su expansión no da tregua. En algunos países la situación es tan grave que se está contemplando la posibilidad de crear un Ministerio de la Soledad. Cada vez estamos más conectados, pero cada vez nos sentimos más aislados. Los dispositivos digitales nos anudan a los demás y simultáneamente nos separan de ellos. En épocas arcaicas, nuestros ancestros conocían a todas las personas de su tribu, nosotros ahora desconocemos a la inmensa mayoría de nuestro entorno, incluido el vecindario con el que compartimos portal. Pero la soledad avanza no solo porque las multitudes son cada vez mayores y por lo tanto también lo es el anonimato de las personas con quienes nos cruzamos en ciudades que desbordan la escala humana, sino porque las demandas psíquicas del mundo contemporáneo se han exacerbado. La soledad crece por fuera, pero sobre todo por dentro.

El filósofo francés David Le Breton afirma que «la tarea de ser un individuo es cada vez más complicada». El empleo y la inestabilidad, inseguridad y precariedad que trae adjuntas, las relaciones instrumentales exentas de afecto que propicia el trabajo, la sumisión desmotivadora y alienante que nos produce el temor al despido o a la reducción de plantilla, la desconfianza que patrocinan los entornos descarnadamente competitivos, la conversión de los demás en rivales, la usurpación de tiempos, espacios y motivaciones por parte de la actividad productiva en detrimento de la electiva, el endurecimiento de las condiciones sociales y económicas para sufragar lo imprescindible de la existencia, todo este repertorio de trabas deseca las relaciones personales y fomenta la soledad. Los macrorrelatos que otrora otorgaban aclaraciones y sentido han finiquitado, y la única explicación de la vida es lo que  haga con ella nuestro yo atomizado mientras compite con los demás por su superviviencia y su bienestar. La despolitización del mundo hace que las soluciones a problemas sociales sean soluciones individuales que a su vez pugnan contra las soluciones individuales del resto, y culpabilizan a quienes no las alcanzan. Es un escenario fructífero para que la soledad arponee el corazón humano. La psicóloga también francesa Marie-France Hirigoyen estudió este paisaje y lo tituló con el atractivo nombre de las nuevas soledades.

Las personas estamos solas con el peso de una responsabilidad que sentimos ajena y abrumadora: la identidad como proyecto autárquico, las exigencias de reinvención, las apariencias, los convencionalismos, el reconocimiento, el permanente entrenamiento de nuevas habilidades, la pugna meritocrática, la disponibilidad laboral plena, la renovación de entusiasmo para encarar tareas que serán retribuidas con el propio entusiasmo pero no con dinero, la lucha por la visibilidad, el acopio competitivo de likes, la ilusión por proyectos que siempre postergan la estabilidad, la sobrecarga de tareas, las violencias estructurales, la ausencia de relatos que brinden sentido más allá de los del pensamiento positivo y la autoayuda. Le Breton afirma que el deseo de desaparecer se yergue como ejercicio encargado de quitarse de encima el esclavizante peso de una vida que no nos agrada y en cuyas pautas nuestra voluntad apenas interviene. Desaparecemos porque sentimos hastío de ser quienes los estándares nos obligan a ser para no perder valor en el mercado, o porque queremos ser la persona que no somos, o porque el sí mismo en el que nos hospedamos nos extenúa y mantiene lancinantes descompensaciones entre lo que nos exige y lo que nos reembolsa. Le Breton denomina blancura a este instante de evaporación en la que la persona se escinde de sí misma. 

La blancura puede parecer una experiencia sobrenatural y poética, pero es terrenal y muy prosaica. Puede emerger con la ingesta desmesurada de alcohol. La adicción a sustancias. La diáspora del fin de semana y los períodos vacacionales. Los maratonianos encadenamientos de series en plataformas. La adicción a las redes sociales. La exhibición narcisista en las pantallas. El empacho de videojuegos. La ludopatía en las casas de apuestas. La bulimia consumista. Las pastillas para dormir y los ansiolíticos para vivir. Las jornadas laborales de un estajanovismo deliberado para hurtarle tiempo a un hogar que desagrada. La fatiga a través del ejercicio físico para un borrado momentáneo. La nueva religión de la autoayuda y su fijación enfermiza por una felicidad inalcanzable. El atrincheramiento en casa. La cíberdependencia. Todas son acciones que tratan de amortiguar la vulnerabilidad humana, que es ontológica, la precariedad, que es política, y los imperativos de una lógica aliada con el mercado y enemiga de lo humano. Son medidas aparentemente balsámicas en el corto plazo pero muy corrosivas en el largo. Los malestares sólo se atenúan con el apoyo mutuo, el cuidado público, la politización de los problemas, los vínculos afectivos, el fomento de sentimientos de apertura al otro. Cuando ese otro desaparece, no falta nada para que nosotros también queramos desaparecer.  No hay nada más útil para un ser humano que un ser humano. La frase no es mía. Pertenece a Spinoza.

 


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