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martes, septiembre 20, 2022

«Cuidar es amar y es el único amor que existe»

Obra de Ivana Besevic
Cuidar es poner esmero e interés en lo que hacemos para que quede del mejor modo posible. También es colocar la atención en el otro y ponerla a su disposición para aminorar su adversidad o extender su bienestar. Victoria Camps en su ensayo Tiempo de cuidados avala esta perspectiva cuando escribe que «el cuidado consiste en una serie de prácticas de acompañamiento, atención, ayuda a las personas que lo necesitan, pero al mismo tiempo una manera de hacer las cosas, una manera de actuar y relacionarnos con los demás». José Antonio Marina define el cuidado como la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo valioso. Resulta sorprendente comprobar cómo lo más valioso es simultáneamente lo más vulnerable, lo más expuesto a quedar maltrecho si nos descuidamos, es decir, si no ponemos la cantidad idónea de cuidado que merece la situación. Los seres humanos somos vulnerables en tanto que podemos ser heridos. La genética léxica de la palabra vulnerabilidad es inequívoca: es un ensamblaje de vulnus (herida) y abilitas (posibilidad). Si nos fijamos bien, no hay criatura más vulnerable que la humana, porque no solo nos pueden herir los peligros de nuestro derredor, sino también las adopciones que tome nuestro propio pensamiento. Nos podemos dañar sobremanera en nuestra interioridad con la elección de lo que pensamos, lo que pensamos de nuestra persona, y lo que pensamos que los demás piensan de nuestra persona, sean esos demás parte de nuestra esfera de parentesco, del círculo de la afinidad, o del ámbito de las interacciones no electivas. Hay que tener mucho cuidado porque somos muy frágiles.
 
Leyendo el panorámico libro La revolución de los cuidados de María Llopis me encuentro con otra definición preciosa de cuidado. «Cuidar es amar y es el único amor que existe». Unas líneas después la autora agrega que partiendo de esta definición, y desde que materna, le resulta más fácil distinguir dinámicas disfrazadas de amor romántico, pero que en realidad carecen por completo de él porque no hay cuidado. Podemos aseverar por tanto que el cuidado es un indicador que desenmascara aquellas relaciones  en las que el amor es diezmado o directamente esquilmado. Uno de los más perniciosos mitos del amor romántico señala que «quien bien te quiere te hará llorar», pero si oteamos esta afirmación con la mirada del cuidado es sencillo negar su veracidad. La podemos replicar con otra que patentiza la intersección en la que conviven el amor y el cuidado: «Quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le harán llorar por contravenir sus planes». Acaba de aparecer una palabra clave en el diccionario de los cuidados. Respeto. El respeto es el cuidado que ponemos en la dignidad inalienable de la otra persona. Emmanuel Levinas defendía que, puesto que el yo está configurado a través de los vínculos forjados con el otro, estamos obligados éticamente al cuidado de ese otro. No solo es una prescripción ética, sino ante todo inteligente. Cuidar al otro deviene en autocuidado.
 
Hace unos días tuve la suerte de que contaran con mi voz y mi mirada en las Jornadas del Afecto que se celebran en la Universidad Pontificia de Montería (Colombia). Pronuncié una conferencia cuya idea nuclear expresaba exactamente lo mismo. El título que se me ocurrió para compendiar mi intervención lo mostraba sin ambages: «Sin ti no soy yo». Obviamente era una variante de ese lugar común que llora que «sin ti no soy nada», afirmación con un lugar prominente en los imaginarios afectivos del amor romántico. Este «sin ti no soy nada» se suele esgrimir cuando una de las partes quiere anticipar a la otra que devendría en pura nadería si se diluye el binomio amoroso que conforman. Sé que este tópico se aduce para enfatizar lo crucial de la relación, pero se puede argumentar lo mismo de una manera en la que el sujeto no quede dolorosamente devaluado: «Contigo soy más». Este contigo soy más es el motivo basal de nuestra interdependencia y su cristalización en el cuidado. Solo al juntarnos aumentamos posibilidades, solo al juntarnos nos mejoramos, solo al juntarnos nos plenificamos. Ahora se entenderá mejor esa afirmación de Spinoza en la que sostenía que no hay nada más útil para un ser humano que otro ser humano. O a Hegel cuando enunció que para ser humano hace falta ser dos. Al final de la conferencia Sin ti no soy yo hubo un entretenido turno de preguntas. En una de ellas me instaron a que definiera el amor. El amor es un término polisémico, pero lo vinculé con el cuidado, que es donde radica verdaderamente su sentido prístino. El amor es una atención en la que estamos para el otro, tanto para mitigar su tristeza como para cooperar en la multiplicación de su alegría.


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martes, mayo 31, 2022

«Vidas sin columna vertebral»

Obra de Michael Carson

En mis deliberaciones sobre la interacción humana siempre cito dos epígrafes sin los cuales el resto de explicaciones quedarían rotundamente huérfanas, o directamente devendrían ininteligibles. Las dos palabras soberanas son dignidad e interdependencia. Nos cuesta un enorme esfuerzo cognitivo delinear qué es y en qué consiste la dignidad, pero lo que más me asombra en mis conversaciones públicas es la incapacidad adquirida para detectar nuestra condición interdependiente. La interdependencia ha sido confiscada de los argumentarios dominantes, es un termino proscrito del vocabulario homogeneizador, una idea inutilizada y por tanto sin centralidad en la forma de sentir. La psicoanalista y escritora Lola López Mondéjar afirma en su ensayo Invulnerables e invertebrados que «el reconocimiento de nuestra interdependencia se ha vuelto uno de los más grandes tabúes de nuestra sociedad». Este tabú es de un tamaño tan imponente, y los negacionistas de la interdependencia se prodigan tanto y con tanta tenacidad, que en alguna clase he tenido que recordar a las personas asistentes que una vez estuvieron en el cuerpo de otra persona que las engendró y las nació, y que después recibieron una miríada de cuidados filiales sin los cuales no hubieran sobrevivido, ni ahora podrían estar en un aula bien vestidas, aseadas, desayunadas, descansadas, y con el bienestar material y psíquico más o menos garantizado. Lola López Mondéjar cita a Helena Béjar, autora del perspicaz El buen samaritano, para recordarnos que «el sentido de la vida solo surge en relación con los demás». Justo acabo de toparme en mi lectura matinal con una reflexión del filósofo francés Luc Ferry en la que remarca «la imposibilidad de una vida plena si no hay experiencias compartidas». Efectivamente no hay alegría solipsista.

En Invulnerables e invertebrados, Lola López Mondéjar trae a colación una entrevista del sociólogo Richard Sennet para explicar la idea troncal de su trabajo. El autor de La corrosión del carácter comenta que estamos construyendo «vidas sin columna vertebral». De aquí nace el llamativo y certero título del libro. Nuestra condición invertebrada conexa con las exigencias contemporáneas de flexibilidad, precariedad, inseguridad, disponibilidad,  dificultad para establecer planes de vida para la vida, debilitamiento de los vínculos, fragilidad de las relaciones, individualidad, ceguera empática, inmediatez emocional frente a una reflexividad y control entendidos como censores de la autenticidad, adelgazamiento de las redes de protección social, disolución de las comunidades pequeñas, diseminación de los seres queridos por geografías cada vez más vastas, latrocinio del tiempo electivo en favor de la lógica productiva, reconversión de la cultura en entretenimiento frugal alejado de la tarea de problematizar lo humano, eliminación gradual de las humanidades en la oferta educativa, funcionalidad como criterio relacional, la incertidumbre como medida de todas las cosas. La pérdida de solidez identitaria y estabilidad vital  nos convierte en sujetos líquidos o individuos invertebrados. López Mondéjar define al individuo invertebrado como «aquel cuya alma es capaz de amoldarse a cualquier recipiente que lo contenga». Se trata de «un sujeto sin sujeto», en acertada expresión de la autora.

Esta flexibilización o invertebración requiere desanudar los lazos afectivos, negar nuestra condición de seres relacionales, equiparar vulnerabilidad con debilidad, emparejar tranquilidad con mediocridad, inscribir como ventanas de oportunidad los dolorosos contratiempos de la vida para no entregarnos a los productivamente inoperantes períodos de duelo, rechazar horizontes de compromiso, despolitizarse, atomizarse, dimitir de una sensibilidad ética que empantane un buen resultado lucrativo, impermeabilizarse ante la suerte que puedan correr los demás, entronizar la idea de autosuficiencia, insularizarse. Todo se puede compendiar en proscribir cualquier vestigio de esa interdependencia que se tergiversa ideológicamente como carestía de independencia y por lo tanto como pusilanimidad. El programa neoliberal promueve esta liquidez y la aplaude, porque es ideal para que las demandas del mercado no encuentren ninguna interferencia. Cuanto menos vertebrada esté una persona, mejor admitirá las imposiciones del mercado. Y un aspecto más nuclear todavía. En ausencia de los resortes que antaño constituían el núcleo de la subjetividad, la persona hará de su valor de uso en ese mismo mercado su más conspicua seña de identidad. 

Al otorgar al mercado fundamento de sentido, la incumbencia corporativa en el imaginario se exacerba y con ello también la deriva psicológica de los seres humanos. Marie-France Hirigoyen señala esta deriva en su último ensayo titulado Los narcisos. Los que mejor se adaptan a las servidumbres del mercado, y a la domesticación de este medio de producción de subjetividad, enferman de un narcisismo patológico. En sus fabulaciones se atribuyen omnipotentemente todos los descontextualizados méritos y se ufanan con las palabras que la resemantización neoliberal ha convertido en los nuevos ídolos: éxito, ganar, triunfar, estatus, autorrealización, meritocracia, esfuerzo, yo. Por el contrario, los que son excluidos por carecer de valor en el mercado se autoculpabilizan por ello y se avergüenzan de engrosar las listas de los sobrantes  (que por otro lado forman parte estructural del propio mercado, puesto que su exclusión se instrumentaliza para generar sumisión y devaluación salarial entre los incluidos). La numerosa población excedente ve cómo su vida queda malograda y desposeída de agencia. La mecánica neoliberal desmesura, endiosa y engríe, y en su envés angustia, desampara, y mortifica. Ambas direcciones son nefastas para la creación de nexos humanos y espacios de dignidad, para el cultivo de los sentimientos de apertura al otro, para cuidar esa interdependencia que nos permite ser autónomos y brindar sentido a la existencia.  Ya lo preconizó Margaret Thatcher en  su momento de esplendor político. «La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma humana». Esto es, invertebrarla para que no sostenga nada ni crítico ni humano que pueda cuestionar su propia invertebración. 

 

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martes, mayo 10, 2022

El cuidado: una atención en la que estamos para otra persona

Obra de Anita Klein

Los seres humanos somos vulnerables por la imposibilidad de evitar ser afectados por una relación continuada de hechos y presencias que acaecen mientras existimos. Vulnerabilidad proviene de vulnus (herida) y abilitas (posibilidad). El filósofo Miquel Seguró nos recuerda en su ensayo Vulnerabilidad que vulnerar es sinónimo de atentar y dañar. Somos vulnerables porque siempre planea sobre nuestra vida la posibilidad de ser heridos, dañados, de que algo o alguien atente contra cualquiera de los múltiples resortes que nos configuran como la persona en quien nos constituimos en absoluta unicidad. La contingencia y los imponderables nos acechan agazapados en nuestro derredor deseosos de asaltar nuestra biografía y malograrla. Podemos ser heridos en la corporeidad que somos, heridos en el entramado afectivo que proclama que nada duele más que ser irrespetados, heridos en esa dignidad que nos hemos brindado las personas a nosotras mismas con el preventivo fin de no hacernos daño y castigar por la vía punitiva o por la vía del ostracismo social comportamientos asociados a la explotación y a la subalternidad de cualquier congénere. 

Somos vulnerables porque somos frágiles, subjetividades constituidas por material muy quebradizo, débiles entidades biológicas. Martha Nussbaum pronostica que si no fuéramos tan vulnerables posiblemente no nos enfadaríamos nunca. Afortunadamente al lado de nuestra naturaleza lábil y mortal disponemos de una segunda naturaleza llamada cultura. La herencia cultural legada desde la noche de los tiempos nos ha dotado de procedimientos, tradiciones, normas, lenguajes, herramientas, morales, religiones, técnicas, sentimientos, arte, un plexo de artefactos materiales y simbólicos para precisamente combatir nuestra connatural vulnerabilidad. De toda esta pléyade de utilería cultural quizá la más eficaz ha sido la de descubrir los gigantescos beneficios de ayudarnos unos a otros, la ventaja evolutiva de cuidarnos unas y otras con el fin de amortiguar nuestra debilidad congénita. Somos animales humanos, y eso significa que somos humus, tierra, seres que provienen del suelo, y que es tan palmaria nuestra pequeñez que cualquier otro animal de los que pueblan el planeta Tierra está mejor diseñado para la supervivencia que nosotros. Hemos aprendido que la vulnerabilidad no se combate siendo más fuertes, sino más inteligentes. Del fruto de esa inteligencia aplicada a la vulnerabilidad nació nuestra naturaleza intersubjetiva.

En Tiempo de cuidados, Victoria Camps nos dice que «como respuesta a la interpelación de debilidad, el deber de cuidar se proyecta en la disposición a no dejar al otro desvalido, hacerse cargo de sus necesidades». En sus páginas cita a la politóloga e investigadora en estudios del cuidado Joan Tronto y los cuatro momentos del cuidado reflejados en cuatro actitudes: la atención, la responsabilidad, la competencia y la capacidad de respuesta.  Este último punto me resulta nuclear. En su libro Ética de la compasión, Joan Carles Mèlich sostiene que «la compasión consiste en responder al dolor del otro acompañándolo». No deja de ser curioso esta apelación a la respuesta. Cuidar por tanto es responder y corresponder a quien lo necesita, contestar con una acción a los requerimientos de quien no puede satisfacerlos de un modo autárquico. Cuando cuidamos somos cuidadosos, porque estamos atendiendo, que es el momento en que nuestra atención está para el otro, pero no para un otro cualquiera, sino para una otredad inerme y desposeída de autonomía que requiere ser asistida porque por sí misma no puede derribar las adversidades que la coaccionan. La enfermedad, la dolencia, los cuerpos dependientes, la precariedad económica, el maltrato psíquico, la violencia, la vejación, el sometimiento en todas sus abyectas encarnaciones, la expulsión del mercado laboral, la instrumentalización del daño, la erosión de la autoestima, la discriminación subrepticia, son experiencias que dejan maltrecha a la persona que las padece. El concurso de la comunidad es decisorio para erradicarlas o para paliarlas. El cuidado por lo tanto salta a la dimensión pública en tanto que se desenvuelve en el espacio relacional, y porque al cuidarnos establecemos los criterios de lo que consideramos debería ser lo humano. 

La antropóloga y adalid del feminismo Margaret Mead postula que «ayudar a alguien durante la dificultad es donde comienza la civilización», esto es, donde arranca aquello en lo que deliberamos hay humanidad. Creo que también es en ese preciso punto donde se originó el chispazo fundacional de una inteligencia ética que ahora nos impele a cooperar como acción refleja para que la posibilidad de ser heridos decrezca en el devenir de nuestra vida. El pasado sábado pronuncié en el Congreso Nacional del TEI (programa de prevención contra la violencia escolar) celebrado en A Coruña la conferencia La belleza del comportamiento, que es como se titula el libro que presentaré estos próximos días. Allí compartí mi definición de cuidado, que sobrepasa los confines del cuerpo y de la adversidad: «El cuidado es el despliegue de una constelación de atenciones destinada a guarecer los mínimos (lo justo) que necesita cualquier persona para crear condiciones de posibilidad con las que elegir sus máximos (lo que le dona alegría)».  Como he escrito aquí varias veces, es tremendamente ilustrativo comprobar que la tercera acepción del verbo cuidar es pensar. José Antonio Marina nos recuerda que cuidar es la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo valioso, pero para dilucidar qué es lo valioso no nos queda más remedio que sopesar, dirimir, pensar.  Si pensamos bien, veremos que no hay nada más valioso que un tú en el que el yo se positiva como un yo. Me atrevo a parafrasear la máxima cartesiana «Pienso, luego existo» y anudarla al cuidado, a esa atención en la que mostramos disponibilidad para la persona prójima. La máxima cuidadora se podría resumir en «Pienso, luego existes». Creo que este enunciado explica con una brevedad insuperable el fundamento de la ética.

 

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