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martes, marzo 04, 2025

Cosas de las que arrepentirnos antes de morir

Obra de John Wentz

En el entusiasta Utopía para realistas, el filósofo e historiador Rutger Bregman, autor también del contrahegemónico Dignos de ser humanos, ofrece una de las claves estelares para alcanzar una vida buena: «Reclamo que dediquemos más tiempo a las cosas que verdaderamente nos importan». A mí me gusta recalcar que lo contrario de una vida buena no es una mala vida, sino la indisponibilidad de tiempo para dedicarlo a aquello que conexa con lo más enraizado de nuestro ser. Aunque cada persona elige desde el repertorio de sus predilecciones con qué rellenar el contenido de su vida para tornarla en buena, es fácil consensuar que la vida buena es la vida en la que no hay cabida para la absurdidad y la alienación, la vida en la que se anhela que vuelva a amanecer pronto para proseguir con lo que plenifica y cuaja de sentido la eventualidad de existir. Podemos sintetizar que la experiencia más vigorizante a la que puede aspirar cualquier persona es la de llegar a ser la que ya es, por emplear la célebre fórmula de Píndaro. Me atrevo a afirmar sin titubeo alguno que lo más hermoso que una persona puede decirse así misma es algo emparejado con esta enunciación: «¡Disfruto tanto de la vida que me fastidia tener solo una!». 

En su ensayo, Rutger Bregman se lamenta de que la vida que vivimos propenda a separarnos de lo que nos importa, y brinda una fuente bibliográfica para refrendarlo: «Hace unos años, la escritora australiana Bronnie Ware publicó un libro titulado Las principales cinco cosas de las que se arrepienten las personas antes de morir, basado en su experiencia con los pacientes durante su carrera de enfermera. ¿Cuáles fueron sus conclusiones? Ninguno de sus pacientes le dijo que le habría gustado prestar más atención a las presentaciones de power point de sus compañeros de trabajo, o haber dedicado más tiempo a un brainstorming sobre la cocreación disruptiva en la sociedad de la información. El primer motivo de arrepentimiento fue: «Ojalá hubiera tenido el valor de vivir una vida auténtica para mí, no la vida que otros esperaban de mí». El segundo: «Ojalá no hubiera trabajado tanto». Resulta paradójico y a la vez apesadumbra que la lógica imperante en el mundo sea la ansiógena maximización de la ganancia económica, siempre incremental con respecto al ejercicio anterior (y siempre devastando los vínculos de la vida humana, sacrificando la vida animal y vegetal y destruyendo el planeta), y sin embargo, cuando las personas afrontan el final de sus vidas y recapitulan, nunca citan nada afín a la optimización del beneficio, la obtención de ingresos, o el empleo que parasitó sus vidas. Al pensar la vida antes de que emerja su irreversibilidad se evocan vínculos y lazos con los demás, con los lugares y con las creaciones en las que el ser voluntaria y apasionadamente nidificó.

Hace años leí La revolución de la fraternidad de la periodista y psicóloga Paloma Rosado. En sus páginas finales también narraba los testimonios de personas poco antes de morir. La queja más frecuente de todas ellas era la de no haber aprovechado bien la vida (o sea, no haber tenido una vida buena) y no haber expresado el amor que sentían por quienes habían estado a su lado poniendo a su disposición presencia, atenciones y cuidados. Cito de memoria, pero creo que asimismo había personas quejumbrosas de no haber sabido deslindar lo inane de lo relevante, y  sobre todo de haber sido poco hábiles en el arte de saber restar importancia a lo que no se la merece. En algunas de las conferencias con las que comparto públicamente mi mirada suelo contar una terrible anécdota. En los atentados de las Torres Gemelas de New York ocurrió un hecho sin precedentes en la historia de la humanidad. Miles de personas sabían con antelación que iban a morir en cuestión de minutos, y además disponían de un teléfono a su alcance. Empuñando en sus trémulas manos un teléfono realizaron llamadas a sus seres queridos para decirles «te quiero», un adiós con la voz quebrada por el llanto para vindicar el nexo afectivo. De las miles de llamadas grabadas en esos momentos tan trágicos no hay registro de una sola que abordara asuntos relacionados con balances, negocios, inversiones o cuenta de resultados, a pesar de que todas las víctimas se encontraban en sus oficinas. Resulta descorazonador tener que alcanzar las postrimerías del ciclo vital, o que sobrevenga una vicisitud horrible que nos sitúe delante de nuestra propia mortalidad, para ordenar y estratificar nuestras prioridades. No habla bien de nuestra persona. Habla muy mal de las lógicas que rigen el mundo. 


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martes, septiembre 26, 2023

Cosificación: la negativa a apreciar lo humano en un semejante

Obra de Rebeca Sampson

La cosificación consiste en tratar a una persona como si fuera un objeto. Nadie puede metamorfosear a nadie en un objeto, pero sí tratarlo como si lo fuera, lo que desvela el parentesco de la cosificación con la manera que elegimos de relacionarnos con nuestros semejantes. En Ciudadelas de la soberbia, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum sostiene que «cosificar significa dar trato de cosa. Pero a tratar un escritorio o un bolígrafo como cosas no lo llamaríamos cosificación, pues los escritorios y los bolígrafos simplemente son cosas. Cosificar significa convertir en una cosa, tratar como una cosa, aquello que en realidad no es una cosa, sino un ser humano. La cosificación implica, pues, una negativa a apreciar lo humano de aquello que se cosifica o, más habitualmente, a negarle activamente su plena condición humana». Para Nussbaun la cosificación es un concepto agrupador que entraña siete ideas diferenciadas, siete formas de tratar a una persona que no necesariamente operan de manera simultánea. Se puede dar una dimensión y sin embargo desactivarse otra u otras, aunque todas ellas hallan su fuerza gravitacional en que la persona no pueda elegir por sí misma. Dicho lapidariamente. La cosificación de una persona estriba en la anulación de su volición.

Los siete vectores son los siguientes. Cosificar es tratar a una persona como una cosa al considerarla: 1) Un instrumento, una herramienta para los propósitos del cosificador (las personas se releen como entidades serviles puestas a su entera disposición). 2) Una entidad no autónoma, sin capacidad para actuar y autodeterminar su agenda. 3) Canjeable y por tanto intercambiable (frente a la irremplazabilidad propia de la singularidad que porta cualquier persona). 4) No inviolable (es decir, carente de límites que hay que respetar, «como si fuera algo que se puede deshacer, machacar, penetrar o asaltar». 5) Susceptible de ser poseída y por lo tanto usada como una propiedad. 6) Desocupada de subjetividad (sus sentimientos y sus valoraciones son minusvalorados o directamente desatendidos). 7) Silenciable (tanto si enmudece como si habla, puesto que lo que pueda afirmar no merece atención ni consideración).  Aparte de estas terroríficas siete dimensiones, creo que también se puede hablar de cosificación cuando se propician contextos que escinden a las personas de sus capacidades, de esas potencias de vida que al desplegarse les surten de fruición y entusiasmo. Cosificar sería favorecer o suscribir formas de vida que socavan estas posibilidades vigorizantes, las que hacen que las personas abracemos la vida como oportunidad deseable de ser vivida.

En el ensayo Hacer disidencia del tecnocrítico francés Eric Sadin, se formula una prescripción para que la vida humana compartida sea un lugar más apacible y hermoso: «No reducir al otro a una función instrumental y favorecer los vínculos de pura reciprocidad». Infortunadamente el ethos neoliberal opera en la dirección contraria. La satisfacción del lucro privado se supraordina a cualquier precepto que vele por una vida compartida buena y que alce a la otredad como una instancia portadora de una dignidad que nos obliga a su atención y cuidado (que es la manera más sensata de cuidar la propia). En aras de extender los márgenes de beneficio no es rareza precipitarse en la cosificación de la alteridad, puesto que es su cosificación (cuyas ramificaciones pueden sedimentar en sometimiento, dominación, subyugación, deshumanización, impersonalización. extractivismo, abuso, anulación) la que facilita la productividad y la ampliación de la ganancia monetaria. En la obra El desorden democrático Michel J. Sandel sostiene que «los sistemas económicos deberían juzgarse en función del tipo de ciudadanos que producen». Mari-France Hirigoyen aborda en Los narcisos cómo la competición exacerbada promocionada por el régimen neoliberal inflaciona la soberbia en las personas que se alzan con puestos de honor y el autodesprecio en aquellas otras que no alcanzan los estándares sociales asociados a la esfera laboral. El cesarismo de los soberbios propende a cosificar en entornos que exigen subordinación como contrapartida salarial. El soberbio no es que esté incapacitado para percibir a los demás como iguales, es que solo se ve a sí mismo. Y la estructura competitiva es ideal para agigantar esta miopía.

 

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martes, mayo 09, 2023

Las Humanidades son una invitación a pensarnos

Obra de Didier Lourenço

El filósofo y ensayista italiano Nuccio Ordine ha sido galardonado con el  premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2023. Este profesor de Literatura se convirtió en una celebridad literaria gracias al ensayo La utilidad de lo inútil (Acantilado, 2013), un manifiesto que jugaba con el oxímoron del título para vindicar unas Humanidades denostadas por la axiomática neoliberal en su afán de encumbrar exclusivamente las habilidades técnicas asociadas a la esfera monetaria. Las lógicas de la productividad y la rentabilidad exacerban en el diseño curricular el desarrollo de competencias para la empleabilidad del alumnado en menoscabo de saberes humanos y reflexivos. Se margina a las Humanidades para dar mayor espacio a aquellas materias involucradas con el futuro beneficio económico. Desgraciadamente el periplo educativo se subordina cada vez más a lo que demanda el mercado en desmedro de la configuración ciudadana de las personas. Como escribí la semana pasada, hemos perdido la "c" de ciudadanos en favor de otras ces gregarias, descreídas y despolitizadas. El contacto con el conocimiento no se involucra con la posibilidad de que una persona se instituya como una subjetividad con capacidad de organizar y ordenar sensatamente su mundo desiderativo, sentimental e intelectivo, sino que se reduce a la apropiación de habilidades para desplegar una actividad lucrativa. Este dinamismo educativo y cultural ha facilitado la evidente creación de inmensos nichos de pobreza discursiva e imaginativa en la vida compartida.

Cuando le han notificado la concesión del galardón, Nuccio Ordine ha declarado que «en un  momento en el que quienes enseñan son considerados obsoletos porque la escuela y la universidad modernas sólo estarían hechas por ordenadores y pizarras conectadas a Internet, quiero dedicar este premio a quienes enseñan y cambian silenciosamente con su sacrificio la vida de sus alumnos. Hoy en día los maestros no tienen ninguna dignidad social y económica. Por eso este prestigioso premio es una manera de defender este trabajo tan importante para hacer que la humanidad sea más humana». Y ha agregado: «la escuela y la universidad tienen como estrella polar el mercado, y esto es una locura». El ideario neoliberal ridiculiza las Humanidades catalogándolas como inutilidades para la obtención de lucro, que para esta mitología es la cumbre más elevada a la que puede aspirar un ser humano.  Desde este prisma utilitarista todo aquello que no esté altamente orientado a aumentar nuestro valor en el mercado laboral se considera una dilapidación de tiempo y oportunidad. A mis alumnas y alumnos les problematizo con cansina frecuencia que el dinero es medular cuando no se tiene, pero torna elemento secundario para una vida querible cuando se dispone de él en una cantidad que permita sufragar lo básico. Como propenden a equiparar una buena vida con una vida buena, infieren que una vida buena es una mercancía que pueden adquirir si atesoran grandes sumas de dinero. De ahí su obsesión por los sueldos elevados sin cuestionarse ni cómo conseguirlos y ni qué van a perder a cambio.

Las Humanidades son los saberes que nos hacen pensar y sentir sobre aquello que puede mejorarnos como personas insertas en espacios y propósitos con otras personas. Pensar es la capacidad de introducir reflexión y valoración entre el estímulo y la respuesta. Es lo más radicalmente humano, porque esta capacidad de retener el impuso para urdir cómo organizarlo y qué hacer con él permite elegir y resignificarnos como subjetividades únicas involucradas en planes de vida que a su vez cooperan con los planes de vida de los demás (el último ensayo de Ordine ratifica esta idea hasta en el título: Los hombres no son islas). Ordine es de los que siguen creyendo, como Platón y Aristóteles (de ahí su reivindicación de Clásicos para la vida), que educar es educar deseos, y aprender es aprender a admirar lo admirable. Las Humanidades son los relatos en los que los seres humanos se narran a sí mismos y se interpelan con resortes críticos para comprender y sentir mejor qué significa ser un ser humano. Son saberes inútiles en tanto que no guardan una finalidad material, pero son los únicos que nos pueden asistir a pensarnos, articular vida compartida y brindarla de sentido. Indiscutidamente hay saberes necesarios para vivir, pero las depreciadas Humanidades son saberes para vivir bien. Entre vivir y vivir bien hay un abismo que solo se puede contemplar con reflexión y deliberación.  

 
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