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martes, mayo 15, 2018

Singularidad frente a individualismo

Obra de Duarte Vitoria
En el argumentario social se ha instalado una perniciosa sinonimia que conexa el individualismo con la autosuficiencia. Es muy fácil desmontar este emparejamiento imaginario. Nadie puede ser independiente si previamente no es interdependiente. Frente a la psicologizada tesis del individuo que desde su condición insular halla su plenitud desdeñando teóricamente la participación de los otros en su configuración, yo defiendo que nos completamos con lo otro y los otros. La posibilidad de la independencia del sujeto es el resultado de la experiencia de interdependencia con otros sujetos. En el hermosísimo Elogio de la infelicidad, Emilio Lledó explica con su prosa poética que «la sociedad no es un lugar en el que estamos sino en el que somos –en el que nos hacemos o deshacemos-». Lo contrario de la autonomía (la capacidad de elegir con qué fines queremos construir nuestra existencia) no es la interdependencia, es la subordinación, la coacción, el abuso de poder. Podemos ser seres autónomos porque somos seres sociales. Aristóteles resaltó esta peculiaridad: «El hombre es un animal político por naturaleza». Pero añadió un corolario que se olvida frecuentemente: «Y quien crea no serlo, o es un dios o es un idiota». El significado de idiota en el apotegma aristotélico es el de aquel sujeto que cree que puede prescindir de los demás. Los clásicos descubrieron enseguida esta característica, y por eso hermanaban el pecado capital de la soberbia con la estulticia.

La santificación de un mal entendido individualismo ha traído adjuntada una también mal entendida idea de autosuficiencia. Que aspiremos a la laudatoria tarea de singularizarnos en medio del dinamismo de la agrupación humana no significa que nos podamos valer por nosotros mismos. Se ha hiperbolizado tanto el individualismo y el desafecto al otro que en mis cursos y en mis conferencias me siento obligado a recordar que no solo necesitamos a los otros para vivir, sino sobre todo para existir. Somos tan menesterosos como individuos que si no hubiera sido por otros no hubiésemos nacido, y si no es por su cuidado y atención no hubiésemos sobrevivido. Frente al individualismo y su errática idea de autarquía, yo abogo por la singularidad o la subjetividad inintercambiable. Una singularidad es el conjunto de deliberaciones, decisiones, elecciones, acciones e imponderabilidades que se aglutinan en torno a una existencia. Esta existencia singular se nutre de memoria, el relato con el que cada uno de nosotros va narrándose su acomodación en el mundo de la vida. El contenido siempre trashumante de esta narración autobiográfica da forma a lo que Lledó denomina «el fondo ideológico de toda singularidad». En el ensayo Los sentimientos también tienen razón yo bauticé este fondo como el entramado afectivo. En ese entramado borbotean redárquicamente el repertorio de emociones atractoras, la constelación sentimental, el aparato cognitivo y sus capacidades generadoras y ejecutivas, la aglomeración de capital empírico, la arborescencia deseante y su catálogo de filias, fobias y desdenes, las creencias, las expectativas, la urdimbre axiológica, los valores personales, el sustrato flotante del carácter, la franja de edad, los condicionantes generacionales, la irradiación del hábitat cultural. Este gigantesco interfaz es la mismidad que somos cada uno de nosotros frente a la otredad, que es otra mismidad tan idéntica como desigual que la nuestra. Somos una singularidad dotada de corporeidad que se asoma al otro a través del rostro y del lenguaje que permite visibilizar y pormenorizar el contenido invisible de este fluyente entramado afectivo. 

La singularidad jamás se asienta en un hábitat individual, sino en un hábitat compartido, en un hábitat político. Pero la socialización no implica despersonalización, sino que favorece lo contrario. Nos podemos singularizar gracias a la inserción en engranajes colectivos. Podemos elegir, que es la vitrina de la dignidad y de la autonomía, porque somos seres en perpetua interacción con el otro en un marco de reciprocidades que nos permiten colmar demandas biológicamente básicas para dedicarnos a intereses puramente subjetivos. Para autonomizarnos necesitamos la satisfacción de unas exigencias mínimas que solo se dan en contextos participados. Requerimos una ética de mínimos para articular el espacio compartido como individuos humanos (justicia) y una ética de máximos para que cada uno de nosotros rellene con sus preferencias y contrapreferencias el contenido de su felicidad y se singularice como persona. En algunas bibliografías esta dualidad se conceptúa como felicidad colectiva y felicidad privada. En otras se cita el cumplimiento estricto de los Derechos Humanos, los mínimos sin los cuales queda abolida la posibilidad de autorrealizarnos según nuestras potencialidades y nuestros entusiasmos. Despolitizar o individualizar (ambos términos significan lo mismo) los territorios compartidos es fracturar el vínculo social con el otro y poner en peligro nuestra independencia. Parece antitético, pero al despolitizarnos y truncar las alianzas nos volvemos más dependientes. El individualismo atenta contra nuestra singularidad.

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miércoles, noviembre 02, 2016

El tamaño de nuestra ignorancia




La andadura vital de cualquiera de nosotros se resume en una pugna encarnizada entre lo que uno pretende y lo que le acontece. Dicho liso y llanamente. Se trataría de la lucha entre el deseo y la realidad. Para acotar  lo que quiero decir definiré ambas magnitudes. Entiendo como deseo el borbotear de una ausencia que anhela hacerse presencia. Para intentar alcanzar ese cometido las personas desplegamos esfuerzo y un complot de competencias afines a lo deseado. Entiendo como realidad la cuota de resistencia que se opone a que culminemos esa conquista. Recuerdo leerle a Benjamín Prado en una de sus novelas que el deseo es justo lo contrario a la realidad. La realidad se dedica a enviudar muchos deseos, sobre todo aquellos que fueron engendrados por un déficit de realidad. Antonio Machado abrevió en un verso antológico toda esta maraña existencial: «Yo me jacto de mis propósitos, no de mis logros». Vuelvo a la terminología con la que inicié este texto. La mayoría de las veces el acontecimiento noquea nuestros propósitos y nos hace tachar parte de lo diagramado. En el ensayo Ética de la hospitalidad, Daniel Innerarity insiste en segregar las acciones controladas de las que acontecen, en diferir entre las cosas que hacemos y las cosas que nos pasan. Esta escisión es primordial para comprender lo incomprensible.

Nuestra vida está plagada de hechos que acontecen sin nuestro consentimiento, pero que sin embargo definen y redondean nuestra biografía. Son microacontecimientos que se filtran poco a poco, o macroacontecimientos con una irradiación cegadora, que nos hacen arribar a estaciones inimaginadas cuando urdimos planes y nos proyectamos. Una de mis frases favoritas alude a este hecho que escapa a nuestro control volitivo: «Si quieres que Dios se parta de la risa, cuéntale tus planes». Aquello que ahora posee un protagonismo nuclear en nuestra vida ocurrió de una manera  aleatoria,  tan contingente que sucedió como pudo perfectamente no haber sucedido. Estos hechos dados nos donan particularidad, una identidad sobrevenida, frente a los hechos creados que nos confieren singularidad, una identidad electiva.  En el espacio intersubjetivo en el que somos existencias ensambladas a otras existencias, y en un mundo articulado por la irrupción permanente de lo incontrolable, las cosas no se pueden evaluar con la simpleza de atribuir a la implicación personal la responsabilidad de todo lo que le ocurra a uno. La ideología del esfuerzo confunde ambas dimensiones al elevar al estatuto de sinonimia voluntad y resultado, y provoca severas contusiones sentimentales en los individuos. Cuando observamos que esa falta de suficiencia impide la domesticación de los acontecimientos, entonces nos sentimos humanos. Es en esa experiencia dramática cuando aceptamos que ignoramos por completo la magnitud de nuestra ignorancia. kant afirmaba que la inteligencia de un ser humano se mide por la cantidad de incertidumbre que puede soportar.  Me atrevo a parafrasearlo. La inteligencia de cualquier persona se mide por la cantidad de ignorancia que es capaz de admitir como parte de su conocimiento.

martes, septiembre 06, 2016

«Rehacer la vida»



Obra de Jack Vettriano
Una de las formas más usuales y más sorprendentes de promocionar el amor es fijando nuestra atención en la depreciación a la que nos conduciría su dolorosa ausencia. No se apela a su efecto multiplicador, sino al cataclismo al que nos arrojaría su pérdida. Cuando aquí empleo la palabra amor la ubico exclusivamente en el binomio sentimental de las parejas, y me refiero a ella semánticamente como un alambicado sistema de motivaciones que trae anexado un copioso repertorio de sentimientos y deseos. A mí me gusta señalar que para evitar relatos muy vaporosos y confusamente etéreos, en vez de decir te quiero es más esclarecedor puntualizar qué quieres hacer conmigo, que es una manera de concretar la cascada de deseos que convoca el amor y rotular con más precisión los nexos de feliz interdependencia que entreteje este complejo sistema. Helen Fisher, la antropóloga del amor, infería la génesis de estos laberintos en su ensayo  Por qué amamos y la remachaba en Anatomía del amor. Aducía que la volubilidad del amor es una estratagema de la naturaleza que opera en los circuitos cerebrales para segregar dimensiones como la atracción sexual, el apego y el amor romántico. El extravío afectivo, normalmente acompañado de incompatibilidades, ocurre cuando uno ignora en cuál de estos vectores se encuentra, o los mezcla con personas distintas que a su vez le demandan dimensiones que no convergen con las suyas. Un buen quebradero de cabeza.

Aclarado este aspecto volvamos al principio, a esa inercia que nos impele a releer el amor romántico, según la terminología de Helen Ficher, desde la devastación que supondría ser rechazado y que la pareja como estructura se desintegre. En uno de los últimos cursos que impartí antes de la llegada del verano realicé una dinámica muy sencilla, pero muy elocuente. El curso trataba sobre la ontología del lenguaje y la práctica consistía en darle una orientación positiva a la expresión «sin ti no soy nada». Los participantes encontraban sudorosas dificultades para virar este lugar común hacia horizontes mucho más amables en los que quien lo pronuncia salga bien parado, y no hecho un guiñapo. Era gente de mediana edad en su mayoría casada y con hijos. Entre risas un poco nerviosas uno escribió «sin ti nada tiene sentido» y otro garabateó que «si me faltas, me muero». Les repetí que se trataba de voltear la frase y reescribirla en sentido positivo. Para que lo vieran claro tuve que ponerles un ejemplo, la frase que inventé hace años para un libro en el que refutaba tópicos, y que desde hace tiempo es mi estado de wassap: «Contigo soy más», o  «juntos somos más que tú y yo por separado». Sólo así logré que su atención se anclara en lo positivo, que pudieran releer la suerte de compartir con otra singularidad como la nuestra un mismo sistema de motivaciones desde la expansión y no desde la hecatombe afectiva. El siempre incisivo Alex Grijelmo comentaba en uno de sus ensayos sobre el uso de las palabras cómo en muchas ocasiones lo vocablos llegan inyectados de inocentes prejuicios altamente corrosivos. Normal que el ensayo se titulara Palabras de doble filo. Las palabras parecen graciosas capsulas sonoras exentas de tangibilidad, pero emboscadas en ellas habita la realidad y nuestra manera de interpretarla.

Recuerdo varias de esas palabras que cita Grijelmo y que vinculan con lo que yo estoy narrando aquí. Cuando una famosa divorciada inició una nueva relación, un programa televisivo etiquetó la buena nueva del siguiente modo: «un atractivo mexicano de 47 años le ha devuelto la sonrisa». Para informar de casos similares, en el que alguien vuelve a tener pareja, se suele emplear la expresión «rehacer la vida». «Tras su fracaso matrimonial el cantante ha rehecho su vida con una modelo». La aparentemente inocente expresión indica que la ausencia de compañía sentimental es sinónimo de tener la vida destrozada, o un impedimento para embutir plenitud a la vida, o un entreacto en el que indefectiblemente desaparece la sonrisa y por tanto también la felicidad. Es como si quien no tiene pareja no pudiera sonreír, no pudiera sentirse plenificado, no tuviera una vida perfectamente hecha y cuajada de sentido. También se deja entrever que el dolor de una ruptura sólo se puede cauterizar con el advenimiento de una nueva pareja. Normal que cuando uno siente que se resquebraja la relación suplique persuasivamente su continuidad porque «sin ti no soy nada». Aunque en su libro Amor o depender, su autor Walter Riso instiga la peligrosa confusión entre dependencia afectiva y apego, sí aporta clarividencia cuando matiza que en el diptongo amoroso una cosa es el lazo afectivo y otra cosa es ahorcarse con él. Esta diferencia cualitativa es crítica para entender que somos seres desvalidos sin la presencia zigzagueante de los demás en nuestras vidas, pero no somos mitades que sufren desvalimiento si no hallan esa literaria otra mitad que el relato imperante y unidemensional considera imprescindible para cerrar perfectamente el círculo. Nuestra instalación afectiva en el mundo no depende de tener o no tener pareja. Somos seres abiertos que podemos ampliar nuestras posibilidades, amplificarnos con la degustación del otro y con la construcción de proyectos afectivos compartidos. Ya somos, pero podemos ser más todavía. Eso sí, siempre que el amor sea un sistema de motivación y no de jibarización. Entonces estaríamos hablando de otra cosa, aunque desgraciadamente muchos aún no lo saben.

martes, julio 07, 2020

La admiración es la contraposición de la envidia


Obra de Bo Bartlet
Es muy curioso comprobar cómo en los procesos educativos se habla mucho de valores y muy poco de virtudes, o se enfatiza con insistencia la para mí erróneamente llamada inteligencia emocional y apenas se subraya la necesidad de un proyecto ético en el que los sentimientos puedan cobrar su genuino sentido evaluativo. En la plaza pública se insiste en que vivimos crisis de valores, pero a mí me parece que no es así. Lo que padecemos es una crisis de virtudes. Las virtudes son valores en acción, ideas sobre el comportamiento hechas comportamiento. Los valores entran por los oídos, pero las virtudes se observan con los ojos en las acciones ejemplares. Si nuestro entramado afectivo está bien alfabetizado, el sentimiento de la admiración activa en nosotras el deseo de incorporar la conducta virtuosa que se despliega ante nuestros ojos en el paisaje de la vida compartida. Frente a otras disposiciones afectivas más sedentarias, en la admiración hay una imantación intrínseca que nos confiere la condición de nómadas. Admirar es ir hacia lo excelente que se mira. Y dirigirse hacia lo mirado ya es una práxis del vivir.

Muchas veces nominamos como envidia sana la virtud admirativa, pero no mantienen nexo alguno. Las palabras nunca son gratuitas y crean mundo y por tanto futuro solo con su propia fonación. Hay que ser muy cuidadosos al elegirlas y al pronunciarlas. La envidia sana se suele utilizar como sinónimo de admiración porque tanto en la una como en la otra el sujeto anhela apropiarse de lo que no posee, pero hay una diferencia gigantesca que las convierte en sentimientos antónimos. Si descodificamos la envidia sana, veremos que no puede ser salubre. La envidia es la tristeza que provoca en nosotros la contemplación de la prosperidad ajena. Es un sentimiento que jamás aporta benignidad ni tampoco ninguna optimización adaptativa. Es mórbida y siempre hace daño. Quien la siente vive dolorosamente encarcelado entre sus enmudecidos muros. Como la envidia es un sentimiento reprobado consuetudinariamente, rara vez se verbaliza y se comparte para evitar así la penalización social. Al margen de qué apellido le acompañe, la envidia nos deja abatidas e incluso enojadas. Sin embargo, la admiración nos inunda de alegría. Cuando contemplamos admirativamente la comisión de lo excelente jamás nos envuelve la tristeza. Lo magnífico observado nos suministra elevadas cantidades de energía para precisamente realizar la tarea de trasladarlo fruitivamente a nuestro comportamiento. Cuando admiramos sentimos cómo la alegría percute y fosforece en el cuerpo, nos entusiasma lo contemplado y anhelamos sedimentarlo en conducta. La alegría adosada a la admiración es la fuerza ejecutiva para realizar este ejercicio de traslación y apropición. El espectador deviene autor. Conviene recordar en este punto que la alegría es decir sí a la celebración de la vida, y lo excelente siempre es una manera de festejar lo hermoso que se agazapa en el irrepetible acontecimiento de estar vivo.
 
Resulta difícil no traer a colación a Aurelio Arteta y su ensayo La admiración, una virtud en la mirada. El propio título es una muy elocuente definición de la admiración. Si no recuerdo mal, estoy citando de memoria, el propio Arteta postulaba que la admiración es el sentimiento de lo mejor y el mejor de los sentimientos. Es el sentimiento elicitado por la panorámica de la conducta excelente, que es aquella en la que se trata con respeto al otro, y tratamos de reproducirla en nuestro comportamiento a sabiendas de que nos metamorfoseará en personas mejores. Para admirar hay que estratificar lo que miramos, que es una forma de elegir modelos, arquetipos, ejemplos, y para mirar bien tenemos que jerarquizar y segregar lo excelente de lo execrable, lo respetuoso de lo miserable, lo admirable de lo abyecto, lo que nos amplifica de lo que nos reduce, lo que no ennoblece de lo que nos encenaga. Cuando el lenguaje cotidiano reprende en que no hay que juzgar a las personas, no dice que no haya que delinear éticamente unas conductas de otras, sino que debemos rehuir establecer juicios generales basados en conductas concretas de las que ignoramos el contexto, la intrahistoria, la biografía de su protagonista. La jerarquización del comportamiento sólo es posible con un proyecto ético que nos indique los mínimos comunes de justicia necesarios para la vida compartida y para que cada uno de nosotros pueda iniciar los máximos divisores en los que descansa su singularidad y las decisiones de su autonomía cuyo desarrollo se convierte en alegría. La alegría es un indicador inequívoco de si estamos admirando o de si estamos envidiando. Si solo se puede aprender aquello que se ama (por citar el título del ensayo de Francisco Mora), y si se aduce que solo se puede amar aquello que provoca alegría, es fácil silogizar que solo podemos transformarnos a través de la alegría. Sentimentalizarnos en la admiración es sentimentalizarnos en la alegría, el sentimiento que monopoliza cualquier práctica emancipadora. 



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