Obra de Mary Jane Ansell |
En su ensayo de título inequívoco, El perdón, la soberanía del yo, Javier Sádaba lo eleva a virtud moral que complementa con la justicia, pero sobre todo ofrece un fresco rotundo en el que entrevemos «un yo que se enfrenta a la desnuda persona de otro yo». El yo que somos pocas veces es tan yo y a la vez tan quebradizo como cuando solicita ser perdonado ni tan soberano como cuando acepta la solicitud y perdona. El yo, para liberarse del peso y la erosión de la paternidad de una culpa, depende de las palabras conmiserativas que aparezcan en la sentencia del otro yo que ha padecido las consecuencias y al que ahora se le ruega la absolución. Estamos delante de un momento iluminador tanto de nuestra condición de animales sentimentales como del poder omnímodo del lenguaje. Una simple palabra proferida por una garganta nos puede aliviar del poder corrosivo de la culpa, si somos los progenitores de la comisión de un daño, o del resentimiento, si somos los afectados por esa acción que nos ha dolido. Es una tecnología que por más que la estudio no deja de asombrarme. El lenguaje remodela un contexto interpersonal tan solo con enunciarse.
El perdón exige la asunción de
un acto que ha ocasionado daño en un tercero. En El perdón, una investigación filosófica Mario Crespo lo explica con
una fórmula lógica: «Si A perdona a B, es porque B ha infligido a A un mal
objetivo». El perdón no valida la acción, sino que
la petición de que sea perdonada implica la condición de acto merecedor de
reprobación. Cuando alguien pide perdón asume la autoría de un acto que ha originado un daño o una ofensa, solicita la gracia del perdonante, intenta compensar el mal
causado y, como desea restaurar la relación, se compromete ante el afectado a que esa acción no
se repita mostrando propósito de enmienda. Como contrapartida, el
perdonante se compromete a respetar un pliego de comportamientos sustanciales en la recomposición del nuevo marco. Renuncia a reembolsarse el talión puesto que
el perdón salda las cuentas pendientes y cancela la restitución. A pesar de no cobrar la deuda
contraída rehúsa en un futuro autoproclamar para sí la condición de acreedor y disuelve en el otro la de deudor. Admite que el agresor
no será señalado por los daños cometidos y que además de no recordarlos los intentará olvidar. El recuerdo es un acto volitivo, pero el olvido no, y esta distinción es fundamental en la tramitación de la promesa. Uno puede prometer no recordar, pero no olvidar, porque la voluntad es inoperante para ese cometido. Cuando se perdona se asume la responsabilidad de no sacar a colación el daño causado para en otro momento ubicarse
en una situación ventajosa respecto al perdonado. El perdón genuino obliga a no instrumentalizar el perdón concedido.
El perdón se brinda gracias a que
actúa la dimensión conmiserativa en vez de la conmutativa. Se transmuta el odio por la compasión. Este punto es mágico. Pido máxima atención porque vamos a adentrarnos en el núcleo del amor que se entabla entre los seres humanos. Se perdona porque el
daño que nos han hecho se relee y se tasa con una mirada compasiva, se intenta comprender
por qué el infractor hizo lo que hizo, qué motivaciones dormitaban en su conducta para la comisión de un daño así.
Solo podemos perdonar cuando tomamos conciencia de nuestra propia
falibilidad, la flaqueza y la volatilidad que sitian los deseos humanos, la provisionalidad que lleva aparejado vivir, lo fácil
que es tropezar y mancharnos de lodo de arriba abajo, ensuciarnos con
comportamientos de los que nos arrepentiremos poco después. Cuando el tamaño del daño perpetrado es voluminoso, el
sentimiento que provoca su contemplación en una persona sentimentalmente bien alfabetizada no es odio, sino tristeza. Apena constatar que un semejante a nosotros pueda ser el autor de algo así,
el causante de una sevicia en otro ser humano como él. Al perdonar contemplamos
todo esto, y lo podemos contemplar por nuestra semejanza, por nuestra compartida afiliación a la humanidad. Aceptamos expiar
de nuestros recuerdos el daño perpetrado por quien ahora reconoce su autoría, se avergüenza de él y nos comunica que pone toda su voluntad en no
volver a cometerlo. En el maravilloso El olvido y el perdón, Amelia Valcárcel compendia
esta liturgia en cinco concretos instantes: confesión, arrepentimiento, duelo,
reparación y compromiso de no repetir. Por parte del perdonante yo los rotularía en
aceptación de la solicitud, decisión de no cobrar la deuda y compromiso de en un futuro no recordar la cancelación del impago.
El perdón se erige de este modo en una virtud que se nutre de una pluralidad de
sentimientos que intervienen con el afán de mutarse. Frente a los sentimientos de clausura
(por emplear la nomenclatura creada para mis ensayos) que podemos abreviar en odio, rencor, irascibilidad, furia, amargura, rabia,
venganza, nos dejamos arrullar por los de apertura, que podemos resumir en
compasión, bondad, generosidad, amor. Esta metamorfosis es tan portentosa y tan sorprendentemente exquisita que algunos autores
hablan de ella como un don, o como un acto milagroso que vinculan a la
irracionalidad en un intento de aproximarlo a una experiencia tutelada por
alguna deidad monoteísta. El perdón pertenece a nuestra tecnología sentimental
y moral y por tanto a la mediación de lo inteligible. En la racionalidad neta del perdón se contraviene por completo el instinto de venganza y su resbaladiza espiral, el deseo de castigo, la pulsión que nos impele a una devolución rápida y recíproca del daño, el orgullo desatado y su incapacidad para divisar la interdependencia. El perdón es analgesia sobre el dolor que ocasiona el
mal objetivo, tanto para el que lo ha perpetrado como para el que lo ha sufrido. No hay medicamento que logre una efectividad
mayor sobre esos daños que duelen sin necesidad de tocar el cuerpo.
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