martes, octubre 30, 2018

La vivencia del perdón y sus mutaciones sentimentales


Obra de Mary Jane Ansell
El perdón es un fenómeno seminal para el buen funcionamiento de las interacciones humanas. No creo exagerar si afirmo que su inexistencia haría peligrar los círculos de convivencia más íntimos, pero también aquellos en los que se debilita la perspectiva empática. Más aún. Su presencia es medular para la propia construcción egocéntrica, en la que el autoperdón goza de una insondable centralidad. El perdón no es un sentimiento, sino una virtud originada por un magma de sentimientos que operan entre sí para la proeza de revertirse a sí mismos. El dinamismo del perdón desencadena prodigiosos vaivenes afectivos que voy a intentar esbozar a continuación. Bienvenidos a la contemplación del más difícil todavía sentimental. Cuando hablo de perdón no hablo de condonar, ni amnistiar, ni desendeudar, ni indultar, ni de la eliminación de sanciones legales. Estamos en la esfera en la que lo sentimental y lo moral aparecen nítidamente como la indisolubilidad que conforman. En La razón también tiene sentimientos definí el perdón como un acto verbal que lexicaliza una constelación de deseos nucleares para la vida compartida. En el Pequeño tratado de las grandes virtudes, el filósofo francés A. Comte Sponville apunta que el perdón es «la virtud que perdona no por la supresión de la infracción o la ofensa –lo que no podemos hacer-sino por la interrupción del resentimiento hacia quien nos ofendió o nos perjudicó». Esta definición calca una de las más célebres, la firmada por el obispo anglicano del siglo dieciocho Joseph Butler: «el perdón es la supresión del resentimiento». Conviene recordar aquí que el resentimiento es una experiencia afectiva presidida por un odio enmohecido (el término latino rencor, rancescere, significa ponerse rancio), el perpetuo recuerdo de una ofensa cuyo dolor siempre presente aspira a ser saldado en cualquier momento. El perdón no solo elimina el moho del odio, sino el odio mismo.

En su ensayo de título inequívoco, El perdón, la soberanía del yo, Javier Sádaba lo eleva a virtud moral que complementa con la justicia, pero sobre todo ofrece un fresco rotundo en el que entrevemos «un yo que se enfrenta a la desnuda persona de otro yo». El yo que somos pocas veces es tan yo y a la vez tan quebradizo como cuando solicita ser perdonado ni tan soberano como cuando acepta la solicitud y perdona. El yo, para liberarse del peso y la erosión de la paternidad de una culpa, depende de las palabras conmiserativas que aparezcan en la sentencia del otro yo que ha padecido las consecuencias y al que ahora se le ruega la absolución. Estamos delante de un momento iluminador tanto de nuestra condición de animales sentimentales como del poder omnímodo del lenguaje. Una simple palabra proferida por una garganta nos puede aliviar del poder corrosivo de la culpa, si somos los progenitores de la comisión de un daño, o del resentimiento, si somos los afectados por esa acción que nos ha dolido. Es una tecnología que por más que la estudio no deja de asombrarme. El lenguaje remodela un contexto interpersonal tan solo con enunciarse.

El perdón exige la asunción de un acto que ha ocasionado daño en un tercero. En El perdón, una investigación filosófica Mario Crespo lo explica con una fórmula lógica: «Si A perdona a B, es porque B ha infligido a A un mal objetivo».  El perdón no valida la acción, sino que la petición de que sea perdonada implica la condición de acto merecedor de reprobación. Cuando alguien pide perdón asume la autoría de un acto que ha originado un daño o una ofensa, solicita la gracia del perdonante, intenta compensar el mal causado y, como desea restaurar la relación, se compromete ante el afectado a que esa acción no se repita mostrando propósito de enmienda. Como contrapartida, el perdonante se compromete a respetar un pliego de comportamientos sustanciales en la recomposición del nuevo marco. Renuncia a reembolsarse el talión puesto que el perdón salda las cuentas pendientes y cancela la restitución. A pesar de no cobrar la deuda contraída rehúsa en un futuro autoproclamar para sí la condición de acreedor y disuelve en el otro la de deudor. Admite que el agresor no será señalado por los daños cometidos y que además de no recordarlos los intentará olvidar. El recuerdo es un acto volitivo, pero el olvido no, y esta distinción es fundamental en la tramitación de la promesa. Uno puede prometer no recordar, pero no olvidar, porque la voluntad es inoperante para ese cometido. Cuando se perdona se asume la responsabilidad de no sacar a colación el daño causado para en otro momento ubicarse en una situación ventajosa respecto al perdonado. El perdón genuino obliga a no instrumentalizar el perdón concedido.

El perdón se brinda gracias a que actúa la dimensión conmiserativa en vez de la conmutativa. Se transmuta el odio por la compasión. Este punto es mágico. Pido máxima atención porque vamos a adentrarnos en el núcleo del amor que se entabla entre los seres humanos. Se perdona porque el daño que nos han hecho se relee y se tasa con una mirada compasiva, se intenta comprender por qué el infractor hizo lo que hizo, qué motivaciones dormitaban en su conducta para la comisión de un daño así. Solo podemos perdonar cuando tomamos conciencia de nuestra propia falibilidad, la flaqueza y la volatilidad que sitian los deseos humanos, la provisionalidad que lleva aparejado vivir, lo fácil que es tropezar y mancharnos de lodo de arriba abajo, ensuciarnos con comportamientos de los que nos arrepentiremos poco después. Cuando el tamaño del daño perpetrado es voluminoso, el sentimiento que provoca su contemplación en una persona sentimentalmente bien alfabetizada no es odio, sino tristeza. Apena constatar que un semejante a nosotros pueda ser el autor de algo así, el causante de una sevicia en otro ser humano como él. Al perdonar contemplamos todo esto, y lo podemos contemplar por nuestra semejanza, por nuestra compartida afiliación a la humanidad. Aceptamos expiar de nuestros recuerdos el daño perpetrado por quien ahora reconoce su autoría, se avergüenza de él y nos comunica que pone toda su voluntad en no volver a cometerlo. En el maravilloso El olvido y el perdón, Amelia Valcárcel compendia esta liturgia en cinco concretos instantes: confesión, arrepentimiento, duelo, reparación y compromiso de no repetir. Por parte del perdonante yo los rotularía en aceptación de la solicitud, decisión de no cobrar la deuda y compromiso de en un futuro no recordar la cancelación del impago.

El perdón se erige de este modo en una virtud que se nutre de una pluralidad de sentimientos que intervienen con el afán de mutarse. Frente a los sentimientos de clausura (por emplear la nomenclatura creada para mis ensayos) que podemos abreviar en odio, rencor, irascibilidad, furia, amargura, rabia, venganza, nos dejamos arrullar por los de apertura, que podemos resumir en compasión, bondad, generosidad, amor. Esta metamorfosis es tan portentosa y tan sorprendentemente exquisita que algunos autores hablan de ella como un don, o como un acto milagroso que vinculan a la irracionalidad en un intento de aproximarlo a una experiencia tutelada por alguna deidad monoteísta. El perdón pertenece a nuestra tecnología sentimental y moral y por tanto a la mediación de lo inteligible. En la racionalidad neta del perdón se contraviene por completo el instinto de venganza y su resbaladiza espiral, el deseo de castigo, la pulsión que nos impele a una devolución rápida y recíproca del daño, el orgullo desatado y su incapacidad para divisar la interdependencia. El perdón es analgesia sobre el dolor que ocasiona el mal objetivo, tanto para el que lo ha perpetrado como para el que lo ha sufrido. No hay medicamento que logre una efectividad mayor sobre esos daños que duelen sin necesidad de tocar el cuerpo.



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martes, octubre 23, 2018

La educación consiste en aprender a sentir bien


Obra de Gabriel Schmitz
El pasado sábado participé en Santander en el Segundo Encuentro de Psicología Educativa, Neurociencias y Emoción. El Congreso abordaba cómo conexar el conocimiento científico del funcionamiento del cerebro y las emociones con la educación. Mi ponencia se titulaba Una ética del sentir bien. En ella me interrogaba sobre qué sentimientos son medulares para una sentimentalidad que fortalezca nuestra humanización. La humanización es esa tarea sorprendente e inacabable en la que el ser humano se ha embarcado para llegar a ser el ser humano que considera sería bueno ser. Quería establecer cuatro puntos cardinales en el mapa de los afectos sin cuya presencia esta empresa deviene irrealizable. Los sentimientos se interfluyen, así que indicar prototípicamente uno aislado de todos los demás es segmentar fraudulentamente no solo la sentimentalidad sino todo el entramado afectivo. Es una elección que traiciona la complejidad nodal de los propios sentimientos, y también su interpenetración con las emociones primarias, los valores éticos, los valores personales, los deseos, el repertorio de creencias, el capital empírico, las expectativas, el punto narrativo en el que se encuentre nuestra biografía y la interacción que mantenga con otras biografías cuya narratividad también está en un punto concreto y no en otro y que contamina inexorablemente la nuestra. Pero en el Congreso, y en un corto espacio de tiempo que demandaba taxatividad, quería citar los cuatro sentimientos que esbozo como neurálgicos para incorporarlos a la conducta a través del hábito (no hay otra manera posible) y que a su vez sirvan de ejes para la reproducción de modelos (que es lo que propone el programa educativo TEI de Andrés González Bellido cuya exposición yo prologaba). La brevedad y la transmisión pedagógica me obligaban a presentar fragmentariamente lo que opera redárquicamente.

La educación es el procedimiento que hemos encontrado los animales humanos para enfrascarnos en el cometido de aproximarnos al ser que sería bueno ser. De hecho, somos los únicos animales que dedicamos porcentajes altísimos de tiempo de vida a educarnos formalmente. Kant definió la educación con su habitual brillantez al considerarla «el desarrollo en el hombre de toda la perfección de que su naturaleza es capaz». Uno de los sentimientos fundamentales para este propósito es el sentimiento de respeto. Cuando hablo del sentimiento de respeto me refiero al respeto a la dignidad que todo ser humano posee por el hecho de ser un ser humano. En este Espacio Suma NO Cero he escrito muchos artículos sobre esta maravillosa imaginación ética que nos exhorta a tratar al otro con el mismo valor y estima que toda persona solicita para sí misma, así que a pesar del esquematismo no me extenderé más. Más abajo comparto otros textos que amplían esta idea. El segundo gran sentimiento de la arquitectura afectiva es la compasión. Es difícil que surja la compasión allí donde el respeto como sentimiento adolezca de falta de protagonismo. La compasión latina o la sympatheia griega es el sentimiento que obra la portentosa peripecia de que el dolor que contemplamos en un congénere nos duela como si fuéramos nosotros los verdaderos sufrientes. En La razón también tiene sentimientos concluí que «no hay mayor nexo con el otro que hacer nuestro el dolor que es suyo». Ese dolor que sitia al otro lo podemos hacer nuestro a través de la imaginación, y lo podemos imaginar hasta el punto de que nos acabe punzando en nuestras entrañas porque somos semejantes. La compasión delata nuestra afiliación a la humanidad. Aquí no tengo espacio para argumentarlo, pero la compasión es la génesis de la justicia, la equidad y la posibilidad de la supervivencia. La compasión al internalizarse en la conducta se transforma en virtud.

El tercer gran sentimiento es el sentimiento de alegría. Yo cada vez le concedo mayor relevancia porque su presencia edulcora las experiencias y es muy fácil de detectar. La alegría es la manera en que le decimos sí a la celebración de la vida. Sus respuestas fisiológicas son inequívocas en su afán de predisponernos a festejar el encuentro gozoso en acciones compartidas con los demás. La alegría es una forma de instalarnos en el mundo y cuando logramos su regularidad asoman otras predisposiciones fundamentales en la arborescencia del entramado afectivo. Me satisfizo escuchar a Rafael Bisquerra en su intervención en el Congreso afirmar que la felicidad es la alegría provocada por acciones que destilan amor. Bisquerra definió el amor como predisposición a procurar bienestar a un ser querido, lo que confiere al amor no solo estatuto sentimental sino también comportamental. Conviene recordar aquí que en su sentido prístino el amor era cuidar al otro. «El amor es responsabilidad de un Yo para un Tú», postulación de Martin Buber a la que me adhiero, y a su certeza de que los sentimientos se albergan, pero el amor ocurre. La gran noticia es que cuidar o procurar el bienestar al otro nos produce alegría o algunas de sus variantes (entusiasmo, satisfacción, júbilo, gozo, paroxismo), y que la alegría siempre que comparece en nuestra vida nos toma la mano y nos lleva al encuentro del otro porque hemos comprobado que al compartir la alegría la multiplicamos. El neurocientífico Francisco Mora, que impartió la conferencia inaugural, defendió desde la tarima que la emoción es la energía que mueve el mundo. Es algo que repite en sus aplaudidos ensayos. Podemos utilizar su argumento para entrelazarlo con la bondad y la alegría. Sabemos que ayudar al otro nos hace sentirnos bien, y esta gratificación debemos utilizarla en beneficio de todos. El mal llamado egoísmo altruista refrenda esta idea, aunque como crítica. Amonesta al altruismo porque ejecutarlo nos hace sentirnos bien, de tal modo que ayudamos desinteresadamente a los demás porque veladamente nos interesa la gratificación sentimental que extraemos de esa ayuda. Lo que es una crítica acerba yo lo elevo a halago. No creo que existan muchos elogios para el ser humano que superen al que indica que ayudar al otro nos procura alegría.

El cuarto y último gran sentimiento que cité en mi intervención es el de la admiración. Resulta imposible no traer a colación a Aurelio Arteta y su gigantesco ensayo La admiración, una virtud en la mirada. Es el sentimiento que se activa cuando contemplamos la conducta excelente, que es aquella en la que se trata con respeto al otro, y tratamos de reproducirla en nuestro comportamiento a sabiendas de que nos convertirá en mejores. Se diferencia de la envidia, que emana de la emoción básica de la tristeza. Cuando envidiamos nos entristece contemplar la prosperidad del otro que desearíamos para nosotros. Sin embargo, cuando admiramos sentimos alegría, nos entusiasma lo contemplado y precisamente por eso anhelamos replicarlo en nuestro comportamiento. La admiración nos impele a mimetizar la conducta del admirado y gesta la energía suficiente a través de la fuerza ejecutiva de la alegría para mantenerla en una prolongada línea de acción. Para admirar hay que estratificar lo que miramos, que es una forma de elegir modelos, arquetipos, ejemplos, y para mirar bien tenemos que jerarquizar y segregar lo excelente de lo execrable, lo respetuoso de lo miserable, lo admirable de lo abyecto, lo que nos amplifica (o lo que David Bueno definió en su conferencia como crecer en dignidad, que es el principio rector de las páginas de su obra Neurociencia para educadores) de lo que nos empequeñece. Esta jerarquización sólo es posible con un proyecto ético que nos indique los mínimos comunes de justicia necesarios para la vida compartida y para que cada uno de nosotros pueda iniciar los máximos divisores en los que descansa su singularidad y las decisiones de su autonomía cuyo desarrollo denominamos felicidad. Para ello requerimos buenos ejemplos que ejemplificar, un acceso a la sentimentalidad no solo desde la cognición sino también desde la acción (esta es la base metodológica del programa educativo TEI). Todo lo que acabo de compendiar aquí con excesivo laconismo tiene como finalidad activar un bucle que a cada rotación nos mejora. Necesitamos pensar bien para sentir bien, sentir bien para desear bien, desear bien para elegir bien, elegir bien para singularizarnos bien, singularizarnos bien para vivir bien, vivir bien para convivir bien, convivir bien para entre todos embarcarnos en la tarea de aproximarnos al ser que sería bueno ser. No hay una meta más difícil. No hay una meta más elevada.


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martes, octubre 16, 2018

Dialogar para ganar en cordura


Tallas de madera del artista Peter Demezt
Estos días he vuelto a releer el ensayo Para qué sirve realmente la ética (Paidós, 2013) de Adela Cortina. Lo leí por vez primera nada más ver la luz hace ahora cinco años. Meses después fue galardonado con el Premio Nacional de Ensayo de 2014. En sus páginas finales, y para vindicar la ética discursiva y las democracias deliberativas, la profesora revela algo que a veces pasa muy inadvertido entre los apologetas del diálogo: «El diálogo tiene fuerza epistémica porque nos permite adquirir conocimientos que no podríamos conseguir en solitario». Hay que recordar que la propia naturaleza de la palabra diálogo remarcar esta condición de conocimiento que va de un lado a otro enriqueciéndose con lo que se comparte en la intersubjetividad. El diálogo posibilita la interacción a través de la palabra, es el instante mágico y a veces hedónico en que el logos que nos amerita como subjetividad se imbrica con el logos de nuestro interlocutor a través de la interpenetración de argumentos. Como postulo que todo argumento es la encarnación de nuestro logos fabricando ideaciones en las que reconocerse a sí mismo, a mí me gusta metaforizar que «la palabra dialogada es la distancia más corta entre dos personas que desean entenderse»

Mi mejor amigo y yo solemos decirnos que cuando nos juntamos para deliberar somos mucho más ingeniosos que cuando estamos separados y el pensamiento es tristemente insular. El diálogo que nos coge de la mano y nos conduce hacia lo imprevisto nos inspira mutuamente. Al lado de mi amigo, que es la persona más perspicaz en el análisis del comportamiento humano que yo conozca, facturo ocurrencias mucho más lúcidas que cuando estoy solo, y a él le ocurre lo mismo conmigo. Esta especie de graciosa mentorización recíproca explica que en diferentes etapas de nuestra vida y en distintas ciudades intentemos agotar horas y horas en las que nuestras animadas palabras juegan a pillarse, a darse sorpresas, a ayudarse, a abrazarse, a retarse, a prologarse, a epilogarse, a matizarse, a impugnarse, a interrogarse, a aplaudirse. A veces cuando pongo toda mi atención en dos gatos que suelo cuidar y los veo jugar practicando con sus estéticos cuerpos malabarismos apasionados, pienso que las palabras hacen exactamente lo mismo cuando quienes las profieren en un diálogo se sienten plenos en la comodidad que regala la concordia y la amistad. Cuando  hay concordia, hay cordura, que es la sedimentación de la inteligencia y la bondad. Cordura proviene de cor-cordis, corazón, y añade el sufijo ura, actividad. Resulta curioso que se la identifique también con la sensatez. Hay cordura cuando actuamos con el corazón y la lucidez. Cortina afirma en su ensayo que «la cordura echa mano de las razones de la razón y de las razones del corazón».

En Tratado de Filosofía Zoom José Antonio Marina abrevia en qué consiste el uso racional de la inteligencia, que es una forma más científica de referirse a la cordura: «Tan solo pretende buscar evidencias que van más allá de las evidencias privadas» Para brincar de la evidencia personal a la evidencia compartida no nos queda más remedio que recurrir al concurso del diálogo. De hecho, hay autores que afirman que el diálogo no es una mera herramienta para la gestión de la comunicación y la persuasión, sino una estructura que hace posible la existencia de la razón comunicativa. Sin diálogo no podríamos entendernos con los demás, no podríamos construir espacios de intersección en los que armonizar la discrepancia, interpelarnos, alcanzar acuerdos, peraltar compromisos. Gracias al diálogo el disenso se convierte en consenso, los intereres incompatibles encuentran recodos de compatibilidad. Estas metamorfosis se alcanzan siempre y cuando en el proceso dialógico intervengan la concordia, la bondad, la cordialidad, la amistad cívica, la consideración, virtudes sin las cuales dialogar se degrada en un estéril intercambio de monólogos.

Una ingente cantidad de problemas de nuestra vida en común no se resuelve ni por la imposición (que puede modificar la conducta pero no la voluntad, con lo que el problema continúa probablemente en estado de latencia) ni votando (que es un juego de suma cero y siempre provoca descontento en alguna de las partes), sino dialogando (que es un juego de suma no cero e intenta satisfacer parcialmente los intereses de todos). Diálogo es un término que proviene del adverbio griego dia, que circula, y del sustantivo logos, palabra, racionalidad, también sentimentalidad, la constelación de afectos que hace que alguien sea una mismidad diferente a todas las demás. Diálogo es por tanto la palabra que circula entre nosotros. El sonido que nace de pronunciar una palabra es, siguiendo a Lledó, aire semántico, es el logos que habitamos y que nos habita, la posibilidad de transmitir nuestra experiencia a través de la oralidad, ese aire organizado en estructuras con significado; o de la escritura, la coagulación del pensamiento en signos y significantes con una carga semántica que permite aspirar a entendernos desplegando la cordura como soporte basal.

¿Y para qué circula esa palabra entre nosotros? ¿Qué fin persigue? La respuesta es taxativa. Hablamos para deliberar y ampliar nuestro conocimiento, para celebrar esa aparente antinomia que consiste en derribar dudas y a la vez levantar otras nuevas. Si no dispusiéramos de logos, de palabra, no podríamos deliberar, la palabra no deambularía, no habría posibilidad de diálogo, no podríamos enriquecernos con las aportaciones argumentativas de los demás. El verbo deliberar proviene del sufijo de y el sustantivo liberare, pesar, es decir, deliberar consiste en colocar metafóricas pesas en los platillos de la balanza a favor o en contra de una idea.  El patrimonio de las ideas se incrementa cuando nuestras ideas polinizan con ideas provenientes de otras cosmovisiones. Nuestras palabras se vuelven más atinadas cuando son rebatidas o son refrendadas con las palabras de los demás. Los argumentos se hacen unos con otros en la reflexividad acompañada y se petrifican y empobrecen en la insularidad. La inteligencia se vuelve mucho más inteligente cuando se junta con otras inteligencias a deliberar porque acaricia ideas que por sí misma ni siquiera rozaría. El diálogo es diálogo en el majestuoso instante en que empleamos el impulso creador y transformador de la deliberación para ganar en cordura. Para mejorar en las razones de la razón y las razones del corazón.



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