A sus pies. Luis Beltrán |
La soberbia es el primero de los
siete pecados capitales. Los pecados capitales son un paseo por los lóbregos sótanos
del alma humana, una llamada de alerta de los peligros que acarrean aquellas
pasiones que han tomado la dirección de la desmesura. Son comportamientos que
se hibridan con otros comportamientos con los que comparten vecindad
y a veces consanguinidad y que entorpecen la convivencia, ensucian las
interacciones, inoculan insalubridad en el yo. El primero de ellos es la soberbia.
Es un movimiento de doble dirección. Alude a la
atracción que nos impulsa a la grandeza y a la fe en uno mismo por
alcanzarla en su sentido positivo, pero también a la vanagloria y al desprecio
a los demás en su sentido negativo. Coloquialmente hablamos de la soberbia como la hipertrofia del ego,
que además posee la irrefrenable singularidad de que no admite los
méritos en otro yo al que trata de anular con el menosprecio. Una envenenada pedagogía
del mirar hace que la conducta soberbia incapacite para ver o aceptar en los demás atisbos de excelencia, porque señalarlos empequeñecería la grandeza que el soberbio reclama para sí mismo en
exclusividad. Esta necesidad de devaluar la conducta
ajena se basa en la desconsideración:
negarle al otro el valor y el respeto que se concede a sí mismo, y por
tanto humillarlo y rebajarlo en un juego
de vasos comunicantes en el que el desprecio al otro es en realidad un velado halago
al propio yo.
Si los pecados capitales señalan la desmesura, la soberbia es el
descomedimiento de un buen concepto de uno mismo. Creemos saludable poseer una
buena autoestima para evitar la irresolución del yo ante los desafíos del mundo, pero no rotar hasta el otro extremo y granjear peligrosa amistad con
la altivez. Nos quejamos de aquellos cuya excesiva modestia les
impide incrementar posibilidades, pero censuramos y solemos alejarnos preventivamente
de los que han enfermado de vanidad. Animamos a los que se atribuyen una autoestima
baja a que aprendan a hablarse bien para sortear la mortificación, pero nos provocan vergüenza los que pasan al
otro lado del péndulo y se instalan en la arrogancia. Nos gusta la gente que siente orgullo (la satisfacción que procura lo que uno considera bien hecho, no confundir con
el orgullo del que se niega a capitular un curso de acción a pesar de
coleccionar razones para ello, todo por no aceptar que otros han propuesto
mejores opciones), pero nos produce aversión la gente aquejada de egolatría (la
admiración impúdica y continua de lo propio) o narcisismo (un amor tan abusivo hacia él mismo que no le quedan porciones que repartir con los demás). Consideramos inteligente pertrecharnos
de un buen autoconcepto, pero nos resultan insoportables los vanidosos (los que buscan cualquier excusa para pavonearse
buscando la permanente alabanza de los demás). Este equilibrio funambulista entre la desmesura y la carestía
de soberbia nos retrotrae a Aristóteles y su célebre conclusión de que la virtud se halla
en el justo medio, en ese punto geográfico situado entre el exceso y el defecto. El propio
Aristóteles defendía que la virtud sedimenta en
la conducta a través del
hábito. Yo creo que al defecto le pasa exactamente lo mismo. Sólo que
necesita bastante menos hábito.
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