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Obra de Lina Stenqvist |
En el recientemente publicado y muy recomendable Crítica de la razón
precaria (Catarata, 2019), del filósofo Javier López Alós, me encuentro con
una sucinta definición de precariedad: «aquella condición vital que cancela la
posibilidad de negarse a algo. Visto así, precario es quien no puede decir que
no». Es fácil utilizar idéntico argumento para definir la violencia:
«Violencia es no poder decir no». Este enunciado me resulta atractivo por su
brevedad lapidaria, su sonoridad de eslogan, su evocación para el ejercicio
reflexivo. Sin embargo, yo añadiría un matiz medular para que ganara en
reciedumbre discursiva: «Violencia es no poder decir no a algo injusto». La
propuesta que no se puede declinar no es una propuesta cualquiera, sino algún
tipo de proposición que se aprovecha de la precariedad del destinatario, de su
desesperación, de la amenaza de sufrir daño, o del miedo a ser arrojado a
escenarios todavía peores que en los que se encuentra. Traficar con la
iniquidad, con el perjuicio ajeno, con su sufrimiento, con las lógicas del
deterioro, es connatural a la violencia. Siempre me ha gustado diferenciar con
nitidez entre el que formula una propuesta injusta y el que la acepta. He
percibido con el transcurso del tiempo que se ha producido una subversión de
atribuciones. Se culpabiliza al que acepta lo inaceptable, o se le reprende no
haber acumulado méritos para soslayarlo, y se exime de toda responsabilidad al
que lo propone. Entre los proponentes no solo pienso en personas, pienso
asimismo en ideologías económicas y políticas que promocionan ecosistemas
ideales para ofertar degradación y humillación. Octavio Paz susurró que la
libertad consiste en el sublime instante en que hay que elegir entre dos monosílabos,
sí o no. Este enunciado tan hermoso se puede voltear para entender qué es la
violencia. Cuando no se puede elegir, o decantarse por el no conlleva el
castigo de vivir en la periferia de los mínimos, la cruda intemperie o la
exclusión, entonces no hay libertad. Lo contrario de la libertad es la
necesidad (en la necesidad se cancela la elección, porque lo necesario no se
elige), y aprovecharse o mercantilizar esa necesidad con propuestas que supuran
iniquidad, explotación, opresión, alienación, es violencia. Inconmensurables
cantidades de violencia.
Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de
un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias,
tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes:
«Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el
concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder,
pero una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar
la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su
consentimiento. El genuino poder es el que muta la voluntad del otro y lo hace
esgrimiendo argumentos tan sólidos y bien configurados que el interpelado se
adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence. Esta idea es la clave de bóveda
de mi conferencia La convicción es la meta. Es muy fácil expropiar a una
persona de la soberanía de su decisión sin llegar a desenvainar la agresión
física o a conminar con emplearla. De hecho, quien recurre a ella es porque
detenta porciones muy reducidas de poder, o directamente ninguna. La violencia
directa y física es muy visible y por tanto muy detectable, al igual que lo es
la violencia verbal que se encarna en el exabrupto, el excremento con el que se
rellena el insulto, o la barbarización del lenguaje cuando se anhela desangrar
el buen concepto que el otro tiene de sí mismo. Más difícil de advertir es la
violencia que se da en marcos supuestamente discursivos en los que parece que
no hay violencia verbal. Existe un flujo de enunciados que son la prueba de que
se produce coerción edulcorada y, lo que es peor, la naturalización de la
fuerza coercitiva enmascarada en aparentes procesos de elección. A esta
violencia yo la bauticé hace unos años como violencia verbal invisible, noción
que cuando la inventé no figuraba en ninguna de las geografías de la violencia.
Existe la violencia invisible o psicológica, pero mi acuñación señalaba otras
singularidades. Veamos.
«Esto son lentejas», «Si no lo aceptas, ahí tienes la puerta», «Es así o
así», «O lo tomas o lo dejas», «Si no lo quieres tú, hay muchos esperando ahí
fuera». Todas estas propuestas encarnadas en frases corrientes y aparentemente
inocuas no tienen nada que ver con decidir, sino con elegir lo que ha decidido
otro. La decisión ha sido confiscada, se ocluye la participación de la
voluntad, lo que es una forma opresora de constituir comunidad y por tanto de
fecundar unos sentimientos u otros en el paisaje compartido. Hay mucha
epistemología en estos latiguillos verbales que decoran la interacción humana y
se internalizan en ella hasta mutarla. Cuando se propone sin que medie un
proceso de deliberación compartida en escenarios en los que no se puede decir
no, el sujeto que recibe la propuesta se convierte en objeto. Hay una
reificación del sujeto a través del no discurso. Negar la deliberación y la
práctica recíproca de hablar y escuchar es cosificar al otro. Cuando se hurta
la acción deliberativa incluso en relaciones ausentes de horizontalidad, cuando
se desdeña el intercambio ponderado de argumentos que escrutan operativamente
el contexto y sus posibilidades, la evaluación consensuada de alternativas, o
la siempre necesaria comparecencia de la inteligencia reflexiva, no hay respeto
ni consideración («el otro es siempre condición de discurso», afirma la
filósofa norteamericana Judith Butler). Hay imposición. Hay opresión. Hay
abuso. Hay indignidad. Hay explotación. Hay violencia.
Es sintomática la compensación entre el descrédito y la anatematización de
la violencia instrumental y el incremento acelerado de la invisibilizada e
incuestionada violencia estructural. La violencia estructural, término
inaugurado por el irenólogo Johan Galtung, logra que haya un artificial y
doloroso asenso en vez de disenso al imputar la posibilidad de pronunciar el
monosílabo no al que quisiese proferirlo e incluso gritarlo. Galtung define
esta violencia como aquella en la que el sujeto tiene eliminada la capacidad de
elegir. El ser humano se consideró a sí mismo dotado de dignidad porque
percibió que poseía autonomía, se podía dar leyes con la que regir el devenir
de su vida, podía decidir, optar, escoger. Cuando estos verbos desaparecen de
la cartografía léxica de un ser humano, el ser humano es menos ser humano porque
se anula su capacidad autodeterminadora. He aquí la violencia. Recuerdo una
conferencia que pronuncié en la facultad de Educación de la universidad de
Santiago de Compostela. Estaba reflexionando sobre cómo los seres humanos hemos
inventado estrategias y espacios que posibiliten el entendimiento sin necesidad
de recurrir ni a la violencia instrumental ni a la estructural, y que esos
hallazgos compelidos por una vocación humanizadora son triunfos de la
inteligencia sobre la fuerza (así se titula mi último ensayo).
En un momento de mi intervención traté de exponer la relevancia de la voluntad
en la aventura humana y cómo la materialidad de la violencia consiste en
pulverizarla. Señalé que un ejemplo paradigmático es una violación. Uno de los
más hermosos actos de amor y de degustación que los seres humanos podemos
llevar a cabo se convierte en el más despreciable y abyecto si no hay
consentimiento. Disponer de capacidad volitiva no es ninguna broma en ninguno
de los dominios de la vida humana. Algunos autores lo llaman ética de mínimos.
Otros justicia. Otros dignidad. Todos se refieren a lo mismo. Y toda práctica
de explotación busca lo contrario.
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