martes, junio 16, 2015

«Saber venderse»



Pintura de Alexa Meade
Hace unas semanas una lectora de este blog me invitaba a compartir mis impresiones sobre la cada vez más extendida expresión «saber venderse». Se trata de una fórmula verbal que se ha instalado con éxito en el lenguaje coloquial, pero también en la jerga académica y en la retórica de la gestión. Recuerdo un curso universitario on line de Negociación Estratégica que tutoricé durante varias ediciones hace un par de años. Los primeros días solicitábamos a los alumnos (casi todos licenciados) que compartieran con nosotros qué les había impulsado a matricularse en una aventura así. La respuesta más frecuente era «saber venderme mejor».  Este comentario se propagó tanto entre los participantes que un día recusé la expresión: «Imagino que cuando decís que hay que saber venderse os referís a que queréis aprender a promocionar vuestras competencias para que le resulten atractivas a un empleador, o a aquella persona que pueda solicitar vuestros servicios». El lenguaje nunca es inocente. Que ofertar en el mercado nuestras competencias laborales se haya resumido léxicamente en «saber venderse» (aunque la reducción verbal recoge simultánea y paradójicamente todo nuestro ser) delata la objetivación de las personas. También testimonia cómo la ubicuidad del mercado y su inseparable retórica han logrado que el verbo vender (traspasar propiedades) sirva de sinónimo para casi todo, incluido aquello que se da en círculos que nada tienen que ver con una transacción económica.

Postularse como candidato para un empleo convierte a la persona en un bien de consumo que hay que insertar en la dialéctica de la oferta y la demanda. Se trata de ampliar el valor de mercado del bien de consumo que somos y que llame por tanto la atención de la demanda. La posible empleabilidad metamorfosea nuestra persona en un producto que hay que divulgar utilizando las mismas reglas con las que el marketing airea las bondades de cualquier artículo. Toda la literatura que prescribe qué hacer para gestionar el yo como marca apunta en esta dirección. También las sinonimias que transfiguran mágicamente a las personas en recursos humanos, o en activos, o, en una pirueta asombrosa, en capital humano. Vicente Verdú publicó hace unos años un fantástico ensayo cuyo título refrenda esta deshumanizadora idea: Yo y tú, objetos de lujo (con el yo por delante, como exige una cultura que solemnifica el ego y sacraliza el individualismo narcisista). Las personas pierden su condición de sujetos pero a cambio se apropian del rango de objetos e interaccionan como tales. Como los objetos sí se venden y compran, cabe colegir que saber venderse señala una simbiosis en la que la persona  y su competencia destinada a generar un beneficio económico acaban convirtiéndose en una misma “cosa”, y probablemente en esa sola "cosa". Los ojos del empleador nos cosifican, pero también nosotros nos cosificamos cuando intuimos que seremos observados por el empleador. El sujeto deviene en objeto puesto que sólo como objetos poseemos valor de mercado. Zygmunt Bauman ha señalado en sus diferentes ensayos que la labilidad y la provisionalidad de los vínculos hacen que nos relacionemos con los demás aplicando a nuestras vinculaciones las mismas reglas que atribuimos a los objetos. Y si  convertimos en objeto al otro es fácil deducir que el otro nos convertirá en objeto a nosotros. Un bucle corrosivamente peligroso.



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jueves, junio 11, 2015

Negociar y pactar



Paseo, Didier Lourenço
La emergencia de un conflicto se debe a que dos o más partes persiguen intereses dispares. Los intereses de una parte obstruyen la consecución de los intereses de la otra parte, y viceversa. Este escenario se enfatiza de un modo tan reiterativo en la literatura de la negociación que se solapa una segunda idea mucho más protagonista y tremendamente más relevante para el dinamismo negociador. Las partes en conflicto tienen intereses divergentes, cierto, pero también poseen intereses comunes. E incluso podemos dar un paso al frente e ir un poco más lejos todavía. Cuando uno decide resolver un conflicto a través de una negociación lo hace porque mantiene cierta interdependencia con la contraparte, a la que le sucede exactamente lo mismo. Ninguno de los dos puede de un modo unilateral satisfacer sus propias demandas. Este es el motivo de que se entablen negociaciones, puesto que es palmario que nadie negocia nada con nadie si uno puede coronar sus objetivos por sí solo. De ahí que los conflictos sólo se pueden solucionar cuando las partes cooperan entre ellas. Cuando empleo la palabra «cooperar» me refiero a que uno de los actores intenta alcanzar parte de sus intereses, pero a la vez pone empeño en que al otro actor le ocurra lo mismo. Este andamiaje es muy palpable en los círculos de convivencia más íntimos (pareja, familia, amigos, nichos laborales), pero basta con apropiarse de una mirada macroscópica para extrapolarlo también a los entramados sociales. Sobre todo estos días en los que las dos palabras más anunciadas por los amplificadores sociales son «negociar» y «pactar».

La profesora emérita de Ética Victoria Camps escribió hace unos días un artículo en El País en el que se apuntalaba una idea nuclear que a veces se nos olvida: «Una sociedad es un agregado de individuos con intereses privados, pero no atomizados». Efectivamente. No somos existencias atomizadas y la convivencia nos delata como sujetos indefectiblemente vinculados a otros sujetos, biografías poliédricas anudadas a otras poliédricas biografías, personas con metas distintas pero que comparten muchos espacios y muchos propósitos en vastas zonas de intersección que nos mejoran a todos y nos permiten ampliar posibilidades. Padecemos una preocupante miopía para ver los intereses que nos unen, un puntiagudo sentimiento de distancia hacia todo elemento que nos enlaza con el otro. Sin embargo, disponemos de una portentosa vista de águila para distinguir los intereses que nos separan.  Quizá se debe a un déficit de ética discursiva, a una mala pedagogía del diálogo y el consenso, a un individualismo hipertrofiado que se olvida del papel de todos en los méritos de uno, a la divulgación de la competitividad como sinónimo de supervivencia, a la inevitable oxidación provocada porque la pluralidad de sensibilidades de nuestros convecinos no tenía refrendo en siglas políticas con representación parlamentaria, a que hemos sido educados en un duopolio partidista empecinado en mostrarnos una realidad binaria y dicotómica que abjuraba del ejercicio de la inteligencia compartida. No lo sé. Si sé que es demasiada descompensación para cooperar, la única herramienta que nos puede ayudar a preservar y abrillantar el interés de todos.



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