martes, agosto 04, 2015

Decir barbaridades sin pensarlas



Pareja, de Picasso
Defino como barbaridad toda expresión exageradamente hiriente y reprobatoria que rara vez se emplearía lejos de escenarios de exaltación e irascibilidad. Cuando uno suelta una barbaridad en medio de un acalorado desencuentro suele excusarse tiempo después esgrimiendo que «lo dije sin pensar». Quizá las cosas no sean estrictamente así. Cuando uno dice una barbaridad sin pensar es porque acaso ya la había pensado antes. La prudencia aconseja pensar lo que uno va a decir en cualquier momento y en cualquier situación, pero sobre todo invita a interrogarse por qué uno piensa lo que ha pensado alguna vez pero sólo lo dice cuando se dicen las cosas sin pensar. Perdón por esta ensortijada maraña de palabras. Cuando uno apunta con una afirmación como si fuera una escopeta de dos cañones, puede suceder que en ese instante uno no piense lo que dice, pero sí su cerebro, probablemente porque con anterioridad ya había pensado ese contenido y ahora lo único que hace es traerlo a colación. Soltamos ocurrentes barbaridades para vituperar al otro, apalearlo con esas palabras que anhelan ver la autoestima ensangrentada. No se trata de argumentar, no se trata de conciliar impresiones, no se trata de encontrar puntos en común para adoptar algún acuerdo. Se trata de dañar, deforestar la dignidad, esquilmar cualquier vestigio de afecto, diezmar el buen concepto que el otro tenga de sí mismo. Para una tarea así nos damos una vuelta por el desván en el que guardamos aquellas cosas que alguna vez hemos rumiado, incluso avergonzándonos por ello, pero que educadamente no confesamos. No al menos con la aspereza que solicitamos a nuestro lenguaje cuando nuestra boca se apropia de las virtudes de un estropajo de níquel. 

Ninguna palabra duele más que la palabra hiriente que se yergue en la garganta de una persona querida y que se dirige furibunda hacia nuestros tímpanos. Como los seres humanos tendemos a replicar la conducta que mantienen con nosotros, y hemos sido educados en el discurso de que no hay mejor defensa que un buen ataque, contrarrestamos los desgarradores improperios que recibimos soltando otros de lenguaje y calibre similares. Empieza un combate verbal para ver quién queda por encima de quien mientras los participantes van cayendo cada vez más bajo. Cada palabra se clava en los oídos como un afilado punzón, así que la réplica exige multiplicar la fuerza de las siguientes palabras para que penetren más dentro e inflijan más daño. A toda velocidad uno rebusca por todos lados en la lista de agravios y en la lista de confesiones privadas que ahora arroja a la cara del otro con el fin de hacerle tanto daño que le van a tener que llevar a urgencias (y uno sonríe maliciosamente sólo de imaginarlo). Se alimenta así una peligrosísima cadena esquismogenética, un ejemplo palmario de escalada de hostilidad. Yo defiendo que en muchas ocasiones empleamos términos lacerantes, aliñados con tacos y palabrotas, porque sabemos que luego nos van a perdonar, que la relación perdurará a pesar de ese exceso de franqueza que desemboca en descripciones que pueden partirle a uno por la mitad. Oscar Wilde explicó esta curiosa manera de proceder en un aforismo imbatible: «a quien más se quiere es a quien más se hiere». Igual que se da la paradoja de que lo que más nos separa de ciertas personas es la experiencia de haber estado juntas, lo que más nos incita a soltar exabruptos es saber que a pesar de habernos vilipendiado seguiremos estando juntos. Es en las relaciones más frágiles cuando nos pensamos milimétricamente qué es lo que vamos a decir en el momento en que erupciona nuestro enfado. Sabemos bien que un desliz verbal puede suponer el certificado de defunción de la relación. Versionando el anterior aforismo de Oscar Wilde: «a quien menos se quiere es con quien más cuidado se tiene». El mundo al revés.



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viernes, julio 31, 2015

La realidad siempre está aquí, allí y en todas partes



Pintura de Hossein Zare
El microrrelato más célebre de la historia lo firmó Augusto Monterroso en 1959.  Es el más popular con mucha diferencia sobre los demás y probablemente el más lacónico. Suma siete palabras. Dice así: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Es tal la ambigüedad semántica y la riqueza hermenéutica de su contenido que desde que se publicó se ha convertido en inagotable divertimento de exégetas. Gracias a su inmenso poder metafórico se han hecho muchos juegos con él. Recuerdo uno que consistía en sustituir el dinosaurio del hiperbreve texto por cualquier otro animal, ente o cosa. Yo no participé, pero sí elucubré opciones, me reté a mí mismo a ver qué palabra canjearía por la de dinosaurio. Hoy comparto aquí mi ocurrencia de entonces: «Cuando despertó, la realidad todavía estaba allí». La explicación de este minitexto es muy sencilla. Aunque te vayas al lugar más recóndito del mundo, tu realidad llegará contigo al mismo tiempo que tú. Aunque cierres los ojos para no verla, aunque momentáneamente la suplantes con algún ardid artificial, aunque utilices algún truco para ganar tiempo, la paciente realidad estará esperándote. Es la idea capital del título de este artículo, que puede resultar una perogrullada, pero es que muchas veces adoptamos decisiones en las que es evidente que se nos olvida que la realidad está en todas partes. La realidad de mi microrrelato alude sin citarlo al entramado sentimental, al balance de esa pugna que mantienen nuestros deseos e intereses con los deseos e intereses de los demás para instalarse en algún hueco del mundo. Recuerdo leerle a Benjamín Prado en una de sus novelas que el deseo es justo lo contrario a la realidad. En sus recomendables Barbarismos, Andrés Neuman define la realidad como una hipótesis convincente y el realismo como la exactitud de la imaginación. Canónicamente podemos definir la realidad como el conjunto que agrupa todo lo que es real.

Hace unos años me atreví a escribir que la realidad es la cuota de adversidad con la que se topan nuestras expectativas en el trayecto que va desde su incubación hasta su posible consecución. Si la cuota es alta, hablamos de realidad áspera o antipática, si la cuota es baja, hablamos de realidad amable. Sea ingrata u hospitalaria, díscola o servicial, adusta o sonriente, la realidad es un cacharro que está en todas partes con el que la mayoría de las veces no sabemos qué hacer. Vivir consiste en ir adivinando posibles usos. En uno de sus libros (creo que era Cómo acabar de una vez por todas con la cultura) mi admirado Woody Allen escribió un aforismo tan desternillante como irrefutable, que ahora cito de memoria y que quizá no sea del todo literal: «La realidad puede ser una mierda, pero es el único sitio en el que puedes disfrutar de un buen filete». Sin adentrarme en demasiados laberintos conceptuales, hoy traduzco filosóficamente esta jocosa frase como que la realidad es la posibilidad en la que se pueden hacer posibles todas nuestras posibilidades, o no. Esta es la explicación por la que el deseo emerge como la fuerza borboteante de una ausencia que solicita vehementemente hacerse presencia, léase, que quiere acceder a la realidad. En el libro La educación es cosa de todos, incluido tú (Editorial Supérate, 2014), le dediqué a la realidad un epígrafe cuyo título es inequívoco: «La realidad es la persona más impertinente con la que se van a topar nuestros deseos». Precisamente los sentimientos son la contestación que nos damos a nosotros mismos cuando nos preguntamos qué tal nos van las cosas con la realidad. Podemos intentar eludirla, sortearla, evitarla, ningunearla, engañarla, manipularla, embaucarla, sustituirla. Da igual. La realidad seguirá estando allí. Como el dinosaurio del microrrelato.



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