jueves, agosto 06, 2015

El rencor es el odio con arrugas



Alex Hall
Hace unos días escribí un artículo sobre esos momentos acalorados en los que decimos hirientes barbaridades aparentemente sin pensarlas (ver).  Yo defendía que si las decimos sin pensar es porque alguna vez las hemos pensado. Una lectora de este Espacio Suma No Cero (a la que desde aquí doy las gracias y mando un abrazo) comentaba que probablemente es así, y que esas barbaridades proferidas en un momento bilioso las ha desgranado antes nuestro lado perverso. Cuando leí esta reflexión tuve claro que ahí se agazapaba un nuevo artículo. Ofrece una lectura de nosotros mismos muy interesante. Las barbaridades las incuba «misos», el odio hacia el otro, aunque sea un odio efímero, frugal, un odio momentáneo que asoma en centésimas de segundo y que luego se evapora como una voluta de humo. Si no se desvanece y se queda, si solidifica con solemnidad estatuaria a través de la repetición, si eros no logra derrocar a misos, el odio se convierte en rencor,  odio enmohecido, una peligrosa fuente de fabulación que secuestra la vida y la enclaustra en el zulo en que se convierte la persona odiada. El odio es un deseo. El deseo de que el mal aterrice en la vida de una persona. No sé dónde leí la expresión ni ahora sé bien a qué se refería, pero viene perfectamente al caso. Podemos parafrasear que el odio nos hace «vivir la vida en tercera persona». En el ensayo Por qué amamos de la antropóloga Helen Fisher se demostraba a través de resonancias magnéticas cómo el odio y el amor activaban el flujo sanguíneo en las mismas áreas del cerebro, puesto que ambos sentimientos compartían la peculiaridad de que el otro habitaba ubicuamente en nuestras fabulaciones, auque fuera para la palmaria construcción de relatos muy diferentes. Lo contrario del amor no es el odio. Es la indiferencia. Rara vez soltamos una barbaridad a alguien que para nosotros es el hombre invisible. El odio correlaciona con la importancia.

Si el odio se eterniza, se convierte en rencor. El rencor es el odio entrado en años. Recuerdo que en el ensayo Las experiencias del deseo, Jesús Ferrero definía el rencor como «ese poso que va quedando en nosotros en forma de amargura y que nos incita a la violencia, generalmente verbal». Esa tendencia a la agresión verbal son las barbaridades que decimos sin pensar porque las vamos rumiando antes. Cuando yo utilizo la expresión «decir barbaridades» me refiero a convertir el desacuerdo, la diferencia, el malestar, en una crítica ofensiva inspirada en un anterior momento de odio y blandida ahora con el fin de zaherir al otro. Una crítica se puede encapsular lingüísticamente de muchas maneras, y la manera elegida casa con los propósitos que alberga. Ocurre que en episodios de alta irascibilidad empleamos la peor de las maneras posibles por la sencilla razón de que el objetivo suele ser el más lacerante posible. Si el propósito es infligir daño, rugimos palabras que nos exilian de la buena educación para contemplar el frenesí del posible dolor. La buena educación no es solo evitar chillidos o gruñidos (se puede ser muy salvaje sin perder la compostura), es no aplastar la dignidad de la persona. Civilizar la crítica, tratar al otro con la misma equivalencia y la misma consideración que reclamamos para nosotros, señalar propósitos de enmienda, aportar soluciones, es desear que todo encaje y que la relación mejore. Si el odio o el rencor nos ha colonizado y no se desea la supervivencia de la relación, también hay que ser educado cuando los viejos lazos reciben los santos óleos. No sólo por el respeto a nuestro interlocutor, también para salvaguardarnos nosotros. Hay palabras que en el largo recorrido hacen más daño al que las pronuncia que al que las recibe.



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martes, agosto 04, 2015

Decir barbaridades sin pensarlas



Pareja, de Picasso
Defino como barbaridad toda expresión exageradamente hiriente y reprobatoria que rara vez se emplearía lejos de escenarios de exaltación e irascibilidad. Cuando uno suelta una barbaridad en medio de un acalorado desencuentro suele excusarse tiempo después esgrimiendo que «lo dije sin pensar». Quizá las cosas no sean estrictamente así. Cuando uno dice una barbaridad sin pensar es porque acaso ya la había pensado antes. La prudencia aconseja pensar lo que uno va a decir en cualquier momento y en cualquier situación, pero sobre todo invita a interrogarse por qué uno piensa lo que ha pensado alguna vez pero sólo lo dice cuando se dicen las cosas sin pensar. Perdón por esta ensortijada maraña de palabras. Cuando uno apunta con una afirmación como si fuera una escopeta de dos cañones, puede suceder que en ese instante uno no piense lo que dice, pero sí su cerebro, probablemente porque con anterioridad ya había pensado ese contenido y ahora lo único que hace es traerlo a colación. Soltamos ocurrentes barbaridades para vituperar al otro, apalearlo con esas palabras que anhelan ver la autoestima ensangrentada. No se trata de argumentar, no se trata de conciliar impresiones, no se trata de encontrar puntos en común para adoptar algún acuerdo. Se trata de dañar, deforestar la dignidad, esquilmar cualquier vestigio de afecto, diezmar el buen concepto que el otro tenga de sí mismo. Para una tarea así nos damos una vuelta por el desván en el que guardamos aquellas cosas que alguna vez hemos rumiado, incluso avergonzándonos por ello, pero que educadamente no confesamos. No al menos con la aspereza que solicitamos a nuestro lenguaje cuando nuestra boca se apropia de las virtudes de un estropajo de níquel. 

Ninguna palabra duele más que la palabra hiriente que se yergue en la garganta de una persona querida y que se dirige furibunda hacia nuestros tímpanos. Como los seres humanos tendemos a replicar la conducta que mantienen con nosotros, y hemos sido educados en el discurso de que no hay mejor defensa que un buen ataque, contrarrestamos los desgarradores improperios que recibimos soltando otros de lenguaje y calibre similares. Empieza un combate verbal para ver quién queda por encima de quien mientras los participantes van cayendo cada vez más bajo. Cada palabra se clava en los oídos como un afilado punzón, así que la réplica exige multiplicar la fuerza de las siguientes palabras para que penetren más dentro e inflijan más daño. A toda velocidad uno rebusca por todos lados en la lista de agravios y en la lista de confesiones privadas que ahora arroja a la cara del otro con el fin de hacerle tanto daño que le van a tener que llevar a urgencias (y uno sonríe maliciosamente sólo de imaginarlo). Se alimenta así una peligrosísima cadena esquismogenética, un ejemplo palmario de escalada de hostilidad. Yo defiendo que en muchas ocasiones empleamos términos lacerantes, aliñados con tacos y palabrotas, porque sabemos que luego nos van a perdonar, que la relación perdurará a pesar de ese exceso de franqueza que desemboca en descripciones que pueden partirle a uno por la mitad. Oscar Wilde explicó esta curiosa manera de proceder en un aforismo imbatible: «a quien más se quiere es a quien más se hiere». Igual que se da la paradoja de que lo que más nos separa de ciertas personas es la experiencia de haber estado juntas, lo que más nos incita a soltar exabruptos es saber que a pesar de habernos vilipendiado seguiremos estando juntos. Es en las relaciones más frágiles cuando nos pensamos milimétricamente qué es lo que vamos a decir en el momento en que erupciona nuestro enfado. Sabemos bien que un desliz verbal puede suponer el certificado de defunción de la relación. Versionando el anterior aforismo de Oscar Wilde: «a quien menos se quiere es con quien más cuidado se tiene». El mundo al revés.



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