|
Frontera, de Juan Genovés |
Siempre que sale a colación el
apasionante tema del poder me acuerdo de las palabras que Cervantes colocó en
los labios de Sancho Panza. Nuestro campechano personaje estaba cuidando un rebaño de
ovejas y de repente sintió una cosquilleante emoción que puede
ayudarnos a explicar la deriva del mundo: «Qué hermoso es mandar,
aunque sea a un hatajo de ovejas». La anatomía del poder es laberíntica y tentacular, pero sus
propósitos son muy lineales. Consisten en lograr que alguien
pase de un punto A a un punto B. No hay más. Podemos
por tanto definir poder como la capacidad de influir en el otro con el que
interactúo, que su voluntad se oriente hacia la dirección que yo apunto. El tránsito de ese punto A al punto B trae implícitas muchas
variantes. Puede ocurrir que alguien haga lo que nosotros queremos que haga, pero que esa movilización simultáneamente forme parte de su deseo. Entonces hablamos de influencia, capacidad
de persuasión, magnetismo argumentativo. Si alguien hace lo que nosotros queremos
que haga, pero contraviniendo su voluntad, entonces hablamos de dominación o
imposición.
Hay muchos tipos de poder. En el
ensayo
Filosofía de la negociación yo cité unos cuantos. Podemos utilizar el poder argumentativo (acumular
razones para que alguien se aliste a nuestras ideas), persuasivo (capacidad
para operar en el mundo emocional de nuestro interlocutor), físico (utilizar la fuerza o amenazar con utilizarla), coercitivo
(doblegar la voluntad de un tercero por el miedo a recibir un daño), afectivo
(lograr concesiones para no lesionar la relación), carismático (el influjo de
una personalidad con aura), normativo (el respeto a la ley o el temor a la coactividad en caso de conculcarla), el poder de información (a menor tasa de
incertidumbre más posibilidades de manejar mejor el entorno, las situaciones y
las personas), poder experto (la especialización en un campo disciplinar),
poder económico (quien suministra la financiación se arroga la capacidad de tomar unilateralmente decisiones grupales). A pesar de esta heterogénea pluralidad de poderes, la intención de utilizar el poder señala tan solo
tres direcciones. El poder como influencia, como dominación y como
empoderamiento. Veamos. Hablamos de influencia cuando intentamos que sea el otro el que se persuada de que le conviene la dirección que le marcamos. La publicidad, la política, las interacciones, se dedican a la incansable producción de influencia. Utilizan los soportes de las leyes de la persuasión y los numerosos mecanismos de la argumentación. Aquí también podemos ubicar la manipulación, que ocurre cuando tratamos de influir en el otro opacando la intención última que nos mueve a ello, puesto que intuimos que desvelarla impediría que el otro se sume a nuestra propuesta. Nos encanta influir en los
demás. Dos de los deseos más arraigados en nosotros son la búsqueda de cariño y
reconocimiento, que cursan con nuestra
necesidad congénita de vinculación social. El reconocimiento emerge cuando hacemos algo
valioso para la comunidad
y es aplaudido
por alguno de sus miembros. Ese aplauso delata nuestra influencia, y nos
reconforta
y nos procura una grata
satisfacción que sea así.
Cuando se desea obtener una
obediencia no argumentada hablamos de dominación, o de imposición. Max Weber
definía la dominación como la probabilidad de que una orden con un contenido
específico fuera obedecida por un grupo de personas. En el poder financiero se
ve muy claramente. Si el proveedor monetario abastece de dinero a
un estado, se erige simultáneamente en el diseñador de sus políticas y en el centinela de su cumplimiento. La
dominación puede seducir a quien la utiliza frecuentemente. Su capacidad de
hipnotización puede arrastrar a su usuario a esgrimir el poder por el poder,
lograr la subordinación del otro al margen de lo que se haga con ella. El poder
se emancipa de su condición instrumental y se alza como un fin en sí mismo.
Entramos en el territorio de la erótica del poder, el lugar habitado por los
tiranos, los déspotas, los dictadores, los elegidos, los vanidosos, los
arrogantes, los sátrapas, los autoritarios, los mediocres que compensan su
falta de autoridad con el abuso de poder. Como el poder se tiene y se acata, pero la
autoridad te la conceden y se respeta, históricamente este poder encaminado a la dominación
ha sentido el impulso biológico de investirse de autoridad. La autoridad es
poder legítimo, y lo detenta aquel con capacidad para administrar un sistema de
premios y castigos.
Y nos queda la tercera y última dirección. Cuando la influencia se utiliza con el
afán de ayudar a que un tercero convierta sus potencialidades en realidades
hablamos de empoderamiento. La educación es un mecanismo que persigue que la persona se pertreche de
recursos para alcanzar su autonomía, que es el antónimo de la obediencia ciega. Se
trata de erradicar la ovejización del otro, la sumisión a la que aboca la
ignorancia, ayudarlo para que finalmente tenga la valentía de servirse de su
propia inteligencia y abandonar la minoría de edad (feliz definición de Kant
para explicar qué era la Ilustración). Esta tercera dirección también guarda riesgos. A veces la educación se contamina de adiestramiento o adoctrinamiento que busca influir, modelar o subyugar; a veces el conocimiento se eleva a conocimiento experto a través de la legitimidad de instituciones financiadas por quienes buscan la dominación; a veces el empoderamiento del otro es la excusa para perpetuar los valores dominantes que no son sino prerrogativas de quien ejerce la autoridad. Las tres grandes intenciones del poder tienden a mantener relaciones promiscuas, y estos cruces lo enredan todo sobremanera. De ahí la dificultad de detectar la genuina dirección del poder en nuestras interacciones, de averiguar con exactitud qué quieren hacer con nuestra voluntad, o qué desea realmente hacer nuestra voluntad con la voluntad de otros. Recuerdo una anécdota que le ocurrió a Marco Aurelio. Cito de memoria
y creo que la leí en sus célebres
Meditaciones.
Al ser elegido emperador romano, en vez de mostrar
la alegría que suponía ser el dueño del mundo, su rostro delataba pena. Su
madre le preguntó qué le ocurría, por qué ese semblante afligido en el momento en
que cualquiera estaría abrumado de felicidad. Marco Aurelio le contestó: «¿No te das cuentas lo triste que es tener que mandar a alguien?».
Artículos relacionados:
No hay mayor que quitarle a alguien la capacidad de elegir.
¿Lápiz o pistola?
La derrota de la imaginación.