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Obra de Patrick Byrnes |
Uno de los males que más asola a nuestras democracias es la escasez de deliberación pública. Algunos autores se refieren a este escenario desalentador como recesión democrática. Hace unos meses escribí un amplio artículo para un libro coral en el que dibujaba este paisaje tan habitual en el folclore de la política parlamentaria, aunque se puede extrapolar asimismo a los ámbitos domésticos. El título de ese texto es cristalino para lo que quiero explicar: Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos. Cuando la construcción de un argumento tiene como propósito golpear (de ahí viene la palabra debate, de battuere, dar golpes, abatir) hasta derrocar el argumento de nuestro interlocutor y lograr así la adhesión del espectador, no se dialoga, no se piensa en común, no se delibera. Lo que sí se hace es debatir, tratar a golpes los argumentos del adversario sin el menor deseo de establecer estrategias cooperativas para dar con las mejores evidencias a través de la deliberación. Los componentes léxicos de deliberar son el prefijo de y liberare, que quiere decir pesar. Deliberar es pesar aquellos argumentos que son más idóneos para la adopción de una decisión. De aquí nace otro verbo primordial para la argumentación, sopesar, considerar las ventajas y los inconvenientes de algo. Es fácil colegir que minusvalorar la deliberación es minusvalorar la Política con mayúsculas, el diálogo en los diferentes ágoras en torno a cómo organizar la convivencia.
Negar la condición de posibilidad de la deliberación compartida sobre lo común es autoritarismo. Da igual que se dé en el ecosistema político que en la esfera personal. En ¿Qué es la Ilustración?, Kant nos exhortaba a tener la valentía de servirnos de nuestra propia inteligencia. La inteligencia se vuelve más inteligente cuando se encuentra con otras inteligencias. Encontrarse con otras inteligencias es deliberar con ellas. Los espacios en los que no se utiliza el ejercicio racional de explicarse con argumentos y de escuchar los esgrimidos por la contraparte son espacios antiilustrados. Cuando descartamos la explicación como nexo de una
interacción mantenemos con la otredad la misma relación que mantienen dos
personas que no se hablan, dos personas en discordia. El prefijo dis significa separar, y cor cordis, corazón. Dos personas en
discordia son dos personas que tienen los corazones separados, dos personas que
han vaciado de bondad su nexo. Al negarle la comprensión y la comunicación al
otro le destruimos la condición de sujeto.
Se cierra el diálogo y se abre la infernal puerta de la arbitrariedad,
los privilegios, la subyugación, la subalternidad. La definición más hermosa de diálogo se la leí a
Eugenio D’Ors hace ya muchos años. A pesar de investigar sobre este
tema sin parar no he encontrado ninguna otra que logre sobrepasar su belleza y su
precisión. El diálogo es el hijo nacido de las nupcias entre la inteligencia y
la bondad. Su antagonismo solo puede ser
la imposición y tener una disposición afectiva vinculada con el odio y el
sometimiento.
La filósofa brasileña Marcia Tiburi (autora de la expresión con la que
titulo este artículo) incide en este tema crucial en su luminoso y muy recomendable ensayo ¿Cómo conversar con un fascista? (Akal, 2018). Su
tesis es que «toda nuestra incapacidad para amar en un sentido que valore al
otro, es la fuente del fascismo». En el autoritarismo cotidiano, que Tiburi también
denomina microfascismo, «el otro es eliminado del proceso mental, que es un
proceso de lenguaje». Se descarta al otro como participante tanto para dialogar como para escuchar. La expulsión del otro de los esquemas cognitivos
de percepción supone el rechazo frontal a las áreas de solapamiento donde
palpita la irrevocable convivencia humana, que precisamente es humana porque se
solapa y se superpone. No tengo ninguna duda de que uno de los mayores actos de humillación es
negarle a una persona la explicación detallada de una decisión que le afecta.
El acto humilla al ignorado, pero envilece al que lo lleva a cabo. A estos
gestos que proliferan tanto en el radio de acción privado como en el hábitat
político los bauticé en el ensayo El
triunfo de la inteligencia sobre la fuerza como violencia verbal invisible.
Son el funeral del diálogo y no necesitan ni de la imprecación ni del insulto
ni del daño de la palabra lacerante, es suficiente con negar al otro la
posibilidad de recibir una explicación o de escuchar los argumentos que han inspirado su proceder. Este
régimen de trato es la antesala de la cosificación. Deliberar exige coraje, pero sobre todo exige desterrar la idea de que el otro es nadie (fascismo) o un mero espectador (democracia representativa en la que se abren distancias abisales entre representante y representado). Cuando nos pertrechamos de este coraje discursivo y lo utilizamos con los demás, entonces estamos permitiendo que la inteligencia triunfe momentáneamente sobre la fuerza. Se trata de uno de los instantes más radicalmente civilizador.
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