martes, enero 11, 2022

Los animales también sienten

Obra de Didier Lourenço

La semana pasada entró en vigor la ley por la cual los animales de compañía son considerados seres sintientes en el código civil español. Ser sintiente significa ser consciente y sentir diferentes emociones. En Decir el mal acabo de leer esta mañana a la filósofa Ana Carrasco que «lo contrario a la sensibilidad no es la razón, sino la incapacidad de sentir». En el nuevo régimen jurídico las mascotas dejan de ser cosas u objetos porque se les atribuye esa capacidad de sentir. No es exactamente así. Lo que se clausura es que el código civil trate a las mascotas como si estuvieran constituidas por la misma materia inerte  de las cosas. Gracias a esta modificación los animales de compañía no podrán ser embargados, hipotecados, abandonados, maltratados o apartados de uno de sus dueños en caso de separación o divorcio.  Resulta asombroso que hayamos necesitado llegar hasta 2022 para que se refrende legalmente lo que cualquiera puede comprobar empíricamente compartiendo unos minutos con un perro o un gato. Esto demuestra la lentitud de los nuevos ordenamientos, pero también algo más cardinal. Sirve para advertir cómo, a pesar de su parsimonia evolutiva, se troquela el alma humana, como lo que ayer estaba naturalizado y era invisible a nuestra mirada ahora nos horroriza, nos avergüenza o nos parece imposible. Quienes creen que el ser humano es una esencia estática y por lo tanto momificada en vez de una entidad en perpetua transitoriedad hacia lo posible, deberían anclar más su atención en estos detalles. Afortunadamente los animales humanos somos perfectibles. Podemos mutar nuestros valores y trocar el comportamiento.

El mayor sensor del progreso civilizatorio consiste en ver cómo nos tratamos unas personas a otras, pero también en cómo tratamos a los animales. A mí me duele que cuando un semejante comete una atrocidad se le adjetive como animal. Pienso en los gatos que he tenido y a los que tanto he querido y en la cariñosa golden retriever que todos los veranos tengo la suerte de cuidar, y me digo que ojalá aquella persona se hubiera comportado como un animal. El comportamiento inhumano, infligir daño instrumental pero desvinculado de la biológica supervivencia, es patrimonio de la humanidad. El reverso de la racionalidad no es la animalidad, es la estupidez, en la que por supuesto está subsumida la maldad. El añorado filósofo Jesús Mosterín decía que los humanes (término que empleaba en vez de humanos para recalcar que podía ser un humano hembra o varón) sólo nos diferenciamos de los animales en tres cosas: en la capacidad prensil de la mano que deviene pinza de precisión, en la bipedestación que nos permite caminar erguidos sobre dos de nuestras extremidades, y en el lenguaje verbal con el que además de comunicarnos podemos comprendernos. En la inmensa mayoría de las cosas somos prácticamente idénticos. Hay algo que nos iguala por encima de todo lo demás. Tanto las acciones de los animales no humanos como todas las nuestras están orientadas de forma directa o indirecta al placer, a realizar aquello que nos provoca fruición, entusiasmo, hedonismo, tranquilidad, satisfacción. Y otra que nos distingue: podemos aceptar situaciones de displacer porque sabemos que de ese modo colmaremos proyectos de largo recorrido que nos donarán más placer todavía. El animal humano diseña el futuro, desobedece al instinto tan imantado al presente, y sabe postergar la llegada de la recompensa para que de este modo la intensidad del placer sea más grande.  

Fernando Savater defiende que los animales no tienen derechos ni obligaciones, sino que son los seres humanos quienes adquirimos obligaciones para con los animales. Los animales ni pueden tener derechos, porque no pueden concedérselos a sí mismos, ni pueden asumir deberes, porque no pueden cumplirlos. Jesús Mosterín refutaba esta postura y defendía que las niñas y niños o los animales pueden tener derechos sin tener obligaciones. Sé que es una obviedad recordarlo, pero a veces se nos olvida que los derechos no existen, se crean. Son un conjunto de normas que convenimos en respetar para regular la convivencia y convertirla en un lugar más cómodo. Quizá los animales no puedan tener derechos, pero lo sustantivo es que los humanos hemos decidido darnos deberes en nuestra relación con ellos. Los animales no disponen de leyes, pero los animales humanos podemos asumir deberes que nos comprometan a tratarlos con respeto, consideración y cuidado. Es decir, no maltratarlos, no hacerles daño, no utilizar su sufrimiento o su muerte como diversión, recreo o manifestación artística. La humanidad irrumpe en nuestro comportamiento cuando el sufrimiento del otro nos afecta y esa afectación nos hace sentirnos concernidos.  Aumentaremos nuestra humanidad si extendemos esa afectación a los animales, a la flora y al planeta Tierra que nos proporciona un hogar. Lo contrario nos haría poco racionales. Y ya sabemos qué es lo contrario de la racionalidad.

 


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martes, diciembre 28, 2021

Lee, lee, lee, y ensancha el alma

Obra de Alexander Deinek

El título de este texto parafrasea el título de la canción de Extremoduro «Ama, ama, ama, y ensancha el alma». Leer permite este ejercicio de autocolonización expansiva, pero merece tomarse con cautela ese cliché teórico que pregona que leer nos hace mejores personas. No caigamos en el error de moralizar el acto de leer. Leer sobre virtudes no nos hace virtuosos, lo que nos hace virtuosos es practicarlas. Cuento esto porque estoy inmerso en la escritura de un libro titulado Leer para sentir mejor. Es un ensayo muy atípico porque en su redacción he invertido mis habituales procesos creativos. Cuando me llaman para pronunciar una conferencia utilizo las ideas diseminadas en mis ensayos para vertebrarla, pero en esta ocasión he utilizado el contenido de una conferencia para desarrollar argumentativamente un ensayo. Mi deseo para el inminente nuevo año es que cuando el libro se publique lo pueda presentar en librerías y bibliotecas, los dos lugares fuera de mi casa en los que más tiempo he vivido.

Leer hilvana nuestro mundo con otros mundos porque leer es una manera de escuchar a la otredad. Ayer mismo leí una entrevista de la siempre lúcida y amable Irene Vallejo en la que comentaba que «leer es la forma de introducirte en la mente de otra persona». Precisamente esa infiltración permite comprender la diferenciación y la historicidad del otro, que a su vez nos recuerda lo tremendamente idénticos que somos en tanto miembros de la familia humana, hallazgos reflexivos para neutralizar la producción de odio y prejuicios. El prestigioso crítico Harold Bloom solía decir que él leía para entrar en contacto con mentes más originales que la suya y así aprender de ellas. A mí me ocurre que cada vez que inauguro una lectura siento el cosquilleo preconizante de que su autor me presentará cosas que no sé y de este modo me enseñará a nombrarlas. El filósofo Joan-Carles Mèlich afirma en La sabiduría de lo incierto que lo contrario de la palabra no es el silencio, sino el ruido. Es fácil colegir que habitar en las palabras escritas es una forma de amortiguar lo ensordecedor del mundo. También adoro que la lectura cultive mi imaginación para permitir la expansión de mis ideas y la deliberación en torno a otros horizontes posibles. Hace dos semanas me mostraron un estudio bibliotecario en el que la mayor valoración e identificación que hacían las mil quinientas personas participantes de veintiocho países era que «leer ofrece una ventana abierta a la imaginación». El valor cognitivo de la imaginación es tan ubicuo que no somos capaces de mesurarlo. Gracias a su carácter adivinatorio y anticipatorio la vida humana es posible tal y como la conocemos. Todo lo que ahora existe y nos parece de una obviedad que no merece detenernos nació gracias a que alguien una vez tuvo la osadía de imaginarlo. 

Como este es el último artículo de este año quiero dar las públicas gracias a quienes se demoran en este espacio de reflexión para leer las ocurrencias que sedimento en escritura. Es un gesto al que le confiero muchísimo valor. Como los días siguen teniendo veinticuatro horas como hace siglos, pero el cómputo de tareas que introducimos en ellas se ha multiplicado en las últimas décadas, cada vez disponemos de menos tiempo de calidad para emplearlo en nuestras elecciones personales. Hablando hace poco con un amigo muy lector, pero ahora agobiado por la falta de tiempo para leer, me dijo riéndose de sí mismo: «Antes me daba mucho reparo dejar un libro a medias, ahora los dejo sin empezar». En la gigantesca y a la vez fantástica Una historia de la lectura, Alberto Manguel recuerda algo palmario pero proclive a olvidársenos: «Los libros no piensan por nosotros. Las grandes bibliotecas son objetos inertes, requieren de nuestra voluntad para cobrar vida». En mi condición de autor reconozco que sin el concurso lector de quienes visitan este pergamino digital mi palabra es palabra muerta. Este texto que escribo ahora es palabra difunta, aunque sé que resucitará en el instante en que alguien dialogue con ella a través de su lectura. Muchas gracias por ello. Que todas y todos paséis unos días bonitos. Y que el 2022 sea ese sitio en el que haya oportunidad de hacer existir aquello que ahora no existe y que sabemos nos donará vida. Mucha suerte.


 
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