martes, marzo 15, 2022

Retórica de mercado para hablar de nuestra persona

Obra de Kasiq Jungwoo

Uno de los primeros ensayos que advertían de los peligros sentimentales y sociales de la autoayuda era el sólido y bien documentado Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo de la periodista y activista estadounidense Barbara Ehrenreich. Defendía que ese pensamiento positivo que nos indica que cualquier aspecto negativo de la realidad debe ser revaluado como una maravillosa oportunidad estimulaba un escenario idóneo para la mansedumbre, el espíritu acrítico y la sumisión. Es fácil comprobar esta deriva analizando algunos de sus postulados. Este potente nicho editorial y sus narrativas anatematizan la indignación y la tildan como la incapacidad de adaptarnos a lo que nos ocurre. Penalizan la tristeza acusándola de disfunción anímica o torpeza para resignificar los acontecimientos con positividad. Estigmatizan el sosiego vital prescribiendo que hay que salir de la zona de confort. Indican que el resultado indeseado surge por la escasez de cantidad de esfuerzo invertido, o porque no se empleó la energía necesaria para que la ley de la atracción funcionara óptimamente. Exhortan a que abracemos la llegada de cualquier crisis como una palanca de autoafirmación que no admite desánimo, etc. La autoayuda culpabiliza de toda expectativa incumplida a la falta de esfuerzo individual. Para este ejercicio necesita ignorar las circunstancias y las situaciones que determinan lo real y trazan el itinerario de muchas vidas, sobre todo de quienes poseen exiguo poder adquisitivo (que, según el despotismo meritocrático, se lo merecen por no haberse esforzado más). Todo depende en exclusividad de la persona individual, como si no hubiera contextos, estructuras, clases, medidas políticas, urdimbres económicas, escenarios de competición, desigualdades materiales, asimetría de oportunidades, estrategias institucionales en la redistribución de la riqueza, acceso desigual a privilegios, etc. La autoayuda insiste en que en vez de cambiar las condiciones del estado de las cosas cuando nos salpican y ensucian hay que cambiar lo que pensamos de ese estado de las cosas. Ahora se entenderá mejor el ejemplo icónico de que las personas que sufren inequidad en el ámbito laboral en vez de acudir al sindicato piden cita para relatar sus cuitas al psicólogo. El problema no es la injusticia. El problema es que lo injusto les provoca indignación.

También se hace más comprensible que desde este discurso se prescriba ser empresa de nosotros mismos, el neosujeto inserto en una competición darwinista idéntica a la que opera en el mercado porque es una mercancía más, un objeto para las dinámicas de producción y no un sujeto con dignidad. De este modo la lógica del mercado se apropia de la lógica de la vida, y una dimensión puramente económica configura toda una constelación de emanaciones sentimentales. Se ha naturalizado hablar de la gestión del yo, la revalorización del sí mismo, la conversión de nuestra vida en marca personal, la inversión en  nuestra persona, la administración de emociones, el consumo de experiencias, la felicidad como un activo que incrementa la productividad, la vuelta al mercado (cuando  se deja de tener una pareja pero se aspira a encontrar otra), el hecho de reivindicarnos (hacer una tarea bien). Todo es pura retórica mercantil para cuestiones que no tienen nada que ver con el mercado. La homogenización del discurso gerencial es el primer paso para entender la vida como un negocio y destinarla en exclusividad a su mercantilización. Verbalizarla así inspira vivirla así.

Al igual que ocurre en el mundo de la empresa, se trata de lograr la desconexión de la acción humana de un marco ético en el que aparecen las personas prójimas, despolitizar el pensamiento de la pregunta sobre la vida buena compartida y otros valores ajenos por completo a la esfera de las mercancías. La autoayuda ofrece escenarios disyuntivos en vez de copulativos, competitivos en vez de cooperativos. Es el tú o yo en vez del tú y yo que da como resultado el pronombre de la tercera persona del plural. Este egocentrismo exacerbado es ideal para la devastación de lo que anhelamos como humano, porque, como escribe Ana Carrasco en Decir el mal:  «la destrucción de lo humano se da en el momento en que se deja de sentir al otro». Habría que pormenorizar que esa destrucción se hipertrofia cuando se deja de sentir al otro como un igual, una equivalencia, un ser humano que merece respeto, una entidad valiosa que ha de ser cuidada al margen de todo lo demás. Como su propio nombre indica, la autoayuda prescinde de la otredad, del vínculo relacional, de la analgesia más eficaz de todas que es la compañía cuidadosa de los demás y medidas políticas que tengan en cuenta nuestra dimensión comunitaria. Considera a las personas seres autárquicos. Toda solución recae sobre los recursos subjetivos de la persona, como si no hubiera necesidades comunes y problemas colectivos que requieren medidas políticas y ciudadanas. «Solo vinculándonos con la comunidad a la que pertenecemos podemos sentirnos fuertes; que no es posible sentir fuera, ni seguridad, ni poder si estamos solos, que la individualidad es solo una fantasía», esribe Almudena Hernando en La fantasía de la individualidad. Evidentemente hay un pensamiento que ve el mundo de otro antagonista modo. Todavía recuerdo el impacto que me produjo leer el consejo vital que prescribía para la obtención de éxito un autor de gigantesca resonancia mediática y cuya bibliografía me he leído entera: «La cebra no ha de ser más rápida que el león, ha de ser más rápida que las otras cebras».

 

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martes, marzo 08, 2022

El feminismo es un movimiento, el machismo un comportamiento

Obra de Lita Cabellut

Hace unas semanas estaba viendo por televisión un programa en el que un hombre y una mujer cenaban juntos para a través de la conversación averiguar si tenían convergencia e intereses compartidos suficientes como para emplazarse en una nueva cita que abriera la posibilidad de una relación sentimental. Ambos frisaban los treinta y cinco años. En el intercambio recíproco de información, de repente el hombre le pregunta a la mujer qué piensa del feminismo. Con una observación teñida de cierto orgullo y tono triunfal, ella contesta que «no soy ni feminista ni machista, yo estoy a favor de la igualdad». Él empalidece, muestra estupefacción gestual ante su respuesta, y le formula una puntualización: «El feminismo no es lo mismo que el machismo. El feminismo es un movimiento, el machismo es un comportamiento». Al día siguiente esta pequeña anécdota brincaba a la conversación pública para explicar el paisaje desolador que supone que aún haya mujeres que no perciban la diferencia conceptual entre feminismo y machismo. También el abatimiento que suponía que fuera un hombre el que tuviera que revisar pedagógicamente las abismales disimilitudes entre ambas posiciones. Y que lo hiciera desde un escaparate con una audiencia superlativa.

Una regla básica de la manipulación aconseja que si alguien desea corromper la realidad lo primero que ha de corromper son las palabras que designan esa realidad. Contaminar un término es el primer paso para fracturar el poder de cambio que ese término pueda llevar semánticamente en germen, y por tanto se erige en una sencilla táctica para perpetuar los privilegios y las inequidades anclados en el estado de las cosas. La igualación de feminismo y machismo es una contranarrativa que intenta hacer creer que el feminismo es un machismo ejercido por mujeres, una conducta que espejea lo que hacen los machistas, pero mimetizado e incluso exacerbadamente por las mujeres. Esta insistencia incluso ha inventado una palabra fiscalizadora, porque quienes quieren desacreditar el movimiento feminista saben muy bien que lo que no tiene léxico no tiene existencia. En el debate público hay una corriente que no ceja en releer el feminismo como una analogía del machismo pero apuntando en la dirección opuesta, es decir, discriminar a los hombres por ser hombres, y no es así. El año pasado con motivo del 8M compartí sendas definiciones para aclarar de qué estamos hablando al esgrimir ambos términos: «Machismo es el conjunto de comportamientos y valores destinados a devaluar y degradar a las mujeres por el hecho de ser mujeres. Feminismo es aceptar que el que hombres y mujeres seamos diferentes no legitima ningún motivo de desigualdad. Las disimilitudes biológicas no deberían habilitar disparidades normativas, jurídicas y comportamentales». 

El comportamiento machista levanta una dinámica intersubjetiva en la que se coacciona, se degrada y se minusvalora a una mujer por ser mujer.  En el machismo se da una relación del nosotros (entendido como la totalidad que conformamos los seres humanos) en la que no hay un lugar simétrico para las mujeres. El feminismo pugna porque en el espacio común en el que se despliega la vida humana ningún género esté penalizado por la desigualdad. Dicho con un eslogan fácil de entender y memorizar: la dignidad no tiene género. Feminismo o machismo es una excluyente elección ética, y por tanto una manera de entender el vínculo con quienes irremisiblemente construimos convivencia política. Estoy seguro de que, incluso entre quienes ponemos empeño en erradicarlos, la herencia cultural hace que nuestro comportamiento figure atestado de micromachismos, es decir, microgestos insertados en las inercias de la vida cotidiana que a fuerza de repetirlos pasan inadvertidos y campan allí donde los radares de la conciencia no los detecta. Escuchar a quienes tienen una sensibilidad más aguda que la nuestra para señalar estos puntos ciegos de nuestra conducta y revocarlos es primordial para civilizarnos mejor. Necesitamos desasirnos de legados intelectuales que secularmente han discriminado a las mujeres para subordinarlas a través de mapas valorativos aceptados social y acríticamente. Hoy 8M es el día elegido para recordarlo y vindicarlo.

 

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