martes, septiembre 27, 2022

El ser humano es el ser que puede dialogar

Obra de Ivana Besevic

La base que propicia la singularidad con la que nos engalanamos las personas es que afortunadamente unas y otras podemos pensar de manera muy diferente. Albergamos perspectivas y valoraciones muy dispares del mundo y de la forma de vivirlo y organizarlo. Sin embargo, la convivencia a la que indefectiblemente estamos abocados nos alerta a dialogar para crear el espacio compartido donde nuestra vida se hace vida humana. Aristóteles definió al ser humano como el animal que habla, pero este rasgo distintivo devendría superfluo si no fuéramos el animal que además de hablar puede dialogar, y por tanto también puede y debe escuchar. La filósofa brasileña Marcia Tiburi  epitomiza de un modo brillante esta ventaja evolutiva: «El diálogo es el elemento que constituye lo común». El diálogo no solo es una herramienta constituyente, también es transformadora a través de una miríada de nexos con las alteridades cuyos procesos no se clausuran jamás. Hablar es un evento político porque la palabra permite crear el espacio en el que el tú y el yo se yerguen en la primera personal del plural. A mis alumnas y alumnos esta idea les llama mucho la atención porque rara vez se han detenido a reflexionar acerca del material del que está construido ese nosotros común y participado sin el cual es imposible acceder a la vida que estamos viviendo. Gracias a su capacidad alumbradora, el diálogo puede levantar las instersecciones en las que nos constituimos y nos habitamos. También ocurre a la inversa. Cercenar la voz del otro al silenciarla, desoírla, negarla, apartarla, caricaturizarla, menospreciarla, ridiculizarla, o tergiversarla a propósito, supone la supresión de la política, «la capacidad humana  de crear lazos comunes en nombre de la buena convivencia entre todos», en certera definición de Tiburi. No dialogar con quien anticipamos que no piensa igual supone la fragilización de la convivencia. Cuando la convivencia se retrae, crecen las posiblidades de la violencia.

Cada vez que me sumerjo en el estudio del diálogo, compruebo que quienes lanzan loas a favor de su empleo suelen pasar por alto la creación de condiciones para decantarnos por su uso, o para que ese diálogo elegido pueda ejercerse de un modo eficiente. Estas condiciones son prominentemente éticas y afectivas (y por tanto también sociales y materiales), no solo comunicativas. Conocer los dinamismos del diálogo no nos hace más dialogantes, poseer disponibilidad ética y sentimientos de apertura al otro, sí. De cuáles sean nuestros afectos más prevalentes derivará cómo será nuestro proceder. Los sentimientos de clausura al otro (el odio, el miedo, la iracundia, la susceptibilidad, la desconfianza, la envidia) instan a la cancelación de la posibilidad de pensarnos en común. Cuando los sentimientos de clausura presiden nuestra subjetividad, el otro es un enemigo, una amenaza o un obstáculo, y se sabotea la oportunidad de tratarlo como un sujeto de derechos y un interlocutor necesario para la construcción de horizonte mancomunado. Los sentimientos de clasusura convierten la disparidad en anatema, lo distinto en conminación, el disenso en declaración de guerra. Así es imposible dialogar, y al no dialogar estos sentimientos de clausura se enraízan. Entraríamos en un peligrosísimo círculo vicioso.

La aceptación del otro cuya interlocución es tan legítima como la propia solo es factible cuando comparecen los sentimientos de la atención, que podemos conceptualizar en bondad, consideración, respeto, cuidado, afecto, generosidad, alegría. No se trata de dialogar solo para la elaboración de consenso, sino establecer este hábito ético para aceptar la existencia del disenso y aprender a relacionarnos amablemente con su presencia. Que no interpretemos la discrepancia como una agresión personal, ni la utilicemos para justificar comportamientos irrespetuosos. Se trata de comprender la disparidad (siempre que en ella se respeten los Derechos Humanos) que hace que cada vida humana sea incanjeable, y el deber de incorporarla en el marco de nuestras deliberaciones. No todas las personas pensamos lo mismo de las mismas cosas, y ese es el motivo de tener que deliberar en torno a cuáles son las más convenientes según qué propósitos. De esta constatación nació la política, la disciplina destinada a pensar y articular la conviencia para vivir mejor al unísono. La incorporación del disenso en nuestros esquemas de aprendizaje solo es posible con amabilidad y bondad discursiva. Lo que quiero decir es que solo podemos dialogar cuando afectivamente estamos dispuestos a dialogar. Tengo un amigo que en más de una ocasión me ha confesado que «no sé si soy dialogante, lo que sí sé es que quiero serlo». Esta disposición es de cariz sentimental, opera al margen de si nuestras competencias dialógicas son sólidas o quebradizas. Como inquilinos de sociedades cada vez más plurales y heterogéneas, acucia proveernos de afectos proclives al diálogo, a esa porosidad en la que los argumentos del otro son el nutriente de nuestros argumentos, y a la inversa, en un proceso siempre inacabado. Renovar nuestra relación con el diálogo supone reinventar afectivamente nuestra relación con la alteridad.

 
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martes, septiembre 20, 2022

«Cuidar es amar y es el único amor que existe»

Obra de Ivana Besevic
Cuidar es poner esmero e interés en lo que hacemos para que quede del mejor modo posible. También es colocar la atención en el otro y ponerla a su disposición para aminorar su adversidad o extender su bienestar. Victoria Camps en su ensayo Tiempo de cuidados avala esta perspectiva cuando escribe que «el cuidado consiste en una serie de prácticas de acompañamiento, atención, ayuda a las personas que lo necesitan, pero al mismo tiempo una manera de hacer las cosas, una manera de actuar y relacionarnos con los demás». José Antonio Marina define el cuidado como la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo valioso. Resulta sorprendente comprobar cómo lo más valioso es simultáneamente lo más vulnerable, lo más expuesto a quedar maltrecho si nos descuidamos, es decir, si no ponemos la cantidad idónea de cuidado que merece la situación. Los seres humanos somos vulnerables en tanto que podemos ser heridos. La genética léxica de la palabra vulnerabilidad es inequívoca: es un ensamblaje de vulnus (herida) y abilitas (posibilidad). Si nos fijamos bien, no hay criatura más vulnerable que la humana, porque no solo nos pueden herir los peligros de nuestro derredor, sino también las adopciones que tome nuestro propio pensamiento. Nos podemos dañar sobremanera en nuestra interioridad con la elección de lo que pensamos, lo que pensamos de nuestra persona, y lo que pensamos que los demás piensan de nuestra persona, sean esos demás parte de nuestra esfera de parentesco, del círculo de la afinidad, o del ámbito de las interacciones no electivas. Hay que tener mucho cuidado porque somos muy frágiles.
 
Leyendo el panorámico libro La revolución de los cuidados de María Llopis me encuentro con otra definición preciosa de cuidado. «Cuidar es amar y es el único amor que existe». Unas líneas después la autora agrega que partiendo de esta definición, y desde que materna, le resulta más fácil distinguir dinámicas disfrazadas de amor romántico, pero que en realidad carecen por completo de él porque no hay cuidado. Podemos aseverar por tanto que el cuidado es un indicador que desenmascara aquellas relaciones  en las que el amor es diezmado o directamente esquilmado. Uno de los más perniciosos mitos del amor romántico señala que «quien bien te quiere te hará llorar», pero si oteamos esta afirmación con la mirada del cuidado es sencillo negar su veracidad. La podemos replicar con otra que patentiza la intersección en la que conviven el amor y el cuidado: «Quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le harán llorar por contravenir sus planes». Acaba de aparecer una palabra clave en el diccionario de los cuidados. Respeto. El respeto es el cuidado que ponemos en la dignidad inalienable de la otra persona. Emmanuel Levinas defendía que, puesto que el yo está configurado a través de los vínculos forjados con el otro, estamos obligados éticamente al cuidado de ese otro. No solo es una prescripción ética, sino ante todo inteligente. Cuidar al otro deviene en autocuidado.
 
Hace unos días tuve la suerte de que contaran con mi voz y mi mirada en las Jornadas del Afecto que se celebran en la Universidad Pontificia de Montería (Colombia). Pronuncié una conferencia cuya idea nuclear expresaba exactamente lo mismo. El título que se me ocurrió para compendiar mi intervención lo mostraba sin ambages: «Sin ti no soy yo». Obviamente era una variante de ese lugar común que llora que «sin ti no soy nada», afirmación con un lugar prominente en los imaginarios afectivos del amor romántico. Este «sin ti no soy nada» se suele esgrimir cuando una de las partes quiere anticipar a la otra que devendría en pura nadería si se diluye el binomio amoroso que conforman. Sé que este tópico se aduce para enfatizar lo crucial de la relación, pero se puede argumentar lo mismo de una manera en la que el sujeto no quede dolorosamente devaluado: «Contigo soy más». Este contigo soy más es el motivo basal de nuestra interdependencia y su cristalización en el cuidado. Solo al juntarnos aumentamos posibilidades, solo al juntarnos nos mejoramos, solo al juntarnos nos plenificamos. Ahora se entenderá mejor esa afirmación de Spinoza en la que sostenía que no hay nada más útil para un ser humano que otro ser humano. O a Hegel cuando enunció que para ser humano hace falta ser dos. Al final de la conferencia Sin ti no soy yo hubo un entretenido turno de preguntas. En una de ellas me instaron a que definiera el amor. El amor es un término polisémico, pero lo vinculé con el cuidado, que es donde radica verdaderamente su sentido prístino. El amor es una atención en la que estamos para el otro, tanto para mitigar su tristeza como para cooperar en la multiplicación de su alegría.


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