martes, febrero 13, 2024

Tiempos y espacios para que los rostros se encuentren

Obra de Alisher Kushakov

En el lenguaje coloquial tendemos a usar indistintamente los términos cara y rostro. Sin embargo, como herramientas conceptuales filosóficas son muy diferentes. La cara nos homologa como entidades humanas, pero el rostro nos singulariza, es el portador de los resultados de los procesos de individuación. La cara es el sitio donde trazamos nuestro rostro, el lugar en la que las enunciaciones, las afecciones y las acciones lo tallan y lo modelan. El inventario de sentimientos que brotan a lo largo de nuestra instalación en el mundo acaba positivándose en el rostro. De toda nuestra geografía corpórea, es en el rostro donde se esculpen con visibilidad las batallas libradas en nuestra biografía, el repertorio de eventualidades que nos conforman, la interacción con los demás, el cúmulo de ayeres, ahoras y porvenires en los que se inspira el relato identitario en que nos instituimos como un ente incanjeable e irreductible a cualquier descripción. La narratividad en la que se configura nuestra subjetividad se asoma parcialmente al rostro. Otros enclaves del cuerpo pueden documentar qué nos ha ocurrido y de qué vivencias estamos atravesados, por qué devenires ha navegado o se ha encallado nuestra existencia, pero es el rostro el que hace ligeramente visible la invisibilidad de esa narración que nos brinda sentido e identidad. 

A juicio de Heidegger, la memoria es el lugar donde comparece todo nuestro tiempo, y el rostro es el epítome de ese tiempo tanto vivido como soñado, impregnado como imaginado, real como ficcional. En el rostro se congregan el ser que estamos siendo, pero también el ser que nos gustaría llegar a ser, o el que una vez soñamos con ser y cuya proyección cercenaron circunstancias del existir. En el rostro se reúnen todos los seres que somos, los reales y los apócrifos, los logrados y los frustrados, los construidos y los esbozados.  El rostro es la conmemoración diaria de ese relato en el que cohabita la memoria que somos y el futuro al que tratamos de tender con nuestras deliberaciones, decisiones y acciones en el cauce indetenible del presente continuo. Aunque el habla popular ha hecho célebre el símil de que la cara es el espejo del alma, si fuéramos más precisos tendríamos que trocar las palabras y afirmar que en realidad el rostro es el escaparate de la subjetividad. Pero el rostro también es un identificador legal. La reproducción fotográfica del rostro es la que valida nuestro carnet de identidad. 

En palabras de Lévinas, el rostro es el mediador de nuestros encuentros con la alteridad. El otro deja de ser una abstracción cuando se presenta con un rostro. Lévinas distingue entre el otro y el tercero. El tercero es una entidad abstracta cuyo rostro no vemos, lo que no obsta para saberla partícipe del mismo proyecto en el que estamos embarcados como miembros de la humanidad. Cuando escribí La capital del mundo es Nosotros, ese nosotros era un nosotros abarcativo y sin género conformado por los otros con rostro con cuyas interacciones somos, pero también por la masividad de terceros a los que ni vemos ni veremos jamás a lo largo de nuestra vida. La humanidad que hay en cada persona se actualiza cuando el otro deja de ser un tercero y deviene rostro. Cuando dos rostros se observan simultáneamente (el popular mirarse a la cara, o mirarse a los ojos) ven la singularidad que encarnan, pero simultáneamente contemplan su similitud, su condición de semejantes. Si la diferencia nos vuelve éticamente indiferentes, la semejanza es la puerta de acceso para el cuidado. 

El sentimiento de la compasión se activa ante la contemplación de un otro que es a la vez distinto (como portador de subjetividad) e idéntico (como portador de dignidad), exactamente como cualquier otro, lo que implica responsabilidad y consideración. En las advertencias castrenses de la Primera Guerra Mundial se aconsejaba a los soldados de infantería que en el lance del combate no miraran jamás al rostro del enemigo. Las posibilidades de disparar a alguien con rostro (es decir, a alguien a quien ya no podemos estereotipar, puesto que el rostro lo singulariza y le confiere insustituibilidad) decrecen notablemente en comparación si a ese alguien lo tenemos engrilletado en una abstracción que consideramos ominosa. En Ética e infinito Lévinas lo resumió muy bien: «el rostro es lo que me prohíbe matar». El rostro despierta mi responsabilidad ante el otro. Una táctica muy humanista consiste en fomentar espacios y tiempos para encontrarnos con el rostro de los demás, para que dejen de ser un tercero cuya abstracción narcotiza esa responsabilidad y ese cuidado que nos impedirían ejecutar acciones u omisiones para dañarlo, subyugarlo o eliminarlo.


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martes, febrero 06, 2024

Una de las peores experiencias: la indefensión aprendida

Obra de Lydia Benady

En el incisivo ensayo Infoxicación. Identidad, afectos y memoria; o sobre la mutación tecnocultural, se afirma que la apatía es el peor de los estados anímicos imaginables. Su autora, la joven filósofa Margot Rot, define la apatía como «indiferencia y compulsión, la apatía detiene el deseo y, en ocasiones, lo colma en un objeto de satisfacción sin horizonte». La apatía nos secuestra, instaura la cancelación de las pasiones y nos hurta de una habitabilidad agradable en el mundo. A pesar de la naturaleza jibarizadora de la apatía, creo que existe un lance más deletéreo con el que una persona se puede tropezar en su itinerario biográfico. En numerosas conversaciones coloquiales he mantenido que una de las experiencias más aciagas que le puede suceder a una persona es incurrir en un episodio de indefensión aprendida, si el episodio es medular para su historia de vida. La indefensión aprendida opera cuando se deja de actuar sobre una situación adversa porque se anticipa que el resultado de la acción no modificará la situación, exactamente igual que ocurrió en las anteriores veces. La reiterada movilización de recursos volitivos y epistémicos no desplaza lo que acontece hacia lugares más plausibles. Llega un momento en que la persona suspende la voluntad y acepta la inevitabilidad de ese acontecimiento que le lacera, le resta posibilidades, lo entierra en vida.  No es apatía, es rendición. En la apatía no hay dolor, en los momentos germinales de la claudicación, sí.

A juicio del filósofo Albert Lladó, «la realidad no necesita realismo». Cierto, la realidad apremia imaginación y narratividad sobre lo posible para transformarla en una aliada de nuestros intereses. Sin embargo, en la indefensión aprendida la realidad desborda tanto realismo que desemboca en petrificación e inmovilismo. La indefensión aprendida destruye la imaginación, mella los recursos proyectivos, nubla los horizontes de posibilidad, erradica la elucubración de táctica, anega a la persona de una inoperatividad que inspira el desestimiento y la renuncia. La indefensión aprendida instaura el cierre de pensar como herramienta de transformación y cercena la disposición a cualquier cometido susceptible de agregar mejoras. Si educar es acompañar para sacar lo mejor de cada persona desde dentro hacia afuera, la indefensión aprendida introduce lo peor desde fuera hacia dentro. Este horrible mecanismo es extrapolable tanto a experiencias del círculo íntimo como a experiencias de acción política. 

La indefensión aprendida engendra aprendizaje (nefasto) y memoria (malos recuerdos). Ante la adversidad, la memoria evoca la inutilidad de esfuerzos pretéritos y declina operativizarlos ahora. Colige como más inteligente transigir y ahorrar una energía que acaso sea necesaria en futuros eventos en los que sí se posea capacidad autodeterminadora. De este modo la narratividad en la que nos subjetivizamos nos insta a la capitulación, a un no hacer nada y no esperar nada porque nunca ha pasado nada cuando hemos cumplido lo que se nos demandaba para aspirar a esperar algo. Llegados a este punto cualquier enunciación se orienta a validar la inacción, a pretextar que hacer algo es inservible como lo fue en infértiles oportunidades pasadas. Esta entrega no responde a haraganería ni a procrastinación, ni a indiferencia ni a postergación, es la disolución de una voluntad que se acusa a sí misma de estéril frente al fenómeno que le interpela. La disposición anímica se volatiza y la esperanza, contraviniendo el lugar común, es lo primero que se extravía.

La voluntad deviene impotencia solidificada en irresolución. Se incoa una voluntad sin voluntad confinada en un totalizador horizonte de imposibilidad, una coalición de impotencia (la experiencia de quien se resiste a admitir que las cosas acaecen de ese modo, pero no puede impedirlo) y capitulación (aceptación contra el propio deseo de un curso de acción por parte de quien se admite inerme para detenerlo, o para encauzar su trazabilidad en otra dirección). El aprendizaje de la indefensión inoperatiza a la persona degradándola en sujeto pasivo al albur del decurso de un acontecer adverso que desborda sus mecanismos de influencia y control.  Si la curiosidad es el deseo de ensanchar el horizonte epistémico, en el momento en que se instaura la indefensión aprendida en los esquemas de pensamiento se cancela la curiosidad y se conmuta en vana. Se está en el mundo, pero con la disposición afectiva de saberse sin agencia y sin herramientas para intervenir sobre él. La persona declina participar sobre sí misma. Pessoa susurró que el aburrimiento es la grave enfermedad de sentir que no vale la pena hacer nada. Se equivocó. Llamó aburrimiento a la indefensión aprendida.

 
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