martes, abril 08, 2025

Vida buena, buena vida

Obra de Tim Etiel 

El capitalismo se puede definir de múltiples maneras, y una de ellas es apelando a su antónimo. Probablemente la palabra que significa justo lo contrario de capitalismo es suficiente. Dicho de otra manera más sencilla: el capitalismo es una forma de habitar la vida en la que nunca nada puede dejar satisfecho a nadie. Hace unos años Guilles Lipovetsky escribió un aleccionador ensayo titulado La sociedad de la decepción en el que escrutaba el papel generativo de la insatisfacción como elemento medular del sistema capitalista. Se requieren personas insatisfechas que palíen este malestar a través de prácticas ligadas al intercambio monetario, o a una autorrealización vinculada con prácticas laborales rayanas a la autoexplotación, y tan desvitalizadas que la disponibilidad de tiempo se tome como un privilegio. Una persona contenta con lo que ya tiene estaría cometiendo la horrible imprudencia de estar colocando palos en la rueda del sistema. Para evitar este fatal desenlace existe una ubicua industria de la persuasión destinada a que cualquier persona se pliegue a considerar que le hace falta lo que le falta, y se entristezca por ello, o al menos sienta menoscabada su alegría, y ponga toda su subjetividad al servicio de su consecución. 

Para afrontar este propósito, la industria de la persuasión homologa necesidades y deseos (la necesidad es aquello que en su ausencia malograría una vida, el deseo es la presencia de una carencia que solicita con irritada insistencia dejar de serlo), concierne la idea de felicidad a satisfacción material (una felicidad asociada al consumo y a una alegría mercantilizada), fomenta el analfabetismo financiero de convertir en sinónimos endeudamiento con riqueza, iguala conformismo con mediocridad, demoniza la aceptación (la sermoneada y estigmatizada zona de confort), atribuye grisura a cualquier atisbo de moderación, torna en palabras idénticas sencillez y simpleza, silencia la interdependencia y amplifica una individualidad ilusa y narcisista, fomenta la emulación pecuniaria, asocia la riqueza a la virtud y la pobreza al demérito, justifica las desigualdades con la mitología de la meritocracia, etc., etc., etc. Gracias a estas dinámicas de transmutación de ficciones el sistema de producción y el sistema de financiación se mantienen a pleno rendimiento, y a la par satisfacen una rentabilidad obligada a crecer y extender el margen en cada nuevo ejercicio. Cuando una persona obtiene lo que le faltaba, verá que le faltan nuevas cosas hasta ese instante impensadas y ahora codiciadas, así en un proceso siempre ineluctable e inacabado, y que solo puede ser momentáneamente satisfecho con la mediación del dinero. La retórica del discurso hegemónico anuncia que cuando una persona accede a la adquisición de muchos bienes accede a la buena vida, aunque sempiternamente será una buena vida susceptible de ser mejorada, porque la biología del capitalismo se sustancia en querer y tener siempre más. Una forma de azuzar este sentimiento de insuficiencia consiste en incitar la comparación como fuente de legitimidad. La buena vida que podamos culminar palidecerá como una medianía si la parangoneamos con las ubicadas en el pináculo de las formas comunes de éxito que publicitan los relatos sociales. 

Frente a esta buena vida, está la vida buena, un repertorio de virtudes en las que el capital pierde centralidad y se torna periférico. Como en este caso el orden de factores sí altera el producto, una buena vida difiere notablemente de una vida buena. La buena vida vincula con el tener y está mediada por el capital y la objetualización de la alegría. La vida buena vincula con el ser, y está mediada por todo lo que es inmune a la mercantilización. En realidad no se trata de tener una vida buena, sino de tener una vida digna, prerrequisito ineludible para desde esa condición basal construir una vida buena. Cuando mis alumnas y alumnos hablan maravillas del dinero, les comento con un lenguaje lo más explicativo posible que por muchos recursos económicos que atesoren jamás podrán comprar pensamiento, ni habilidad analítica, ni regulación desiderativa, ni ponderación, ni vertebración narrativa de la vida, ni atención en la mirada, ni potencia volitiva, ni creatividad, ni afectos, ni alegría, ni sensibilidad, ni criterios de evaluación, ni estratificación de prioridades y expectativas, ni orientación, ni horizontes de sentido con los que construir una subjetividad moderada, ni reposicionarse, ni activar disfrutes no mercantilizados, ni pericia para autodeterminarse con sensatez y tener la plena posesión de su propia persona. Todo lo que consiste en hacer, y que por lo tanto se aprende haciendo, no se puede comprar. 

Hemos atribuido valor a todo lo que tiene precio, y en nuestros juicios de estimación hemos devaluado todo lo que no se puede comprar, olvidando que no se puede comprar precisamente porque es tan valioso que no tiene precio. Frente al depredador siempre más, oponer el cabal no quiero más porque tengo suficiente, o incluso más que suficiente. Contener la voracidad insatisfecha del capital con la serenidad inteligente de quien, una vez colmadas las necesidades que le permiten adentrarse en una vida digna, desestima el papel del capital como agente de sentido. He aquí el momento fundante de la vida buena. 


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martes, abril 01, 2025

Disfrutar del proceso

Obra de Maria Svarbova

Escribe el neurocientífico Francisco Mora que solo se puede aprender lo que se ama. Es fácil agregar que con lo que se ama no se puede entablar una relación utilitarista ni por supuesto mercantilista. Lo que se ama puede albergar utilidad, pero esa utilidad no es un propósito, sino una consecuencia. En su libro Neuroeducación y lectura, Mora puntualiza: «Ningún proceso conducente a aprender, memorizar y alcanzar conocimiento consciente se puede realizar sin el paso previo de la activación de los procesos neuronales de la atención. Sin ella no hay aprendizaje, ni memoria explícita, ni conocimiento». María Zambrano nos enseñó que la contemplación es el tributo que nos exige la belleza si queremos disfrutar de ella, pero algo similar solicitan los sentimientos asociados a la fruición y al gozo. Sin atención no hay delectación. A las alumnas y alumnos con los que comparto conocimiento les he propuesto un criterio para que su atención en clase no sea vampirizada por ningún dispositivo digital. «Que tu cuerpo y tu atención estén a la vez y al mismo tiempo en el mismo lugar». 

Cuento todo esto porque sin el concurso de la atención y del placer los procesos se marchitan y son brutalmente desposeídos de la posibilidad de acarrear aprendizaje. Por supuesto que en ocasiones resulta insorteable transitar momentáneamente por situaciones de displacer, o de cualquiera de sus gradientes, pero este vasallaje es el ineludible pago para tratar de coronar las metas con las que vamos adjudicando sentido al evento de existir. Para que haya delectación es fundamental adjudicarle un sentido a la tarea misma. Remedios Zafra se refiere a estas tareas como un hacer auténtico. Nietzsche estableció un criterio de elección fantástico para discernir qué tareas son las que nos apasionan y desperezan las zonas del cerebro conexadas con la motivación intrínseca y la sensación de dicha: «Elige aquello que una vez elegido tuvieras que realizarlo durante toda la eternidad». Cualquier otro criterio de elección supondría enterrarse en vida. De aquí el diagnóstico social que anuncia que son multitud las personas que mueren a los veintitantos años, pero no las entierran definitivamente hasta varios decenios después.

Como la tendencia biológica del capitalismo es producir más cantidad en el menor tiempo y con la mayor reducción de costes posible, la elaboración que requieren las tareas queda desasistida de sentido y disfrute. No importa el proceso, sólo importa el resultado, cuando sabemos sin embargo que las personas no aprendemos por el resultado, sino por el proceso. El capitalismo pone todo su foco en producir, y neglige por completo la relación afectiva del sujeto con el proceso de la producción. Aquí podemos rotular el centro generativo de la alienación. La gravedad de esta tendencia se exacerba en las prácticas creativas o en los trabajos inmateriales y cognitivos. ¿Para qué crear si se usurpa el deleite del lance creativo, para ensanchar los currícula, para agregar más texto en la nota biográfica que aparecerá al lado de nuestra foto en congresos, cursos o libros? ¿Qué sentido tiene crear con desapego, pensar con desafección, hacer con automatismos y monotonías propias de las dinámicas de la rentabilidad y la extensión del margen, o con la energía marchitada por la cadencia productiva que siempre demanda más apresuramiento y velocidad? 

Me sorprende cómo se ha trivializado la expresión hacerlo por gusto. ¿Acaso hay algo más hermoso que hacer algo porque nos gusta hacerlo? Le ocurre lo mismo a esa prédica coloquial que es hacer algo por amor al arte. ¿Hay algo más reconfortante que hacer algo mediado por el amor? Hacer como forma de autoafirmación, con implicación y vínculo del ser que somos, frente al hacer por hacer, o al hacer por ampliar la obtención de ingresos (que son primordiales cuando el dinero escasea, pero se tornan accesorios cuando se obtienen con una regularidad y una equidad que den acceso a una vida digna). En hacer por el placer de hacer encontramos de repente atracción de disfrute que metamorfosea la vida en una  conspicua apetencia de existir, en asentimiento de la propia existencia que pronuncia un sí a la celebración de estar vivo a través de un hacer que al hacerse nos hace. La exquisita prosa de Remedios Zafra define estas prácticas como las que proporcionan empuje a la existencia, o las que reconciliaban la vida cotidiana con la sensación de vida de veras. En Gozo, Azahara Alonso comenta que para este tipo de prácticas (ella las denomina paréntesis) «son necesarias dos circunstancias: la enfermedad o el dinero. Por fortuna, yo no suelo tener demasiado de ninguna de las dos. Hay una tercera opción: hacer de la vida una suerte de tiempo libre con pequeñas interrupciones». Para la cultura neoliberal esta forma de habitarse es inconcebible y no merece tomarse en consideración, puesto que solo presta mirada a aquellas actividades teñidas con economización y afán de lucro. Aquí conviene apuntar algo que rara vez se cita en el credo del capital. El dinero es nuclear para el bienestar, pero resulta inoperante para el bienser. 

 

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