Pintura de Michele del Campo |
El título de este artículo es prácticamente el mismo que el del libro del neurólogo y divulgador científico Francisco Mora, Neuroeducación,
sólo se puede aprender aquello que se ama (Alianza Editorial, 2012). En este ensayo Franciso Mora explica cómo funciona
el cerebro en los procesos de aprendizaje y cómo la absorción y la memorización
de estímulos es incomparablemente mayor en contextos de alta intensidad emocional. No es necesario celebrar un festín pantagruélico de emociones, basta con disfrutar. Las emociones
afectan directamente al sistema cognitivo, la cognoción se exacerba con el
advenimiento de emociones positivas tales como el entusiasmo o la amenidad, la memoria se tonifica cuando interactúa con el afecto y la diversión. En el ensayo Lo que nos pasa por dentro (Destino, 2012),
Eduardo Punset escribe que «la pasión es el combustible de la creatividad». Por supuesto. No hay ni un solo ejemplo en la
historia de la humanidad en el que alguien haya creado algo valioso para la
comunidad mientras bostezaba o abominaba de la tarea que tenía por delante. La conclusión es transparente. El tedio
esclerotiza el cerebro y empobrece las conexiones neuronales. El aburrimiento no mata, pero le quita mucha vida a la vida.
En La
educación es cosa de todos, incluido tú (ver página del libro), dediqué uno de sus treinta y
tres epígrafes a la diversión. Recuerdo que lo más reseñable que escribí en
aquel capítulo es que «sin compensaciones recreativas no se liberan fuerzas
creativas». La motivación intrínseca es el placer que destila la realización
de la propia tarea al margen de las posteriores recompensas que pueda traer
anexionadas. Cuando esto ocurre hablamos en lenguaje coloquial de amar lo que uno hace, disfrutar, divertirse,
entretenerse. El psicólogo Mihalyi Csikzentmihalyi se refiere a esta experiencia como estado de
flujo, el momento en que una tarea nos apasiona tanto que nos abduce por
completo y nos encapsula en una burbuja en la que se optimizan nuestras
capacidades y el tiempo deja de operar sobre nosotros con las mismas coordenadas que emplea fuera de
ella. Infelizmente la mayoría de las veces el remolino de lo cotidiano nos
condena a llevar a cabo aquellas actividades que nos ayuden a sufragar
nuestras necesidades, tanto las básicas como las creadas (tareas alimenticias), en detrimento de cultivar aquellas otras patrocinadas por la
pasión y el entusiasmo (tareas vocacionales). De ahí que Eduardo Punset en la
obra señalada anteriormente infiera que «la mayoría de la gente se muere a los
27, pero la entierran a la los 72». El ser humano aprende viendo, oyendo, hablando, leyendo
y, por encima de todo, haciendo. Aprender no es una operación de trasvase, es una actividad. Hacer es la forma más eficaz para actuar sobre
la plasticidad del cerebro, pero sobre todo hacer lo que nos gusta, aquello que nos emociona, porque si
nos gusta lo haremos bien, y al hacerlo bien nos gustará y emocionará más. Así en un bucle
infinito que se enriquecerá a cada nueva vuelta de agregación.
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