martes, febrero 02, 2021

Ojalá tuviésemos una extensa zona de confort

Obra de Tom Root

Ayer pregunté a mis alumnos que si estaban de acuerdo en que los seres humanos sentimos una profunda aversión al cambio. Respondieron mayoritariamente que sí, que somos muy cómodos y nos disgusta implementar novedades en nuestra biografía. Me sorprendió mucho la respuesta. Les precaví de que cada vez que alguien les preguntara algo pusieran su atención en cómo estaba planteada la pregunta. Si una pregunta compleja se responde con la simplicidad de un monosílabo es porque la pregunta probablemente esconda una trampa. Cualquiera que haya estudiado un poco de argumentación y retórica conoce una ley inobjetable: Dime qué respuesta deseas y te diré cómo tienes que formular la pregunta. Volví a preguntar a las alumnas por nuestra renuencia a los cambios y volvieron a responder que sí, que a las personas nos da miedo o pereza cambiar. Les inquirí que si era así como afirmaban, por qué entonces en el pasado sorteo de la Lotería de Navidad los premiados mostraban tal grado de entusiasmo. Era evidente que el premio instituiría muchísimos cambios en su existencia, y sin embargo en las imágenes en las que salían las festivas celebraciones de los agraciados no vi a nadie amedrentado o agobiado. Me respondieron que era cierto, que todos queremos que nos toque el Gordo de Navidad incluso admitiendo que un premio así te modifica mucho la vida. Esta constatación tan simple corrobora la multiplicidad genética de los cambios. 

Se ha instaurado un mantra social en el que se reitera que los seres humanos somos muy reticentes a cambiar. No, no es cierto, y es muy fácil refutar esta monótona conclusión. Los seres humanos no sentimos la más mínima aversión al cambio, como sin embargo difunde de un modo recalcitrante cierta literatura vinculada con el neoliberalismo sentimental. Nos encanta introducir modificaciones y mutaciones en nuestra vida, pero solo si las elegimos de forma voluntaria y aceptamos desde nuestros presupuestos que su implantación mejorará nuestro bienestar y nuestro bienser. Amamos la novedad deseada, pero mostramos una sólida renuencia a cambiar si el cambio es impuesto por otros. El cambio es releído incluso como humillante si además de no elegirlo desde nuestra capacidad autodeterminadora nos deposita en una situación que no queremos o que nos empeora, nos provoca daño, clausura el despliegue de la emancipación, o simplemente actúa como arrogante domador de nuestros planes. Por muy plásticos que seamos, a todas nos incomoda que configuren nuestra vida sin que se nos tenga en cuenta, más todavía si la acción zarandea nuestro equilibrio, agrieta nuestra estabilidad, quebranta aquello que nos motiva y maltrata nuestra preciada tranquilidad. A todos nos enoja sobremanera que nuestra voluntad sea tratada como un actor secundario en cuestiones en las que debería ser el actor principal.

Todo lo que estoy escribiendo aquí supone elogiar y proteger la zona de confort, esa zona sobre la que ha lanzado su anatema el doctrinario neoliberal. Cada vez que se cita la zona de confort es para criticarla y para vaticinar los estragos a los que nos abocaría hospedarnos en ella. La zona de confort como constructo demuestra cómo los lugares comunes habitan acríticamente entre nosotros. En La razón también tiene sentimientos dediqué una merecida apología a esta zona cuya función adaptativa es operar como áncora de salvación. Habla muy mal de nosotros que la zona de confort sea tan reprobada cuando debería ser el mínimo que tuviera toda persona para luego dedicarse a los máximos con los que engalanar y colorear su subjetividad. Richard Sennet defiende que esta constante reprobación de la estabilidad y la tranquilidad se alienta desde el discurso neoliberal porque los objetivos de maximización monetaria del mundo corporativo requieren personas sin apenas raíces ni afectos que pongan en entredicho o dificulten  montos elevados de disponibilidad y entrega. Nadie sacrifica los tiempos y los espacios de una vida a los objetivos de una empresa si esa vida cobija otras ricas dimensiones vitales. Una vida estable en la que germinen proyectos afectivos, creativos, cooperativos, sociales, es una cortapisa para el capital. Una vida con vida es una vida que con su solo despliegue objeta la canibalización laboral de la vida. 

Es muy curioso que todo lo que beneficia a la salud del cerebro correlaciona con las virtudes que proporciona esta tan denostada zona de confort. Neurólogos como Facundo Manes, Ignacio Morgado o Francisco Mora coinciden en qué estrategias llevar a cabo para que nuestro cerebro mantenga una saludable vida neuronal: vinculación social, profundidad afectiva, redes de apoyo, práctica regular de ejercicio, realización de actividades cognitivas nuevas, buena alimentación, y cuidadosos segmentos de tiempo para dormir y descansar. Es en la zona de confort, y en los tiempos de vida que se le presuponen, donde podemos llevar a cabo todo este repertorio de estrategias. La zona de confort no adocena a nadie, (lo que adocena es lo que hagamos en ella), pero no tenerla nos hace peores a todos. 

 

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martes, enero 26, 2021

Sin transformación no hay educación

Obra de Solly Smook

El pasado domingo 24 de enero se celebró el Día de la Educación.  Es un día instituido por la ONU desde 2019.  La semana pasada comencé a festejar su celebración planteándoles a mis alumnas y alumnos una pregunta en cuya respuesta se pueden encontrar muchos indicios para concretar de qué hablamos cuando hablamos de educación. «¿Alguien sabría indicar cuál es el lugar más peligroso de todo el planeta Tierra?». Enseguida empezaron a enumerar prejuiciosamente ciudades y países. De sus labios salieron nombres como Siria, Bogotá, México, Medellín, Irak, Afganistán, Río de Janeiro. Les dije que ese sitio no era geográfico. Ante su encogimiento de hombros anuncié que «el lugar más peligroso del Planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal». Luego traté de explicar la distinción entre una persona mal educada y otra educada mal. Fonéticamente ambos sintagmas suenan igual, pero semánticamente son descripciones muy divergentes. En esta diferencia se puede encapsular el sentido de la educación. Cuando nos referimos a una persona mal educada lo hacemos para señalar un comportamiento irrespetuoso con la conducta cívica, o que en ese preciso instante sortea los mínimos éticos que consideramos irrevocables para que la vida compartida sea una experiencia grata. Sin embargo, una persona educada mal es aquella que padece analfabetismo sentimental. Hace dos años pronuncié en el Colegio Oficial de Psicología de Cataluña una conferencia cuyo título anticipaba de forma muy explícita qué entiendo por educación: «Educación, una ética del sentir bien». Una persona educada mal es un persona que siente mal. En su entramado afectivo hay una mayor prevalencia de valores y sentimientos que entorpecen sobremanera la convivencia que de aquellos otros que la hacen más amable y justa. En una persona educada mal hay déficit de capital cognitivo y afectivo para elaborar sentido comunitario y trasladarlo a una acción inteligente que beneficie lo personal, pero también lo público.

«La educación consiste en que los alumnos aprendan cuanto antes a competir por un puesto de trabajo». Esta definición la pronunció un Ministro de Educación del gobierno de España cuando ostentaba el cargo. Es literal porque me provocó tal perplejidad que la transcribí inmediatamente en uno de mis cuadernos. Curiosamente, y con ligeras variaciones léxicas, es la misma idea que desgranaron mis alumnas cuando les pregunté para qué estudiaban. Aunque ninguno de los alumnos citó la palabra empleabilidad, todas sus respuestas se referían a ella. Nos hemos obsesionado tanto con la titulación para acceder a un mercado laboral rendido a la productividad que hemos arrinconado los saberes que podrían hacernos mejores personas. Esta es la conclusión a la que llega Martha Nussbaum en su ensayo Sin fines de lucro.  Los saberes técnicos han colonizado el campo educativo, aunque los saberes supuestamente prácticos tampoco inducen ilustración emancipadora en el alumnado. Marina Garcés se refiere a estas disciplinas como Humanidades Zero: «Como los refrescos actuales, acompañan nuestro ocio con un simulacro de dulce frescor». 

A veces se confunde educación con sumisión, adoctrinamiento, docilización, domesticación, subordinación, adiestramiento,  sumisión, pero diferenciarlos es muy sencillo. Frente a estos procesos de jibarización y gregarismo, la educación siempre aspira a la amplificación del agente. La educación como proceso transformador ocurre sobre todo allí donde aparentemente no hay atisbos educativos. Con nuestros gestos transmitimos permanentemente mundo valorativo que deja incisiones en el aprendizaje y en la construcción de imaginarios. Es una tarea y una responsabilidad que nos atañe a todas y todos. La educación sirve para ensanchar el punto de vista, para contextualizar y comprender, para fugarse de  las jaulas cognitivas que tanto agradan a los lugares comunes, para entrenar los hábitos afectivos que confieren relevancia a la interdependencia y el cuidado, para dudar, para tomar conciencia del tamaño de nuestra ignorancia, para huir del dogmatismo, para exigir explicaciones discursivas ante decisiones que nos afectan, para aprender a resolver pacíficamente las fricciones que suscita vivir una vida superpuesta con otras vidas, para crearnos una subjetividad valiosa que sepa deliberar, para construir espacios políticos más equitativos, para aceptar deberes cívicos colectivos sin los cuales es harto difícil incoar procesos de autonomía personal, para el continuo de hacernos personas que saben eligir cabalmente para ellas y para la comunidad. Baltasar Gracián constató hace ya varios siglos que no sirve de nada que el conocimiento avance, si el corazón se queda atrás. Una persona educada bien es aquella que concede a los demás como mínimo la misma dignidad y el mismo valor positivo que solicita para sí, eleva esta máxima a condición con la que autodeterminar su vida, y la exige a las instituciones a través de la expresión política.

     

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