Passenger, de Hossein Zare |
Hace unas semanas participé en un juego inocente. Consistía en contestar a la siempre analítica y a la vez evocadora pregunta
«¿qué tres cosas te llevarías a una isla desierta?». Mi primera respuesta fue devolver
la pregunta con otra pregunta aparentemente picajosa, pero que es nuclear en la urdimbre de la inteligencia social: «¿en vez de cosas pueden ser personas?». Nadie
me contestó. Así que mi participación en el juego se redujo a una contestación
lacónica. A una isla desierta yo no necesitaría llevarme tres cosas, me bastaría
con una. Me llevaría conmigo un propósito. La explicación de mi decisión se la cedo a
Nietzsche: «el que tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo».
En las páginas del ensayo El hombre en busca de sentido, su
autor, el psiquiatra Viktor Frankl, llega a una conclusión tremendamente
ilustrativa. En el campo de concentración nazi en el que estuvo recluido
durante la Segunda Guerra Mundial, pudo constatar que sobrevivían los prisioneros que albergaban un propósito. Configurar un propósito era un acto volitivo, una elección deliberada, posiblemente la única elección que tenían a su alcance en la ciénaga moral y material del campo, y precisamente mantener viva esa capacidad de elegir era lo que les permitía sentir que todavía seguían perteneciendo a la condición humana.
En un poema que leí hace siglos de un surrealista francés recuerdo que definía soñar como ese momento en que damos forma al futuro. El propósito no es algo muy distinto. Es una manera poética de confeccionar lo que está por venir, esa pirueta intelectiva que nos permite crear ficciones fiables de lo que aún no ha ocurrido precisamente para pugnar por su ocurrencia. El ser humano inventó en el lenguaje la forma verbal del futuro. Fue una invención antológica porque de repente le permitió calibrar como posible lo que aún no existía, es decir, abrió la espita creadora, el impulso de trasladarse al lugar que indicaban sus propósitos, y eso supuso brincar del pensamiento a la acción. Resulta muy revelador que en la lengua inglesa la palabra «will» sirva tanto para construir los tiempos verbales de futuro como para señalar la voluntad. Esta coincidencia se puede releer como que el futuro depende de la voluntad que nosotros tengamos de aprovechar nuestras circunstancias, aunque en nuestros análisis conviene tener muy presente que existen factores ambientales que nos sobrepasan y coyunturas que aunque las padezcamos a título individual su resolución es de genealogía social.
La neurociencia nos recuerda que
sin meta el concepto mismo de inteligencia se vuelve errático. El propósito no sólo regula, dirige
y prolonga en el tiempo la energía, sino que posee la capacidad demiúrgica de
multiplicarla. El propósito saca de la somnolencia a nuestras emociones («al principio de todo está la emoción»), estimula y salvaguarda la motivación, que como todos sabemos tiende
a biodegradarse si se encuentra en entornos que la hostiguen, convierte
la realidad en materia prima, permite
transfigurar increíblemente las cosas en sustancia nutritiva para el contenido del propósito. Hay una mala noticia. El mundo líquido
en el que vivimos confabula contra la construcción de propósitos que anhelan
adentrarse en el tiempo, que suspiran por ser férreos en vez de gelatinosos. Por ahí planean en incansable ubicuidad la amenaza del despido, la improrrogable y rítmica devolución del crédito hipotecario, el fantasma ululante de la
exclusión, la precariedad (que es el Carpe diem de los pobres y que constriñe
la inteligencia al aquí y ahora), la ausencia de garantías sobre los
compromisos adquiridos (emocionales, sentimentales, laborales, sociales), la
volubilidad de los apegos, el imperialismo de los deseos sentidos sobre los
deseos pensados. Cada vez es más complicado tener un propósito sólido. Cada vez
es por tanto más necesario.
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A expectativas bajas, resultados más bajos todavía.
Si te esfuerzas llegarán los resultados, o no.
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