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martes, noviembre 13, 2018

¿Somos los humanos buenos o malos, bondadosos o egoístas?


Obra de Kai Samuels Davis
Me ha hecho gracia comprobar en un artículo filosófico cómo su autor se pregunta si los humanos somos egoístas y codiciosos o generosos y cordiales. Esta interrogación mimetiza otra que los asistentes a mis charlas y conferencias me lanzan frecuentemente: «El ser humano, ¿es bueno o es malo?». Para alguien acostumbrado a indagar sobre la aventura humana es una pregunta ineludible. Recuerdo especialmente una interpelación de un asistente a la presentación de uno de mis libros en la que me inquirió si mi cosmovisión se aproximaba a la de Hobbes o a la de Rousseau. Hobbes postulaba que el hombre es un lobo para el hombre y para garantizar su supervivencia firmaba un contrato social cuyo cumplimiento delegaba en un soberano con poder omnímodo para administrar premios y penalizaciones. Rousseau afirmaba que el hombre (varón y mujer) es bueno por naturaleza, pero al vivir en sociedad se corrompe. Esta corrupción sólo se podía amortiguar a través de la educación. Después de muchos años de estudio creo que estoy en disposición de contestar taxativamente a una interrogación tan compleja. La respuesta exacta a si el ser humano es bueno o malo es que la pregunta no es pertinente, y no lo es porque está erróneamente configurada. En realidad estamos ante un interrogante trampantojo. El ser humano no es bueno o es malo, no es egoísta o bondadoso, sino que en ocasiones se conduce de un modo que consideramos bueno y otras de un modo que consideramos malo, unas veces se adscribe al egoísmo y otras a la generosidad, y ambas dimensiones aparecen abigarradas en su repertorio comportamental. La tópica pregunta es tramposa porque apela a la esencia en vez de a  la conducta. Señala una disposición estática y cerrada, cuando el comportamiento es mutátil, activo, reorganizativo. Además, la estructura disyuntiva del interrogante impide dar con la respuesta más idónea, que es copulativa. La pregunta excluye. La respuesta más adecuada incluye.

Hace unos años ideé una dinámica para niños en la que era fácil detectar la tremenda desorientación conceptual que sufrimos todos con palabras como egoísmo, altruismo, amor propio, cooperación, competición, parasitismo, buenismo. En la dinámica ofrecía diferentes escenarios para que los niños y niñas distinguieran qué acción era la protagonista en cada uno de ellos. Descubrí la tremenda dificultad con la que chocaban para segregar unas acciones de otras, el galimatías léxico con el que trataban de ordenar sus ideas y la escasa fuerza explicativa de sus argumentos. El ejercicio validaba mi idea de la desorientación sentimental y axiológica en la que estamos inmersos sin probablemente ser conscientes. Para hablar unívocamente de egoísmo me gusta definirlo como toda conducta en la que se daña el bien común por mor de colmar un interés personal. Egoísmo no es desinterés por lo ajeno o interés por lo propio (de ahí que en ocasiones se confunda con el amor propio, que en su vertiente positiva es sinónimo de autorrespeto), es perjudicar deliberadamente el bien general para extraer de esa acción una ventaja personal. Cuando en esa acción que canibaliza el bien general no hay ganancia personal e incluso puede acarrear costes propios, entonces hablamos de estulticia. Es la conclusión a la que llegó Cipolla en su celebérrima Teoría de la estupidez explicada en el opúsculo Allegro ma non troppo.

Mi definición de egoísmo convierte en desafortunadas dos aserciones arraigadas en los imaginarios. La primera es la del gen egoísta popularizada por el libro de Richard Dawkins de título homónimo. Afirmar que nuestro organismo propende instintivamente a su propia conservación no entra en competencia con que mantengamos incólume el bien común porque en él también aparece inserta una elevadísima parte de rédito personal. Ocurre que en espacios de exacerbada competición rara vez solemos contemplar ese beneficio, como he podido corroborar estos últimos años con diferentes dinámicas y con diferentes audiencias. La segunda aseveración que se desarticula con esta definición es la que matrimonia el egoísmo con el altruismo. El egoísmo altruista es aquella acción en la que se ayuda desinteresadamente a otro, pero se tiende a descalificar su pureza altruista al inferir que el verdadero móvil es la recompensa interior que lleva implícito ayudar a los demás. Este es el motivo de adjetivarla de egoísta. No hay un aséptico desinterés, sino que la acción se instrumentaliza en tanto que ejecutarla secreta hormonas de autocompensación que nos producen un adictivo sentirnos bien con nosotros mismos. Tildar simplistamente de egoísta una acción en la que se colabora con el bienestar del otro porque su ejecución nos gratifica con alegría refrenda de nuevo nuestro analfabetismo afectivo y nuestra minoría de edad con respecto al debate discursivo sobre los escenarios de suma cero y suma no cero (de los que escribiré otro día). Cuando constato tanta confusión me acuerdo del pensamiento socrático y su intelectualismo moral. Necesitamos saber y sentir vívidamente qué es el bien porque su conocimiento y vivencia nos impulsará a actuar bien.

Yo me adhiero a los que argumentan que esta acción estigmatizada como egoísta es puro despliegue de la racionalidad. De ahí que defienda que «la bondad es el punto más elevado de la inteligencia», título de un artículo que publiqué aquí hace unos meses y que, con una promoción reducida a una entradilla de cuatro líneas en mi Facebook, se convirtió en un fenómeno viral al alcanzar un millón de visitas en una semana. Al ayudar al bienestar del otro estoy llevando a cabo una acción muy inteligente porque estoy instituyendo la lógica de la reciprocidad tanto directa como indirecta que podrá reportar beneficios en mi vida. ¿Hay algo más inteligente que ayudar al otro a sabiendas de que ese modo me estoy ayudando a mí puesto que todos formamos parte de un paisaje social reticular? Es fácil deducir que el sentimiento de alegría inherente a la acción bondadosa supone una ventaja evolutiva de primer nivel. Para advertirlo basta con fantasear el escenario antagónico. Sería atroz que ayudar al otro nos entristeciera, o que perjudicarlo nos embriagara de júbilo (en español no tenemos término para esta experiencia, pero en alemán esta disposición recibe el nombre de Schadenfreude). En la inmediatez del corto plazo el altruismo o la bondad pueden parecer una acción costosa (por eso al bondadoso a veces se le señala como tonto, porque se posterga la ventaja de la acción), pero en el largo plazo es la estrategia que trae adscrito un mayor beneficio para la comunidad, de la que conviene no olvidar que uno también forma parte. Si todos replicamos esta conducta, a todos nos iría mucho mejor y vivir sería una experiencia más grata.

El egoísmo por el que ayudamos a otro no se llama egoísmo, se llama cooperación. La cooperación consiste en satisfacer el interes propio, pero simultáneamente estar dispuesto a franquear ese dominio y admitir asimismo el interés de los demás. Es sencillo deducir que si yo solo pienso febril y exclusivamente en mi interés estoy fomentado que el otro haga lo mismo, y que para satisfacer su interés la contraparte atente contra el mío, que es el peor de los escenarios posibles para ambos. Nos hallaríamos en un escenario de suma cero, un auténtico peligro para todos si lo que está en juego son posibilidades vitales. La pregunta verdaderamente cardinal no debería centrarse en lo que somos los seres humanos, sino en lo que nos gustaría ser sabiendo en qué consiste el egoísmo, la bondad, el altruismo, la cooperación, la competición, los juegos de suma cero y no cero. La formulación «el ser humano ¿es egoísta o bondadoso?» es absolutamente intrascendente ante esta otra interpelación rotundamente más nuclear. «¿Cómo te gustaría comportarte como ser humano que eres y qué procedimiento y qué escenario consideras el más idóneo para ese fin?».



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martes, febrero 02, 2016

Los demás habitan en nuestros sentimientos



Obra de Alex Katz
Resulta desconcertante nuestro afán por minusvalorar el impacto de los demás en nuestras vidas. Aristóteles ya comprobó que los demás son irrenunciables para la persona que somos y abrevió esta certeza en el archiconocido «el hombre es un animal político por naturaleza». Añadió un corolario imprescindible que sin embargo no ha cobrado tanta notoriedad: «Y quien crea no serlo es un dios o es un idiota». En un hermoso libro titulado El animal racional e interdependiente, el filósofo Alasdair MacIntyre defiende el papel protagonista de los demás en tanto que nuestra fragilidad y nuestra vulnerabilidad hacen que cada uno de nosotros seamos existencias anudadas a otras existencias. Nuestra condición de seres interdependientes es vitalicia, pero parece que solo somos capaces de sortear nuestra miopía para percibirla de un modo diáfano en la infancia y la vejez. Entremedias se abre el reino de un individualismo que considera a cada uno de nosotros autosuficiente y propugna que uno puede alcanzar todo aquello a lo que sus méritos se hayan hecho acreedores. Al utilizar un avieso sistema de atribuciones la teoría individualista desdeña deliberadamente el medio ambiente social y los recursos que posibilitan el desarrollo de destrezas y capacidades. Ocurre lo mismo con el pensamiento positivo. Individualiza todos los procesos que permiten la intrusión en la felicidad, olvidando que la felicidad personal requiere indefectiblemente un entorno de felicidad política. En su último ensayo, Despertad al Diplodocus, Marina lo explica con su habitual claridad: «La felicidad subjetiva es un sentimiento intenso de bienestar, mientras que la objetiva es el conjunto de condiciones sociales, económicas, institucionales y convivenciales que favorecen el acceso a la felicidad subjetiva». Quizá los demás nos importan tanto que cuanto menos lo sepan, mejor, y ese es el motivo de tratar al otro y el entramado donde se efectúan las interacciones con tanta desidia.

La relevancia de los demás en nuestras vidas es tan mayúscula que un porcentaje elevado de nuestros sentimientos se construye en función de cómo articulamos nuestra relación con ellos. Realmente no nos relacionamos con las personas que conforman esa agregación llamada los demás, sino con la imagen que tenemos de ellas, que es nuestra, no suya. La profesora de Psicología Itziar Etxeberría clasifica las emociones sociales en función del resultado favorable o desfavorable surgido de nuestra comparación con el otro. En el premiado ensayo Las experiencias del deseo, Jesús Ferrero también cartografía los sentimientos dividiéndolos en cuatro momentos generados por el amor (eros) y el odio (misos)  a uno mismo y al otro. En las experiencias interpersonales las combinaciones posibles alumbran una copiosa ristra de sentimientos de poderosa onda expansiva en la conducta y en la personalidad de los sujetos. Si el yo se compara y sale bien parado se apropiará del sentimiento de orgullo (no confundir con ser orgulloso), pero si no lo regula bien puede devenir en arrogancia, soberbia, vanidad. Si el yo se parangonea y sale desfavorecido puede padecer sentimientos de envidia (la aflicción que nace de contemplar la prosperidad ajena, sobre todo en el grupo de referencia) y celos (sentir al otro como una amenaza que puede provocarme una pérdida). Si el yo sufre la desaprobación del otro sentirá vergüenza, o la sentirá igualmente si los ojos del otro contemplan cómo uno no está a la altura de las metas que presupone la estandarización social. Si transgrede normas e inflige daño a otro sentirá una culpa que servirá para la reparación y también para contrapesar o inhibir futuras acciones.

Incluso muchas respuestas emocionales traducidas en sentimientos de índole individual son fruto de la presencia de los demás. La bondad es ayudar al otro y la crueldad es perjudicarle o alegrarse de su daño. La simpatía es alistarnos con el otro y la antipatía es negarle el acceso a nuestro mundo. La alegría es la exultación que desborda los límites de nuestro cuerpo y nuestro silencio y se expande en línea recta y con insujetable celeridad hacia el otro para compartirla con él. La tristeza demanda la atención del otro, o activa una introspección en la que tarde o temprano aparecerá alguien con un nombre y unos apellidos que no tienen nada que ver con los nuestros. La ira brota cuando sentimos que un tercero impide injustamente que alcancemos nuestros propósitos. El aprecio promociona lo admirable en el otro, el desprecio  publicita justo lo contrario. El amor es un deseo en el que comparece un sinfín de sentimientos para aunar una biografía con otra biografía en aras de hacer que los fines de uno sean los fines del otro. La compasión hace propio el dolor ajeno, la indolencia lo ignora. El egoísmo es la preferencia de perjudicar a los demás a fin de conquistar un deseo personal, el altruismo es la decisión de ayudar desinteresadamente a otro a conquistar una meta incluso arriesgándonos a sufrir un coste. Sintetizando. En el relato de cualquiera de nuestros sentimientos siempre hay alguien que no somos nosotros.



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martes, diciembre 03, 2019

La mitología del amor romántico en el lenguaje cotidiano


Obra de Iván Franco Fraga
En el ensayo Por qué amamos, naturaleza y química del amor romántico, la estadounidense Helen Fisher argumenta que existe el impulso sexual, el amor romántico y el apego o cariño que dimana de una relación longeva. El amor romántico es entendido aquí como el proceso de enamoramiento en el que el sujeto está sobreestimulado por la dopamina, neurotransmisor que Fisher consagra como la sustancia del amor. Sin embargo, el amor romántico en otra de sus acepciones es una ficción que representa relaciones  idealizadas de pareja. Esta idealización fabrica esquemas que configuran nuestro mirar, nuestro sentir, nuestro pensar y nuestro decir. Apunta a un haz de creencias de matriz patriarcal que se sostiene en afirmaciones acríticas, pero aceptadas como verdades rigurosas merced a su socialización y normalización en los diferentes artefactos narrativos que dan forma y lenguaje a la aventura humana. La aceptación moldea una subjetividad decantada hacia un patriarcado que utiliza el mito del amor como subterfugio de poder a través de estructuras, relatos y sistemas de explicación y ensoñación que subrepticiamente otorgan a la mujer un papel subalterno en la arquitectura de la relación sentimental. El resultado es palmario. Sumisión crónica, tolerancia a comportamientos ofensivos, tormento afectivo, incertidumbre permanente sobre el horizonte del propio vínculo, contenciosos a cada posible paso de emancipación de la parte subyugada, restricciones para acotar líneas de control y dominio masculinos. El auténtico punto de arranque del mito es que es el propio sujeto sufriente quien se autoinflige estas maniobras de poder al releerlas positivamente como tributo a pagar para que prospere la experiencia del enamoramiento y sus gratificaciones de felicidad ulterior. No creo exagerar. Hace un mes asistí al brutal monólogo No solo duelen los golpes de Pamela Palenciano. Relataba su atormentada y violenta primera relación con un chico. Cada paso dado en la relación entronizaba todos los estereotipos perversos del amor romántico. 

Hay muchos clichés que avalan este ejercicio de dominación a través de la gramática del amor romántico insertada tanto en la cultura como en la permeabilidad nunca inocua del lenguaje cotidiano. Me vienen a la memoria un sinfín de lugares comunes. Aquí hilvano unos cuantos que por increíble que parezca todavía colonizan los imaginarios. Empezamos la interminable lista. «Sin ti no soy nada»  (en el amor romántico presidido por un príncipe azul acaece lo contrario, contigo me he convertido en nada); «a tu lado me completo»  (mejor que aparezcas con tu completud definida y que juntos nos mejoremos); «el amor verdadero es eterno»  (eternidad que citada bajo los efectos de una embriaguez amorosa líquida suele durar en torno a uno o dos meses, lo que habla de una eternidad obsolescente, si es que es posible la oposición terminológica); «el amor verdadero lo aguanta todo»  (quien lo aguanta todo no es la omnipotencia del amor, sino un bajo nivel de autorrespeto y un elevado nivel de dependencia); «no se puede ser feliz sin pareja»  (lo que por defecto otorga felicidad al simple hecho de tenerla, al margen de cómo se tenga); «solo hay una mitad para cada persona»  (una forma de magnificar a la persona con la que uno se empareja y ser laxo en el examen de su conducta dentro del binomio amoroso, puesto que según el mito se cancela cualquier nueva posibilidad); «te lo perdono todo porque te quiero»  (tergiversando el verbo querer con el verbo consentir, cuando el verdadero amor es justo al revés: te quiero tanto y me quiero tanto que no transijo que me trates así); «amar es renunciar»  (no, no es así, amar es hacer tuyos los fines del otro, y viceversa, en un dinamismo de cuidado y ternura por el bienestar psíquico y físico de ambos); «le perdono algunas humillaciones porque me quiere mucho» (sí, pero te quiere mal, lo que en esas cantidades de querer se traduce en sufrimiento y daño); «los celos son la prueba de que me quiere» (los celos no explicitan el amor, sino las gigantescas dudas sobre su existencia); «no se porta bien conmigo, pero el amor lo cambiará»  (si no se porta bien contigo, entonces no hay amor, así que sus poderes alquímicos no surtirán efecto alguno); «quien bien te quiere te hará llorar» (el verdadero amor está en su reverso: quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le hagan llorar a él); «tú no puedes entenderme porque no sabes lo mucho que yo siento por esa persona» (claro que no lo sé, pero sí puedo imaginarme lo poco que esa persona te quiere si su repertorio de comportamientos es el que me acabas de enumerar, y lo poco que te quieres tú si permites que te trate así). 

En El consumo de la utopía romántica, Eva Illouz aclara que «se ha infundido al amor romántico un aura de transgresión al mismo tiempo que se lo ha elevado al estatus de valor supremo». Normal que la mujer (mayoritariamente y en relaciones heterosexuales) relea la subyugación como un acto de entrega por ese amor catalogado de supremo en vez de un ejercicio de subordinación esgrimido por parte del hombre con el que mantiene la relación. Coral Herrera defiende que lo romántico es político, así que son factibles otras formas de articular las relaciones. Cómo veamos los afectos, las valoraciones éticas de nuestras conductas, la arborescencia sentimental, la repartición de roles, la estratificación de los deseos, las formas de tratarnos y cuidarnos unos a otros, influirá directamente sobre qué relatos escribiremos del amor y en cuáles de ellos acabaremos alojados.  Cualquier decisión por muy privada que sea está mediada por esta ecología social. Hace poco le escribía a una lectora comentándole que las palabras se desgastan por el uso y se descascarillan por el mal uso. Cuidar las palabras que definen el sentido de lo humano es cuidarnos a nosotros mismos. No está de más recordar que las palabras nos inscriben en el mundo y llevan en su interior una poderosa capacidad perfomativa. Es imperativo desvincular cualquier alusión al amor que implique sometimiento, docilidad, posesión. Cuidar las palabras que dan arquitectura al amor no es solo cuidar el amor, es dar forma a un amor que cuide de nosotros.



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