Mostrando las entradas para la consulta que se peleen ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta que se peleen ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas

martes, noviembre 29, 2022

«El diálogo se torna imposible sin la dimensión del otro»

Obra de Jurij Frei

La filósofa brasileña Marcia Tiburi sostiene que «la violencia aparece cuando el diálogo no entra en escena».  Es una definición próxima a la que despliega Michel Onfray en su Antimanual de Filosofía: «la violencia es la incapacidad de liquidar una querella por medio del lenguaje». Aceptando estas definiciones es fácil adherirse a lo que argumenta el profesor Josep Maria Esquirol en La resistencia íntima: «lo contrario de la palabra no es el silencio, es la violencia». Sin embargo, si uno demora su análisis y atiende a las posibilidades de la palabra es fácil mostrar desacuerdo con esta afirmación. Lo contrario de la violencia no es la palabra, es la convivencia. Hay palabras muy agresivas que pueden hacer mucho daño a una persona simplemente con su pronunciación. Hace años defendía, y así aparece escrito en artículos y en algún ensayo, que «se peleen las palabras para que no se peleen las personas». Es un axioma que neglige el poder destructor del verbo. Es más que probable que si la palabra verbalizada es una palabra agresiva, sea una mera cuestión de tiempo que las personas se acaben agrediendo, o certificando el deceso de la relación. Solo la palabra educada, considerada, respetuosa con la dignidad de la persona que la recibe es una palabra que elimina la violencia en aras de abrir un espacio compartido pacíficamente. Esa palabra es la palabra hecha diálogo.

Marcia Tiburi define la violencia hermenéutica como la del punto de vista que aplasta al otro, que no lo reconoce. Esta tesis se entenderá mejor si recordamos a la propia filósofa cuando afirma que «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». La vida humana es vida humana porque es vida compartida precisamente con ese otro. Si queremos seguir viviendo agregados, no nos queda más remedio que entendernos y limar las posibles fricciones connaturales a la convivencia. Solo el diálogo posee el monopolio de atenuar el disenso y ampliar el entendimiento mutuo. El diálogo festeja la convergencia, la búsqueda interactiva de voces dispares buscando una razón común. En la redacción de unos manuales para un curso universitario tuve que definir qué es violencia, y lo hice como contraposición a esta experiencia privativa del diálogo. «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». La persona violenta detenta poder, pero se trata de una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene. El genuino poder es el que puede mutar la voluntad  prójima y lo hace desgranando argumentos tan sólidos y bien configurados que la persona interpelada se adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence.

Me viene ahora  a la memoria una amiga que se quejaba de que siempre que hablábamos terminaba adscribiéndose a mis argumentos, y no al revés. Un día no se contuvo y me soltó enconada: «¡Siempre ganas tú!». Se acababa de leer El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza y no pude por menos de exclamar: «¡Creo que tendrías que volver a leerlo, o tendría que reescribirlo para explicarme mejor!». En el diálogo no hay vencedores ni vencidos, tampoco convencidos. En el paraninfo de la misma universidad en la que estudié Filosofía Miguel de Unamuno hizo célebre la exclamación «venceréis, pero no convenceréis», que sin embargo considero imprecisa, porque nadie puede convencer a nadie. Cuando en alguna ocasión mi interlocutor me ha dicho que lo he convencido, he negado con la cabeza: «No, no es así. Utilizando alguno de mis argumentos, te has convencido tú solo». Convencerse es un ejercicio exclusivamente personal. Sólo la bondad discursiva está en disposición de que ocurra esta metamorfosis emancipadora en la subjetividad que estamos siendo a cada instante. Concilia el cuidado de escuchar con el deseo de entender. Con ella, el diálogo es posible. Sin ella, la violencia extiende las probabilidades de entrar en escena.

 

(*) Mañana miércoles 30 de noviembre pronunciaré virtualmente la conferencia  La bondad discursiva. Forma parte de la celebración del primer y sexto aniversario de los dos Centros de Mecanismos Alternativos de Solución de Controversias en materia familiar del Poder Judical del Estado de Sinaloa (México). Será a las 11: 00 (hora en México) y las 19:00 (hora en España). Toda la información en el apartado Conferencias.


 
Artículos relacionados:
La bondad convierte el diálogo en un verdadero diálogo.
No hay mayor poder que quitarle a alguien la capacidad de elegir.
El ser humano es el ser que puede dialogar.

martes, julio 24, 2018

Medicina lingüística: las palabras sanan



Obra de Alyssa Monks
En un mundo que aconseja reiteradamente el cuidado de la imagen, yo abogo por el cuidado de las palabras en sus tres grandes disposiciones: las palabras que decimos, nos decimos y nos dicen. Deberíamos acentuar un escrúpulo más acendrado a la hora de decantarnos en la elección de palabras, puesto que literalmente nos va la vida en ello. Somos seres narrativos, nuestra biografía son eventos esparcidos por los días que hilvanamos a través de un relato que nos vamos contando a nosotros mismos para introducir sentido y memoria en esa amalgama de sucesos. A Ulrich Beck le leí que no siempre coincide la historia de nuestra vida, entendida como cadena de acontecimientos reales, con nuestra biografía, que es la forma narrativa con la que escribimos esos acontecimientos en nuestro entramado afectivo.  Me alío junto a Emilio Lledó cuando en Elogio de la infelicidad postula que «en el habla se coagula nuestra intimidad, la mismidad que buscamos». La trama literaria en la que nuestra historia muda a biografía y nos va configurando como una entidad empalabrada modula nuestro estilo cognitivo y afectivo, y ambos el repertorio de nuestras accciones y omisiones, que nos van esculpiendo una existencia con su buril invisible.  Somos una corporeidad amenizada de palabras.

En su libro, hasta hace unos meses inédito, Extravíos, el atribulado aunque cáustico Emil Cioran afirma en uno de sus brillantes aforismos que «en cada uno de nosotros yace un profeta. La obsesión del futuro, que nos lleva a intervenir en la realidad para alterarla, vierte un falso contenido en las sensaciones del presente». Opino más bien que en cada uno de nosotros habita un novelista con el cometido de anotar lo que nos acontece para que nuestro pasado, presente y futuro respiren al unísono. Nos pasamos la vida relatándonos a nosotros mismos, contándonos nuestras peripecias y otorgando un sentido al cúmulo de días en los que se aglutina la eventualidad de vivir. El doctor Oliver Sack, célebre por su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, comentaba que cada persona se narra a sí misma la historia de su vida todo el tiempo. En Experimentos con la verdad, ese cazador de coincidencias que es el gran Paul Auster repasa su trayectoria y alude a sus primeros años de escritor recordando que en aquella época «me analizaba a mí mismo como si fuera un animal de laboratorio». Rimbaud resumió este malabarismo de recursividad mental con un tan contundente como enigmático «yo es otro». Dentro de nosotros se aloja un huésped con el que nos encanta hablar. En mis ensayos aparece repetida de forma totalmente deliberada mi definición acientífica de alma que conexa con esta imagen verborreica. «El alma es esa conversación que mantenemos con nosotros mismos a todas horas contándonos lo que nos ocurre a cada segundo». Lledó de nuevo susurra con su prosa envolvente que «en las palabras sabemos decirnos aquellos momentos en los que hemos sido algo más que el aire que se llevan los días». Las palabras dan vida a la vida vivida. En las palabras resucita el ayer digno de resurrección. La invención de la forma verbal del futuro logra que las palabras den ensoñadora morfología a lo que está por venir.

El lenguaje no solo describe el mundo, también lo crea. En la dilucidación y discriminación de la palabra que vamos a emplear y en cómo vamos a pronunciarla se encapsula el ser en cuya transitoriedad habitamos. Gozamos de plena soberanía para escoger qué palabras serán las que nos expliquen quiénes somos y en qué consiste nuestra instalación en el mundo. Se minusvalora la impregnación de nuestro lenguaje en la volatilidad anímica y afectiva, pero cada palabra que sale para afuera nos revela indicios de quién habita y cómo de la piel para dentro, y cada palabra que se adentra al interior desde fuera provoca mutaciones allí donde se aposenta. Es aquí donde el verbo alberga capacidad medicinal. El término medicina lingüística se lo leí hace tiempo a Dylan Evans en su obra Emoción. La ciencia del sentimiento.  «Hablar acerca de nuestros sentimientos funciona como una válvula de seguridad que permite la salida del vapor excedente de una tubería obstruida». Las palabras confieren efectos medicinales cuando son compartidas. Como apunta el propio Evans, «desahogarse significa hablar de emociones (sic) desagradables con el fin de hacerlas desaparecer». El lenguaje es una herramienta muy poderosa para inducir sentimientos, pero también lo es para contrarrestar aquellos que nos ulceran. El autosabotaje o la estabilidad de la autoestima se labran en el armamentario verbal con el que nos indagamos, nos retratamos y nos pronosticamos. Hay palabras hirientes, lesivas, vejatorias, lancinantes, jibarizadoras, pero asimismo las hay redentoras, lenitivas, analgésicas, energizantes, reparadoras, ansiolíticas. Podemos encontrar todo un repertorio lingüístico que correlaciona con la farmacopea destinada a la sanación del alma.

Siendo niño me llamaba mucho la atención el bálsamo bíblico en el que se demandaba la llegada del lenguaje porque «una palabra tuya bastará para sanarme». Entonces no lo entendía, pero ahora sé que la palabra permite la intersubjetividad, y es esa intersubjetividad la que acaricia y ayuda a sanar la subjetividad cuando está enferma o afligida. Los sentimientos fecundados por una situación adversa, una expectativa derrumbada, un momento de flaqueza en el que nos desencuadernamos, o la irrupción de un acontecimiento aciago (un acontecimiento es un suceso que interrumpe la cadencia de lo ordinario), pueden ser transformados o revertidos gracias al poder restaurador del lenguaje. Los sentimientos se elicitan pero también se derogan con la presencia de los argumentos. Aunque en el título de este artículo afirmo que las palabras sanan, no es exactamente así. No nos curan las palabras, sino los argumentos cuya argamasa está hecha de ellas. Los argumentos poseen capacidad sanadora, como si en su interior semántico llevaran un ungüento milagroso. Oyente y hablante se ensamblan curativamente a través de una siderurgia discursiva.  El ser que estamos siendo conecta con el otro, que es un ser que también está siendo, merced a la palabra, que es la síntesis en donde palpita la vida compartida. Sanan las palabras eslabonadas en el zigzagueo de los argumentos con los que acompañamos a nuestro interlocutor, o él nos acompaña a nosotros. A pesar de que llevo muchos años estudiando su mecanismo, me sigue maravillando la evidencia empírica de cómo la publicidad de la pena atenúa la pena. Es obvio que para publicitarla no nos queda más remedio que encajonarla en un léxico y en una sintaxis. De repente, el oyente deviene en una especie de curandero lingüístico. Cura la palabra expresada, pero sobre todo cuando es palabra escuchada. Hay algo rotundamente contradictorio en este apoteósico dinamismo. La pena al verbalizarse y compartirse se encoge, pero la alegría empalabrada y compartida se expande. Sentimentalmente, hablar siempre sale a cuenta.



Artículos relacionados:
Habla para que te vea. 
Que se peleen las palabras para que no se peleen las personas.
Confío mucho en ti, la segunda expresión más hermosa















martes, octubre 10, 2017

Que se peleen las palabras para que no se peleen las personas



Obra de Didier Lourenço
El pasado jueves 5 de octubre di una conferencia sobre un libro que ni me he leído ni he escrito ni existe aún. En mi descargo diré que ese libro lo tengo pormenorizadamente redactado en mi cabeza desde hace un tiempo bajo el título “El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo”. Cuando concluya su redacción (estoy con ella) se convertirá en el tercer ensayo con el que cerraré la trilogía Existencias al unísono, que inauguré en 2016 con La capital del mundo es nosotros (ver) y continué en 2017 con La razón también tiene sentimientos (ver). Si la Musa y yo mantenemos intacta nuestra vieja amistad, verá la luz el próximo año. La conferencia estaba encuadrada en el 13 Congreso de la Abogacía de Málaga celebrado en el Palacio de Congresos de Marbella. Mucha gente que se enteró de en qué consistía mi participación me comentó que era una conferencia muy idónea para estos días en los que se vindican el uso de la palabra y el diálogo como praxis para compatibilizar las discrepancias. Ha sido una bonita casualidad que hable de este tema en estos días porque la conferencia y su contenido estaban cerrados desde finales del año pasado. También era una casualidad adicional que el título de mi intervención naciera de una definición de diálogo escrita por mí precisamente en la ciudad que ahora monopoliza toda la atención mediática: «El diálogo es el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza».  

En mi exposición defendí cinco tesis para explicar en qué consiste y qué hay que hacer para celebrar el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. La civilización nace gracias a ese triunfo en el que pasamos de la animalidad a la humanidad, pero siempre es un triunfo en tránsito, siempre precario, siempre con la amenaza de la involución y el retroceso. La historia nos enseña que la paz en la que se remansa nuestra convivencia se puede quebrar en cualquier inopinado instante y por tanto mantenerla es una obligación colectiva que requiere cultivo diario. Terminé mi explicación con una coda en la que exhortaba a que se peleen las palabras para que no se peleen las personas. Esta idea la vengo divulgando desde tiempos inmemoriales, pero sin embargo hace unos años me caí de mi particular caballo camino de mi particular Damasco y me he corregido. No creo que sea una buena idea que las palabras se peleen para que las personas eviten esgrimir el temible lenguaje de la fuerza. Es muy fácil prender fuego a las palabras para que se incendien los sentimientos de las personas y se desencadenen conductas primitivas que suponen una regresión civilizatoria. Es tremendamente sencillo inflamar emociones básicas, o profanar los territorios sagrados de la identidad, o provocar un dolor lancinante en lo más profundo del ser que somos simplemente eligiendo malévolamente la palabra adecuada. Por culpa de una palabra se puede romper una relación entre dos personas, pero también se puede desencadenar una guerra en la que mueran millones de ellas. Lo contrario de la violencia no es el despliegue de la palabra, como muchas veces se insiste con recalcitrante equivocación. Lo contrario de la violencia es el despliegue de la palabra respetuosa con la dignidad del otro. El diálogo es el ecosistema en el que esa palabra respetuosa florece ante la presencia de otras palabras educadas y pacíficas, el único procedimiento que satisface nuestra condición de ciudadanos (tan defenestrada últimamente por el feudalismo económico) para ahondar en cuestiones vinculadas a la cosa pública.

La mitología bíblica nos recuerda que una palabra tuya bastará para sanarme, pero también una palabra tuya seleccionada ominosamente bastará para matarme, o para que nos matemos. Para escenarios así he acuñado una término que aparecerá en el nuevo libro: verbandalismo, aquella acción verbal en la que las palabras son pronunciadas con el deseo vandálico de destrozar sin miramientos todo lo que se les ponga por delante. Es harto sencillo verbandalizar el discurso y conseguir el traumatismo interior de nuestro interlocutor que, probablemente, mimetizará ese comportamiento y contestará del mismo modo, pero recrudeciendo la carga dañina en la selección de sus imprecaciones. Bienvenidos a la descarnada visceralidad de una cadena esquismogenética en estado puro. Propongo una máxima categóricamente distinta. En vez de que se peleen las palabras para que no se peleen las personas, que las palabras hablen, interactúen, intimiden, indaguen, se interpelen, se interroguen, se objeten, se cincelen con argumentos. Que cada vez que haya que construir horizontes compartidos en situaciones de interdependencia las palabras se conozcan para que las personas dejen de ser desconocidas, que las palabras se encuentren para que las personas se reconozcan. Lo he escrito muchas veces en este Espacio Suma No Cero y siempre lo repito en mis talleres y conferencias como si fuera un mantra, pero conviene recordarlo una vez más. Hablando no siempre se entiende la gente, pero si no se habla se antoja imposible poder entenderse. Nuestra irrevocable vida en común nos exige el deber humano de que esa palabra sea educada, dialogante, cívica. Una palabra inspirada por la concordia y la fraternidad, imprescincidibles para una sana deontología ciudadana. Lo contrario ya sabemos en qué consiste.



Artículos relacionados:
El ser humano es el ser capaz de cometer inhumanidades.
La bondad convierte el diálogo en un verdadero diálogo. 
El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza.


jueves, mayo 12, 2016

Si quieres la paz, enseña la paz


Obra de Jorge Rubert
La paz puede definirse como el cese de un conflicto, el fin de una guerra, o la ausencia de dilemas desgarradores en el alma de un sujeto. El diccionario de la RAE la define en su primera acepción como una «situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países». La segunda acepción nos recuerda que la paz es una «relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni confictos». Y la tercera la vincula con un «acuerdo alcanzado entre las naciones por el que se pone fin a una guerra». En su ensayo El problema de la guerra y las vías de la paz, el filósofo político Noberto Bobbio resalta que la paz se define siempre orbitando en torno a la guerra, idea que como acabamos de ver refrenda el diccionario de la Real Academia. Sin embargo, esto no ocurre en la dirección contraria. La guerra no necesita indefectiblemente apelar a su antagonismo para que podamos desentrañar en qué consiste. Todos conocemos el célebre adagio en el que se nos aconseja que si quieres la paz, prepara la guerra. Se puede afirmar también que si quieres definir la paz tendrás que citar inexorablemente la guerra. Esta relación asimétrica que vive la definición de la paz con respecto a la de la guerra testimonia que la confrontación bélica es un hecho acreedor de mucha más centralidad en nuestro argumentario. Es triste, pero alberga más preeminencia a la hora de evaluarnos como especie.

Hace unas semanas le leí a un antropólogo que no existe constatación de guerras tremebundas en los periodos anteriores al neolítico. Pudieron existir conflictos puntuales en el paleolítico y en el mesolítico, pero no matanzas multitudinarias. Nuestros ancestros trashumantes no padecían excesivos contratiempos para sobrevivir, la dadivosa naturaleza les regalaba abundante alimento y por tanto amortiguaba sobremanera el riesgo de que otros desearan arrebatárselo. Más allá de esa subsistencia fácilmente garantizada, no había motivos para forcejeos mortales. La guerra y la agresión, tal y como el estándar las reconoce hoy, brotaron con el descubrimiento de la agricultura y la ganadería. Este nuevo decorado trajo conexada la necesaria organización de unos asentamientos inéditos para el ser humano en su anterior condición de nómada cazador/recolector. Inopinadamente hubo que articular el tiempo y las tareas, imponer normas colectivas, diseñar el reparto vinculante de recursos, distribuir propiedades, repartir responsabilidades. Surgieron las jerarquías verticales, los liderazgos, el despotismo, las órdenes, las sanciones, los castigos, las disidencias, la fricción, la subyugación, el servilismo, el hostigamiento, la depredación, la feudalización de los espacios, el poder en su sentido más abyecto. Bienvenidos al mundo del conflicto social. Bienvenidos al nacimiento del ego que necesita reafirmarse sojuzgando a otros egos. Cualquiera que haya leído la didáctica novela El señor de las moscas se hará una rápida idea de qué problemas afloran cuando a dos o más egos les da por competir.

El despliegue de la fuerza física siempre persigue fines muy similares, ya sea por parte de un estado o de un individuo: satisfacer intereses, posesión de bienes, afán de dominio, contestación de una ofensa, demostración de jerarquía, obtención de obediencia, imposición de un valor incompatible con otro valor, castigar la violación de una norma. Hace ya unos años se publicó un pequeño libro del historiador Ernst Gombrich que compendiaba la historia de la humanidad en pocas páginas. Se titulaba Breve historia del mundo, y estaba redactado en un lenguaje llano que te cogía de la mano y no te soltaba. Era fantástico porque su brevedad permitía contemplar con una mirada sinóptica y cronológica cómo hemos ido desplegándonos como civilización. La conclusión de cualquier lector debió de ser tan desoladora como la mía. La historia de la humanidad es la historia de una matanza, el mundo es un lugar ensangrentado, es imposible hacer balance sin contar millones de cadáveres poblando las tierras y las cunetas. Nos pasamos la vida matándonos. La civilización humana es una guerra continua solo interrumpida por armisticios, moratorias y paréntesis. Cualquier orden nuevo que ha mejorado al anterior ha emanado tras espantosos episodios de violencia. Para no sentirnos ni miserables ni decepcionados hablamos de guerras justas, o de violencia lícita (todo el que la emplea lo hace aludiendo a su licitud), y hasta se han inventado convenciones para protocolizar cómo comportarnos cuando se declara abierta la veda para matarnos unos a otros. Además los libros de historia no ayudan a que sintamos con exactitud en qué consisten estas carnicerías de sanguinolenta crudeza.  Se suelen enredar en análisis geopolíticos tan macroscópicos como asépticos que solapan burdamente la brutalidad y el daño que somos capaces de infligir a nuestros semejantes. Recuerdo una viñeta de El Roto expresada con toda su abrasiva lucidez: «Los historiadores se dedican a potabilizar la sangre humana derramada».

La existencia de cualquier guerra en cualquier lugar del mundo es la respuesta exacta a esa pregunta que se hace la gente decepcionada por la organización social: ¿Pero hasta dónde podemos llegar? Quizá la guerra sea un mal menor, como muchos predican, pero en su anverso trae adscritas dos paradojas insolubles. Responder con violencia  a la violencia no necesariamente elimina la violencia del otro, aunque sí facilita que se desprecinte un bucle de violencia en el que los contendientes considerarán licita su violencia e ilícita la de su adversario.  El empleo de la fuerza no dictamina quién es el que se comporta de un modo justo o injusto,  sino quién es más fuerte, o quién ha industrializado más sofisticadametente la violencia. No hay ni una sola evidencia argumentativa que nos indique que el que gana una guerra es más justo que el que la pierde. Se da otro contrasentido que a veces se nos olvida. Las guerras pueden terminar un conflicto, pero no lo solucionan. La solución estriba en convencer al otro para que se aliste junto a tu idea, o al lado de una idea mejor que la que ocasiona la confrontación, y esa convicción es patrimonio exclusivo de la palabra educada y pacífica. Sé que es una perogrullada señalarlo, pero nadie se convence de nada mientras le están agrediendo. Probablemente a cada golpe recibido esté urdiendo cómo podrá devolverlo, pero amplificado. La imposición es un antónimo de la convicción. Hay una buena noticia entre tantas malas. El ser humano nunca ha enarbolado la guerra como un ideal de la humanidad, pero sí la paz. Como todo ideal, no nos queda más remedio que ponernos a la tarea de ir a por él.



Artículos relacionados:
Violencia, hablemos de ti.
Que se peleen las personas para que no se peleen las personas.
La exhumación de agravios.

viernes, enero 23, 2015

Pensando en Mediación (segunda entrega)

Aquí está la segunda entrega de la serie Pensando en Mediación. Se trata de una charla de miembros de la Escuela Sevillana de Mediación con diferentes invitados. La inauguraron los directores Javier Alés y Juan Diego Mata. En esta segunda ocasión me tocó a mí pasar por delante de las cámaras. En la grabación hablo con una adolescente profana en la materia, apenas sabe en qué consiste la negociación y la mediación. La charla gira en torno a varias ideas que suelo repetir a menudo tanto aquí en Suma No Cero como en cursos:  «La palabra es la distancia más corta entre dos cerebros que desean entenderse».«Que se peleen las palabras para que no se peleen las personas que las pronuncian». «Hablando se entiende la gente y a veces así tampoco». «La solución de cualquier conflicto es patrimonio exclusivo de la palabra. Se puede terminar de muchas maneras, pero sólo se puede solucionar de una». El vídeo se puede ver íntegramente haciendo click aquí.



martes, diciembre 02, 2014

Donde compartimos oxígeno deberíamos compartir también palabras

Como profesor de la Escuela Sevillana de Mediación, sus directores Javier Alés y Juan Diego Mata me invitaron a participar la semana pasada en una de sus habituales ideas. Grabar una breve charla sobre Conflictos y Mediación con un profano en la materia. La idea neurálgica de mi intervención fue que discutan las palabras para que no se peleen las personas. El ser humano dio un salto cualitativo en la historia de la humanidad el día que pasó de emplear la fuerza para satisfacer sus intereses a esgrimir pacientemente la palabra. Sigmund Freud escribió que la civilización se inauguró en el momento preciso en que uno de nuestros antepasados en vez de atacar a su congénere arrojándole enfurecidamente un sílex le profirió un insulto. Las palabras son la distancia más corta entre dos cerebros que anhelan entenderse, donde compartimos oxígeno con los demás deberíamos exigirnos compartir palabras, pero esta sofisticada tecnología no ha erradicado el uso de la fuerza y el uso de la violencia. Los seres humanos disponemos de la maravillosa creación del lenguaje (y de su siniestro envés, la mentira), pero simultáneamente también somos fácil presa de pulsiones primitivas que lo soslayan a la hora de conseguir nuestros propósitos. Necesitamos seguir reivindicando algo que de puro obvio se nos olvida. La palabra posee el patrimonio exclusivo de la solución de los conflictos. Por la fuerza se pueden terminar, pero no solucionar. Eso sólo le compete a la palabra. A la palabra educada, cívica, argumentada.