jueves, junio 25, 2015

Recordar es relatarnos

Entre los huecos de la memoria, Dominique Appia
Recuerdo que con diecisiete años escribí un poema que empezaba así: «el recuerdo consiste en acariciar con el corazón lo que dejaron atrás nuestros ojos». Esta definición adolescente me vino inopinadamente ayer a la memoria al contemplar en la calle un enorme cartel en el que se explicaba cómo la etimología de recordar está formada por la hibridación de dos palabras, «re» (de nuevo) y «cordar» (cordis, corazón), es decir, que recordar es la actividad que consiste en «pasar de nuevo por el corazón». Leyendo hace unos meses a Daniel Khaneman su ensayo divulgativo Pensar deprisa, pensar despacio me topé con una afirmación que me provocó muchísima sorpresa, pero que simultáneamente corroboraba algo que yo llevaba intuyendo hacía tiempo en mi propia vida. En uno de los epígrafes de la obra, el psicólogo aunque premio Nobel de Economía defendía que el yo que siente no es igual al yo que recuerda. Su tesis es que entre experiencia y memoria se abren ciertas simas, huecos de la memoria como los que anuncia el cuadro de Dominique Appia que ilustra este texto y que yo utilice durante mi itinerario universitario para adornar mi habitación. La explicación de esos dos yoes de Khaneman es sencilla. Existe un yo que vive el presente y existe otro yo que lo convierte en materia de ficción cuando lo recuerda. Un yo que posa su atención en el aquí y ahora y un yo que se dedica a narrar historias con las que contarnos a nosotros mismos inspirándose en el presente psicológico pero cuando ya ha sido transfigurado en pasado. Ocurre que el yo que recuerda no lo recuerda todo. Sesga los recuerdos. Sesga la vida que nos queremos contar.

Podemos estar viviendo un episodio grato y placentero, un estado de flujo en el que una tarea abduce nuestra atención, sentir incluso que la habitualmente huraña felicidad (si es que esta palabra sigue significando algo tras su abuso polisémico) comparece para estar un rato con nosotros, pero probablemente dentro de unos días lo olvidaremos porque sólo recordamos vívidamente aquellos momentos que tuvieron un poderoso impacto emocional en nuestra memoria. No recordarnos, elegimos recuerdos, que es muy distinto, y elegimos aquellos recuerdos que poseen elevadas tasas de significado. Ocurre que la vida cotidiana está repleta de horas en las que no sucede nada significativo. Las denominamos acertadamente como horas muertas, aunque hay que vivirlas exactamente igual que las horas que no lo están.

La memoria no se dedica a desbrozar ingentes cantidades de bites de información, sino a codificar estímulos repletos de poderosos campos semánticos para que nosotros construyamos el relato con el que nos vamos narrando nuestra propia vida. Cuanto mayor y más profundo es el significado de un hecho (y el significado vincula con la carga afectiva), más recordamos el hecho. Cuanto más exento esté de significado, más probabilidades concurren para que el hecho emigre al cementerio del olvido. Marina lo explica muy bien en El laberinto sentimental cuando de un modo lacónico alerta de que «no tenemos memoria, somos memoria». Recordamos aquello que posee resonancia en nuestro microcosmos sentimental, las emociones nutricias, o cuando el modo de interpretar lo acontecido es primordial para el relato que estamos escribiendo de nuestra vida, aunque ese mismo acontecimiento sea banal para otros que también lo hubieran protagonizado. El significado de un hecho y su centralidad en el orbe afectivo para incorporarlo a la narración de nuestra vida es lo que discrimina el yo que recuerda, el que decide qué es lo que nuestro corazón volverá a acariciar. Por eso la memoria y la inteligencia forman alianzas muy generosas para nuestra supervivencia. Recordar para definitivamente olvidar es una proeza majestuosa de la inteligencia. Olvidar para no recordar es un paradójico donativo de la memoria.



Artículos relacionados:
Yo y yo se pasan el día charlando.
Medicina lingüística: las palabras sanan 
El libro frente a la desmemoria.
  

martes, junio 23, 2015

Responsabilidad digital




Pintura de Sarolta Bang
Con motivo del descubrimiento de varios tuits escritos hace un par de años por un recién elegido concejal del Ayuntamiento de Madrid haciendo deplorable humor sobre el Holocausto, me he acordado de dos reflexiones de José Saramago que me impactaron mucho cuando me topé con ellas en las páginas de dos de sus libros.  En la novela La caverna, el premio Nobel remarcaba una idea tan contundente como inquietante: «Quien planta un árbol no sabe si acabará ahorcándose en él». En Todos los nombres, plagada de elucubraciones análogas, Saramago también susurró que «hay venenos tan lentos que cuando llegan a producir efecto ya ni nos acordamos de su origen». El pasado tarde o temprano aparecerá para cobrarse la deuda contraída, reembolsarse la devolución de una acción prestada. Las palabras y los hechos que un día pronunciamos o realizamos no son entes aislados. Si los hechos no trajeran adjuntadas consecuencias, el esfuerzo, la paciencia, el empecinamiento, la voluntad, pero también todos sus funestos anversos, no servirían para ninguno de los propósitos que vaticinan. La responsabilidad no es otra cosa que asumir las consecuencias de lo que hacemos y decimos y de lo que dejamos de hacer u omitimos cuando nuestra obligación era llevarlo a cabo o comunicarlo. 

Si el cadáver que una vez arrojamos al río puede subir a la superficie en cualquier instante (como recordaba amenazadoramente el relato popular en los tiempos predigitales), en la era del hipervínculo y el clic el cadáver siempre está flotando. Cierto que el sesgo de confirmación colabora a que todo aquello que uno escriba en la Red pueda ser utilizado en su magnífica contra por quien desee confirmar suposiciones sobre el autor de lo escrito, pero este sesgo tan frecuente en la cotidianidad se exacerba en los parajes digitales. La semana pasada concluí el ensayo Vigilancia líquida de Zygmunt Bauman y David Lyon. Los autores prescriben que «tener nuestra persona registrada y accesible al público parece ser el mejor antídoto profiláctico contra la exclusión», pero simultáneamente y como contrapartida, añado yo, también es una plaza abierta que elimina la privacidad, disuelve la intimidad engolosinándola de vanidad, y cualquier confesión publicitada en una de las intermitencias emocionales del corazón puede alcanzar una audiencia y una resonancia que desborde fácilmente a su autor. Hans Jonas, un grande de la ética de la responsabilidad, postula que «poseemos una tecnología con la que podemos actuar desde distancias tan grandes, que no pueden ser abarcadas por nuestra imaginación ética». Estas distancias, o la propia abolición de la distancia, no son exclusivamente geográficas, también son temporales. Las huellas indelebles del yo digital en el universo on line transforman el pasado en presente continuo, el ayer y el ahora interpenetrados de una contigüidad imposible lejos del mundo de las pantallas. ¿Podremos soportar en nuestros hombros el tamaño de esta responsabilidad cuyos confines son tan gigantescos que todavía somos incapaces de interiorizarlos en nuestra conducta? No lo sé. Mientras tanto que nuestra encarnación digital replique en el mundo online el comportamiento que mantiene en el mundo offline,  sobre todo cuando nos observan.



Artículos relacionados:
La reputación.
Existir es una obra de arte.
No hay dos personas ni dos conclusiones iguales.


viernes, junio 19, 2015

«Somos existencias al unísono»



Gente, pintura de acuarela sobre tela de Antonio Villanueva
Por mucho que el individualismo viva una época de esplendor y atribuya en exclusividad el mérito de las acciones a una voluntad desagregada de otras voluntades, las personas nacemos ya vinculadas. Vivimos en comunidad, convivimos, interactuamos en un gigantesco nudo de dependencias con nuestros iguales.  Aristóteles resumió la ineludibilidad de la copresencia en los actos humanos y en las estratagemas vitales afirmando que «el hombre es un animal político por naturaleza».  Muchas veces se nos olvida que esta aseveración traía una apostilla igual de relevante o acaso más todavía: «y quien no crea serlo o es un dios o es un idiota». En muchos foros y en muchos auditorios repiten lo apremiante que es aprender a vivir, pero se olvidan de que cualquiera de nosotros más que viviendo pasa el tiempo conviviendo. Somos existencias concatenadas, yuxtapuestas, en simbiosis unas con otras. Yo llevaba un tiempo intentado dar con una expresión lacónica y sonora que explicara esta realidad compleja, que demostrara que satisfacemos nuestras necesidades y nuestros intereses gracias a la acción concertada de muchos, y a la inversa, que la respuesta individual se muestra irresoluta cuando aborda problemas estructurales generados socialmente. Después de mucho tiempo ya encontré esa expresión: «somos existencias al unísono». 

No somos individuos atomizados que hormiguean por la existencia aisladamente. Somos participantes del mundo en el que viven los demás, y los demás son participantes del mundo en el que habitamos nosotros. Somos animales políticos como señaló Aristóteles hace veinticinco siglos porque vivimos en agrupaciones que afilan nuestra inteligencia y multiplican las opciones de ser felices, aunque también traen en el anverso las tensiones y divergencias connaturales a la convivencia, y por ello hemos creado fórmulas que nos ayuden a rebajarlas o neutralizarlas. No quiero adentrarme en jardines filosóficos que no domino, pero Heidegger postuló que la existencia es el modo de ser del estar ahí que somos cada uno de nosotros (Dasein), y agregó que estamos en el mundo y estamos con los otros. No somos un yo aislado de otros yoes. Sartre defendía con afilado pesimismo que cuando el otro entra en mi conciencia, mi conciencia ya no halla el centro en sí misma, y además el otro me convierte en objeto de su conciencia, me cosifica. De ahí que Sartre concluyera que «mi pecado original es la existencia del otro», o sentenciara con la celebérrima «el infierno son los otros». Estas afirmaciones tan negruzcas contradicen frontalmente el resultado de todas las encuestas que tratan de dilucidar qué experiencias nos resultan más gratas y satisfactorias a los seres humanos en nuestro día a día, ese lugar aparentemente banal en el que sin embargo pasamos todas las horas. La actividad más laureada por los encuestados es, con mucha diferencia, quedar con los amigos. Dicho de otro modo. Nos encanta compartir deliberadamente nuestra vida con el otro, sobre todo con aquellos con los que es más elevada la frecuencia de nuestras interacciones. Lo que más nos gusta a las personas es estar con otra persona. ¿Por qué? La respuesta está en el título de este texto.



Artículos relacionados:
Para ser persona hay que ser ciudadano.
La capital del mundo es nosotros. 
La trilogía "Existencias al unísono" en la editorial CulBuks.