martes, diciembre 10, 2019

Derechos Humanos quiere decir también Deberes Humanos



Obra de Davide Cambria
Tal día como hoy, 10 de diciembre, pero de 1948, la Asamblea General de la ONU reunida por tercera vez en París proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hoy los conmemoramos y estaría muy bien recordar más a menudo qué son, por qué se definieron y, sobre todo, desentumecer nuestra reflexividad y preguntarnos para qué sirven. Recuerdo una charla que mantuve hace tiempo con un grupo de personas que me invitaron a una comida con afanes gastronómicos pero simultáneamente también deliberativos. Empezamos a hablar de todo un poco, pero yo acabé hablando de la dignidad y de los Derechos Humanos. Había voces disconformes con mi discurso que caían en una inercia frecuente en el despliegue de temas orillados hacia el quehacer ético. Confunden lo que existe con lo que consideramos que sería bueno que existiera. Son voces tan súbditas de la realidad que padecen una severa carestía de imaginación para ver y crear la posibilidad. Se quejan de los males que asolan al mundo, pero saltan como un resorte que niega la mayor si se propone cualquier idea ruptora que pudiera neutralizar o atenuar esos mismos males que tanto les atribulan.  Afirman que esas ideas que turban el estado de las cosas no tienen cabida en el estado de las cosas. Les suelo responder que por supuesto que no la tienen, por eso precisamente poseen naturaleza disturbadora y capacidad de mutación. Estas personas y sus argumentaciones entran en un gracioso círculo vicioso. El mundo es muy mejorable, pero cualquier propuesta de mejora la consideran una quimera. Solo aceptan aquello ya inserto en el mundo y que por tanto no cambia el mundo. Si se rechaza el acceso de cualquier posibilidad a la realidad, convertiríamos la realidad en una entidad petrificada e inmutable, algo que la historia de la humanidad desdice permanentemente. Si alguna excepcionalidad guarda el mundo humano con respecto al mundo de otros animales, es su carácter de especie no fijada. Somos creadores de nuestro mundo, y el mundo que creamos nos va creando a nosotros. Vivimos en un perpetuo estado de construcción. Un estado siempre supeditado a un inacabamiento irrestricto.

A mis compañeros de mesa les expliqué aquel día que la dignidad aloja varias acepciones. La jurídica anuncia que la dignidad es el derecho a tener derechos, concretamente a que toda persona esté amparada por los treinta artículos que conforman la Declaración Universal de los Derechos Humanos que hoy celebramos planetariamente. Y les reté a un ejercicio imaginativo: «No conozco a nadie que no quiera que en su vida, o en la vida de los seres  a los que quiere y por los que se siente querido, no se cumplan estrictamente los Derechos Humanos, tanto los de la primera como los de la segunda y tercera generación». Entonces un comensal me interpeló: «Aquí se habla mucho de derechos, pero muy poco de deberes». Le contesté que no era cierto. Hablar de derechos comporta implícitamente hablar de deberes. Y se lo aclaré: «Tus derechos son mis deberes, y tus deberes son mis derechos.  Derechos y deberes son el anverso y el reverso de una misma dimensión. No puede haber derechos sin deberes, ni deberes sin derechos. Por eso yo no cito los deberes cuando hablo de derechos, porque lo considero una redundancia». Siempre que cito el deber me acuerdo del ensayo de Lipovetsky El crepúsculo del deber, el análisis de cómo la nueva retórica repudia el deber y sin embargo bendice los derechos. Hay algo de reprimenda en esta concepción claramente sesgada. Insisto en que deber y derecho son indisolubles.

Hace poco he revisitado Ética para náufragos de José Antonio Marina. Al releerlo me he percatado de algo que anteriormente me pasó inadvertido. Marina se basa en el deseo irrefutable de que nuestras vidas estén protegidas con derechos para precisamente dignificar la propia vida. Hay derechos que nadie pone en entredicho en el marco de una intervención teorética, y esa unanimidad y su potente fuerza tractora hay que utilizarlas para configurarlos primero y para que se cumplan después. Marina define estos derechos como derechos de crédito, es decir, «exigen que otros realicen alguna acción que me deben». Y lanza una propuesta nominal para evitar la equivocidad: «Propongo llamar a estos derechos intersubjetivos, recíprocos, mancomunados». Vincula con lo que comenté anteriormente, con el deseo de que todos queremos que en nuestras vidas se cumplan los Derechos Humanos, lo que precisa que arrostremos a su vez con otros tantos Deberes Humanos. Es muy fácil deducir que queremos tener derechos, y que ese deseo nos haría relacionarnos de un modo inteligente y no oneroso con los deberes. Para saber qué derecho nos gustaría poseer en vez de señalarlo abstractamente podríamos apuntar pedagógicamente a su ausencia. Tomo un ejemplo real de hace tres días. ¿Te gustaría vivir en un mundo en el que te empleen prácticamente todo el día, duermas en el mismo insalubre, y con las ventanas selladas, taller en el que trabajas por no poder aspirar a otra opción habitacional, cobres catorce euros mensuales, y corras el riesgo de morir calcinado o por inhalacion de humo porque es probable que se incendie el lugar por culpa de unas putrefactas instalaciones eléctricas que no han pasado ningún control de seguridad, como ocurrió en India el pasado sábado en el que murieron al menos cuarenta y tres personas? 

No se nos debería olvidar que los Derechos Humanos nacieron tras las dos guerras mundiales del siglo pasado. Hace unos días vi imágenes espantosas de la Gran Guerra, que con la llegada de la Segunda Guerra Mundial pasó a designarse Primera Guerra Mundial. La tamaña irracionalidad de una guerra es tan inconmensurablemente gigantesca que resulta imposible no recapacitar y admitir que el ser humano es el ser capaz de cometer inhumanidades. La atrocidad es patrimonio de la humanidad. Los Derechos Humanos son los derechos que nuestra inventiva creó para protegernos de nosotros mismos cuando sufrimos la veleidad de ser inhumanos con nuestros semejantes.  Recurro a Marina y a la obra citada: «Reclamar un derecho es pedir una protección para que ese daño no vuelva a suceder; y una protección que no dependa de una eventual benevolencia». Hete aquí la presencia del derecho y por supuesto la del deber. Tengo el deber de tratar como un ser humano a cualquier ser humano. Es un deber ético, político, social, sentimental. Ese deber es el que me garantiza el derecho de que a mí me traten del mismo humano modo. Feliz día de los Derechos Humanos. Una celebración y una vindicación por unos Derechos que ojalá no tardando mucho los consideremos muy insuficientes para vivir una vida digna.



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martes, diciembre 03, 2019

La mitología del amor romántico en el lenguaje cotidiano


Obra de Iván Franco Fraga
En el ensayo Por qué amamos, naturaleza y química del amor romántico, la estadounidense Helen Fisher argumenta que existe el impulso sexual, el amor romántico y el apego o cariño que dimana de una relación longeva. El amor romántico es entendido aquí como el proceso de enamoramiento en el que el sujeto está sobreestimulado por la dopamina, neurotransmisor que Fisher consagra como la sustancia del amor. Sin embargo, el amor romántico en otra de sus acepciones es una ficción que representa relaciones  idealizadas de pareja. Esta idealización fabrica esquemas que configuran nuestro mirar, nuestro sentir, nuestro pensar y nuestro decir. Apunta a un haz de creencias de matriz patriarcal que se sostiene en afirmaciones acríticas, pero aceptadas como verdades rigurosas merced a su socialización y normalización en los diferentes artefactos narrativos que dan forma y lenguaje a la aventura humana. La aceptación moldea una subjetividad decantada hacia un patriarcado que utiliza el mito del amor como subterfugio de poder a través de estructuras, relatos y sistemas de explicación y ensoñación que subrepticiamente otorgan a la mujer un papel subalterno en la arquitectura de la relación sentimental. El resultado es palmario. Sumisión crónica, tolerancia a comportamientos ofensivos, tormento afectivo, incertidumbre permanente sobre el horizonte del propio vínculo, contenciosos a cada posible paso de emancipación de la parte subyugada, restricciones para acotar líneas de control y dominio masculinos. El auténtico punto de arranque del mito es que es el propio sujeto sufriente quien se autoinflige estas maniobras de poder al releerlas positivamente como tributo a pagar para que prospere la experiencia del enamoramiento y sus gratificaciones de felicidad ulterior. No creo exagerar. Hace un mes asistí al brutal monólogo No solo duelen los golpes de Pamela Palenciano. Relataba su atormentada y violenta primera relación con un chico. Cada paso dado en la relación entronizaba todos los estereotipos perversos del amor romántico. 

Hay muchos clichés que avalan este ejercicio de dominación a través de la gramática del amor romántico insertada tanto en la cultura como en la permeabilidad nunca inocua del lenguaje cotidiano. Me vienen a la memoria un sinfín de lugares comunes. Aquí hilvano unos cuantos que por increíble que parezca todavía colonizan los imaginarios. Empezamos la interminable lista. «Sin ti no soy nada»  (en el amor romántico presidido por un príncipe azul acaece lo contrario, contigo me he convertido en nada); «a tu lado me completo»  (mejor que aparezcas con tu completud definida y que juntos nos mejoremos); «el amor verdadero es eterno»  (eternidad que citada bajo los efectos de una embriaguez amorosa líquida suele durar en torno a uno o dos meses, lo que habla de una eternidad obsolescente, si es que es posible la oposición terminológica); «el amor verdadero lo aguanta todo»  (quien lo aguanta todo no es la omnipotencia del amor, sino un bajo nivel de autorrespeto y un elevado nivel de dependencia); «no se puede ser feliz sin pareja»  (lo que por defecto otorga felicidad al simple hecho de tenerla, al margen de cómo se tenga); «solo hay una mitad para cada persona»  (una forma de magnificar a la persona con la que uno se empareja y ser laxo en el examen de su conducta dentro del binomio amoroso, puesto que según el mito se cancela cualquier nueva posibilidad); «te lo perdono todo porque te quiero»  (tergiversando el verbo querer con el verbo consentir, cuando el verdadero amor es justo al revés: te quiero tanto y me quiero tanto que no transijo que me trates así); «amar es renunciar»  (no, no es así, amar es hacer tuyos los fines del otro, y viceversa, en un dinamismo de cuidado y ternura por el bienestar psíquico y físico de ambos); «le perdono algunas humillaciones porque me quiere mucho» (sí, pero te quiere mal, lo que en esas cantidades de querer se traduce en sufrimiento y daño); «los celos son la prueba de que me quiere» (los celos no explicitan el amor, sino las gigantescas dudas sobre su existencia); «no se porta bien conmigo, pero el amor lo cambiará»  (si no se porta bien contigo, entonces no hay amor, así que sus poderes alquímicos no surtirán efecto alguno); «quien bien te quiere te hará llorar» (el verdadero amor está en su reverso: quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le hagan llorar a él); «tú no puedes entenderme porque no sabes lo mucho que yo siento por esa persona» (claro que no lo sé, pero sí puedo imaginarme lo poco que esa persona te quiere si su repertorio de comportamientos es el que me acabas de enumerar, y lo poco que te quieres tú si permites que te trate así). 

En El consumo de la utopía romántica, Eva Illouz aclara que «se ha infundido al amor romántico un aura de transgresión al mismo tiempo que se lo ha elevado al estatus de valor supremo». Normal que la mujer (mayoritariamente y en relaciones heterosexuales) relea la subyugación como un acto de entrega por ese amor catalogado de supremo en vez de un ejercicio de subordinación esgrimido por parte del hombre con el que mantiene la relación. Coral Herrera defiende que lo romántico es político, así que son factibles otras formas de articular las relaciones. Cómo veamos los afectos, las valoraciones éticas de nuestras conductas, la arborescencia sentimental, la repartición de roles, la estratificación de los deseos, las formas de tratarnos y cuidarnos unos a otros, influirá directamente sobre qué relatos escribiremos del amor y en cuáles de ellos acabaremos alojados.  Cualquier decisión por muy privada que sea está mediada por esta ecología social. Hace poco le escribía a una lectora comentándole que las palabras se desgastan por el uso y se descascarillan por el mal uso. Cuidar las palabras que definen el sentido de lo humano es cuidarnos a nosotros mismos. No está de más recordar que las palabras nos inscriben en el mundo y llevan en su interior una poderosa capacidad perfomativa. Es imperativo desvincular cualquier alusión al amor que implique sometimiento, docilidad, posesión. Cuidar las palabras que dan arquitectura al amor no es solo cuidar el amor, es dar forma a un amor que cuide de nosotros.



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