martes, marzo 03, 2020

Hablemos de la soledad, de su creación y su subsanación


Obra de Nigel Cox
El dictado neoliberal produce soledad al desapropiarnos de enormes cantidades de nuestro tiempo en favor de los indiscutidos tiempos de producción. Cada vez entregamos más porcentajes del tiempo del que está constituida nuestra vida a ese tiempo productivo. El mercado laboral nos canibaliza más horas al día y más años de la biografía, pero también hemos hipertrofiado el tiempo y la financiación dedicados  a la cualificación que nos permita competir por el acceso a ese mercado laboral que si se alcanza aplicará una pantagruélica fagocitosis a nuestro tiempo. Parece que la inteligencia humana es incapaz de orquestar la vida productiva de tal modo que una persona pueda disponer simultáneamente de tiempo, recursos y tranquilidad. Si uno de estos vectores se da, es porque los otros dos flaquean, así en todas las combinaciones posibles. Sospecho que esta incapacidad se debe a que hemos extirpado de nuestras deliberaciones políticas qué debería ser una vida que consideremos digna de ser vivida.

El modelo de vida implantado bajo la égida de la rentabilidad monetaria deshilacha a toda velocidad los lazos afectivos y perpetúa poco a poco una soledad tanto en su viraje sentimental como social. Es fácil detectarlo. La disponibilidad, la flexibilidad, la movilidad y la precariedad son exigencias lesivas e incluso me atrevería a decir que deletéreas para entretejer afectos y comunidad. La obstinada estigmatización de la zona de confort por parte de los gurús de la autoayuda delata cómo la lógica capitalista requiere individuos sin raíces, individuos descomprometidos y líquidos sin más plan de vida que autorrealizarse a través de las propuestas del mercado. Richard Sennet teoriza que este miedo a la estabilidad ha sido inoculado por un capitalismo que precisa recursos humanos volátiles y desarraigados para satisfacer las siempre voraces exigencias lucrativas de las corporaciones. Nuestra zona de confort sería una zona de disidencia al capital. De ahí su estigma. Pero esta lógica no solo se ha apropiado de nuestros tiempos, también de nuestros espacios. La otrora acogedora casa, esa hogareña trinchera donde nos protegíamos de la beligerancia exterior, es ahora asimismo otro lugar para el tiempo productivo, del que nunca desconectamos porque tanto la digitalización como todo un séquito de dispositivos hacen que la desconexión no solo sea imposible, sino que esté desaprobada e incluso tácitamente proscrita. Una persona puede estar días enteros incrustado en tiempos de producción sin abandonar tan siquiera su habitación. Me viene ahora a la memoria el ensayo Un cuarto propio conectado, (ciber) espacio y (auto) gestión del yo de Remedios Zafra.

Los afectos comunitarios requieren presencia física en los entornos y compartir cariñosamente los ires y venires con los que se nutre la vida, y ese estar presencial ha quedado por completo al albur de los tiempos de producción. Al perder soberanía sobre nuestro tiempo, nuestro espacio y nuestras decisiones, perdemos soberanía sobre los tiempos, los espacios y las decisiones destinados a relacionarnos afectuosamente con el otro. En el artículo de la semana pasada, Individualismo no es autosuficiencia (ver), citaba al filósofo norcoreano radicado en Alemania Byung-Chul Han. En La expulsión de lo distinto postula que los tiempos del otro no son tiempos productivos, por eso el otro ha sido arrumbado de lo que consideramos relevante en nuestro yo.  Como la vida humana es humana porque se entreteje con otras vidas que dan vida a nuestra vida, y viceversa, un yo sin otros yoes con los que intercambiar afectos y situaciones ajenas a las prácticas dinerarias sería un yo que acabaría mineralizado por la soledad. Es obvio que aquí me refiero a la soledad en su vertiente negativa. Como muy bien explica Marie France Hirigoyen en Las nuevas soledades, «nos encontramos ante una paradoja: un mismo término remite al mismo tiempo al sufrimiento y a la aspiración de paz y libertad».  Aquí hablo de la soledad no deseada, esa soledad que desobedeciéndonos rapiña en nuestras entrañas. 

Este asunto no es fútil en un momento en que la soledad depreda la vida de mucha gente, y no solo la de gente de edad provecta. Hace poco leía en El Diario.es un artículo firmado por Daniel Noriega en el que se explicaba cómo la globalización, la tecnología, el individualismo, el despotismo laboral, la demonización de la estabilidad, destruyen sin prisa pero sin pausa los círculos íntimos y las redes de apoyo. «Antes nacías en una ciudad y lo normal era que vivieras en el barrio de tus padres o en el de al lado. Ahora puedes tener un hijo en Zaragoza, que estudie la carrera en Madrid, el máster en Londres y se vaya a trabajar a Alemania o a la India. El día que te haces mayor, estás solo, porque aunque te quiera mucho, no te vas a ir a vivir con él a la India». A mí me sobrecoge escuchar los relatos de trabajadoras sociales en los que testimonian que hay personas mayores que solo desean que alguien les coja la mano para sentir de nuevo el contacto humano y que les presten unos minutos de atención para que sus palabras en vez de revolotear silenciosas por su cerebro salgan de sus labios y acaben depositadas en los tímpanos de otro ser humano. Son personas acuchilladas por una soledad que hay que releer como destino de una manera de organizar la vida. En 2018 se creó en Reino Unido la primera secretaría de Estado contra la soledad. Estoy persuadido de que en unos lustros serán muchos los países que repliquen esta medida.

La misma lógica que provoca la soledad la convierte en mercancía. De ahí el ingente número de aplicaciones en el capitalismo de plataformas para establecer apresuradas citas y fulminantes encuentros amistosos o sexuales. Pero la deriva no se detiene ahí. Entretanto ya se están diseñando lenitivos tecnológicos para neutralizar la soledad a través de servicios robotizados. Esa soledad que nace de la expropiación de los tiempos y los espacios se convierte en un gigantesco yacimiento lucrativo para la computación afectiva. La computación afectiva es la inteligencia artificial destinada a diseñar dispositivos con capacidad para reconocer e interpretar el orbe sentimental humano y poder relacionarse afectuosamente con él. También se denomina inteligencia artificial emocional, aunque yo creo que un nombre mucho más preciso sería sentimentalidad artificial. Si el robot emocional puede releer nuestros afectos y nuestros sentimientos, se podría erigir en un compañero para contrarrestar el sufrimiento de esa soledad humana no elegida cuando nos la detecte. Se instalarían sensores en nuestro cuerpo para enviarle al robot confidente las señales fisiológicas con las que el cuerpo grita nuestras emociones, pero también con indicadores somáticos de nuestro organismo tan sensibles a la comparecencia evaluativa de nuestros sentimientos. Hay que recordar una vez más que las emociones no son sentimientos, aunque algunos de nuestros sentimientos están atravesados de emociones. El capitalismo demostraría que es insaciablemente opíparo. Crea la soledad, la cronifica y luego oferta servicios lucrativos para combatirla.





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martes, febrero 25, 2020

Individualismo no es autosuficiencia


Obra de Nigel Cox
Resulta curioso cómo una mayoría de libros de autoayuda enfatizan el yo como una existencia insular. El propio término autoayuda lo denota esclarecedoramente, sin ambages ni cosmética léxica que juegue a la impostura o a la ambivalencia. La ayuda se la ha de proporcionar uno a sí mismo. A mí me provoca perplejidad esta proliferación porque cualquiera que haya vivido alguno de los frecuentes contratiempos connaturales al acontecimiento de existir, habrá comprobado que no hay mayor analgésico para atajarlos que la presencia auxiliar del otro. Un otro que me atiende, y al prestarme atención, me afirma, pero también me ayuda a sanar si estoy en una situación adversa en la que solicito atenciones. Cuando se reclama la relevancia del cuidado en la agencia humana, siempre es el cuidado y la atención que alguien ejerce sobre alguien, porque nuestra vulnerabilidad y nuestra fragilidad nos desbordan si las encaramos tratándonos a nosotros mismos como entidades atomizadas. Las experiencias de resiliencia confirman que la auténtica analgesia para contrarrestar el sufrimiento privado es la presencia afectiva de los demás. Donde no hay palabras sanadoras provenientes de otros labios, las heridas tardan en cauterizar, si es que cauterizan. No es suficiente con hablarse uno a sí mismo, necesitamos que nos escuchen y que nos hablen y que esas palabras compartidas nos acaricien, nos guarezcan, nos defiendan, nos donen irreemplazabilidad, nos destrivialicen con la atención prestada y nos demuestren que somos existencias valiosas y únicas, pero no independientes. Frente al asilamiento del yo que enfatiza la literatura emocional, el refuerzo político (no confundir política con folclore político ni con ruido parlamentario o aparatizado para complacer al club de fans en que se han desvirtuado los partidos políticos). Frente a la autoayuda, espacios y tiempos para cultivar el afecto y los sentimientos que elicitan conductas que desembarcan en redes de apoyo. 

Platón argumentaba que las ciudades se levantaron porque el ser humano no se basta a sí mismo. No es autosuficiente, necesita a los demás como los demás le necesitan a él. Nos necesitamos. La autoayuda insiste en la idea contraria justo cuando la política como forma de organizar la vida en común desatiende la condición interdependiente del ser humano y lo exhorta a la autarquía. Quien crea que exagero puede darse una vuelta por cualquier librería y leer los títulos de este tipo de literatura para constatarlo. En La expulsión de lo distinto Byung-Chul Han postula que los tiempos del otro no son tiempos productivos, por eso el otro ha sido arrumbado de lo que consideramos relevante en nuestro yo. Sin embargo, el yo aislado de otros yoes sería un yo esclavizado por las determinaciones de la biología, tan enormes y tan difíciles de satisfacer que su vida no saldría del imperio de la necesidad. En la radical soledad la natura engulliría cualquier opcion de cultura.  El yo sin otros yoes no es autárquico, es un yo quimérico, apócrifo, inexistente. La vida humana es humana porque se entreteje con otras vidas que dan vida a nuestra vida, y viceversa. Hace poco le leí a Marina Garcés que no es necesario demostrar la insorteabilidad de la interrelación humana, sino que sus críticos nos enseñen un solo ejemplo en la que no la haya. 

Recuerdo que cuando leí por vez primera La conquista de la felicidad de Bertrand Russell, el premio Nobel de Literatura esquematizaba sus tácticas de vida para pasar de ser un tipo abatido a una persona contenta. El ingrediente de la pócima mágica de esa felicidad conquistada contraviene frontalmente lo prescrito por la autoyuda. Consistía en el sano olvido de uno mismo, rehusar un ubicuo merodeo sentimental, que tiende a una peligrosa inercia entrópica. Olvidarse de uno no es abandonarse, es prestar más atención a los otros. En la época del selfie, de la petición de que la gente se enamore de sí misma, o de que contraiga matrimonio con su yo para ratificar que se quiere mucho, es necesario tener la firmeza política de educar las desmesuras narcisistas del yo y dejar espacio a otros yoes. El pecado capital por antonomasia que descubrieron los clásicos era la soberbia, que enseguida la asociaron a la idiotez, término derivado del griego idiotes. El idiota es aquel que prescinde de los demás, el que se olvida de lo político, que es donde sin embargo su vida puede ser vida humana. Ortega y Gasset escribió «yo soy yo y mi circunstancia», pero nos precavió con un corolario que ha pasado del todo inadvertido para la cultura popular: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no salvo mi circunstancia no me salvo yo». No hay mejor manera de salvar esa circunstancia que salvando la de todos.


 
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martes, febrero 18, 2020

Prácticas de transgresión: caminar, leer, estar en silencio




Obra de Nigel Cox
Una práctica de transgresión es aquella que desobedece y quebranta el discurso hegemónico de un mundo que privilegia la celeridad y la rentabilidad económica, y tiende a minusvalorar todo lo demás. Suele ocurrir que todo lo que se solicita con urgencia alberga una importancia minúscula para las cuestiones conspicuas. Lo verdaderamente relevante y transformador necesita el concurso del tiempo y la comparecencia de la porosa lentitud, nada que ver con el apremio patrocinado por la retórica de la producción y la financiación. Hace poco escribí para un texto que «si hay mucha prisa en hacer algo, con bastante probabilidad ese algo no tiene la menor importancia para lo importante de la vida». La prisa es una invención de un capitalismo que necesita producir cada vez más y cada vez más aceleradamente, e inventar relatos del ser y el tener que azucen el deseo de que lo producido y ofertado sea canibalizado con voracidad consumista para que se agote cuanto antes, y proseguir así el bucle de la maquinaria, pero incrementando la velocidad en cada nueva rotación para a su vez aumentar progresivamente los márgenes. El proceso es inacabable, pero para que no pierda cadencia requiere explotación y deshumanización.

David Le Breton es autor de dos ensayos que invitan a lentificar la vida para entenderla y sentirla mejor. Uno de ellos trata sobre la revelación terapéutica del caminar y su verificación de que somos cuerpo (Elogio del caminar), y el otro sobre la función reparadora del silencio (El silencio, aproximaciones). Utilizar nuestra arquitectura corporal, que ha sido diseñada para andar, y abrazarse a la presencia acogedora del silencio, son formas de resistencia política, un posicionamiento de contrapoder en un mundo sobrecargado de celeridad crónica, incontinente ruido, palabrería huera y alienante, polarización de los juicios, medios de comunicación acríticos y chillones vertiendo sin pausa información desconectada de significado. Los tiempos del caminar son tiempos disidentes, confabulan contra esa competitividad erigida en eje axial de la vida humana. Caminar despacio atendiendo a lo que ocurre en nuestro derredor se yergue en crítica vivencial a un discurso que ordena ligereza y prontitud, e incita al atajo. Caminar transmuta nuestra relación con el tiempo, pero también con el cuerpo, y con el silencio, puesto que caminar es una manera muy fértil de que yo y yo acaben entablando una conversación llena de matices.  «Caminar es vivir el cuerpo», «caminar es un método tranquilo de reencantamiento del tiempo y del espacio», «el caminante es quien se toma su tiempo y no deja que el tiempo lo tome a él», sostiene Le Breton. 

El apresuramiento nos impide remansarnos e interpelarnos en los espacios y en los tiempos, que son  dos dimensiones insoslayables para el enraizamiento de la confianza y los afectos. La celeridad sabotea tejer vínculos profundos de interacción y deshilacha aquellos que una vez estuvieron trenzados. La prisa liquida el mundo y lo degrada en mundo líquido (en la acertadísima expresión acuñada por Bauman). Me resulta imposible no citar aquí la experiencia lectora, que calca muchas de las virtudes del caminar. La pausa y reflexión que requiere la práctica de la lectura absorta es una forma de abdicar de la lógica de la vida contemporánea sobrecargada de horarios, tareas y el absolutismo del tiempo remunerado (al margen de lo que supone conversar con mentes privilegiadas que han tenido la deferencia de compartir con nosotros sus ideas articuladas en lenguaje escrito). Más todavía. Leer es pura insumisión a un mundo que pugna por arrebatar nuestra atención con el fin de dispersarla primero y vaciarla de criterio después. La autonomía consiste en colocar la atención allí donde lo elegimos nosotros, y no una entidad heterónoma. Leer cultiva esa autonomía porque nos devuelve la soberanía sobre nuestra atención, el botín más preciado en la civilización digital. Y, como diría Emilio Lledó, nos permite aprovisionarnos de un lenguaje que nos pueda defender.

Cada vez se camina menos puesto que cada vez los sitios cotidianos están más lejos (la gentrificación expulsa a las personas de los centros de las ciudades) y los trayectos son más largos (y no disponemos del tiempo ni de la energía atlética suficientes como para desplazarnos andando). Sin la parsimonia metaforizada en el caminar y en el leer y sin el silencio como acceso al musitar palpitante de las cosas, la ensordecedora sonoridad del mundo y su zumbido epocal anestesian las condiciones de la deliberación reflexiva. El silencio es una forma de cuidarnos, puesto que solo en el silencio podemos tomar perspectiva sentimental y política suficiente para atender al ser que somos y que existe al lado de otros seres que también son y también existen junto al nuestro.  Hace poco le leí a mi admirada Remedios Zafra que «el exceso de información opera como una forma de ceguera porque es inabarcable». El silencio y la invisibilidad nos permiten desconectarnos y desintoxicarnos del alud de información que por su tamaño y su apresuramiento impiden que permeen afectiva y epistémicamente en nosotros. Invisibilizarse también es transgresor en un mundo en el que casi todos visibilizamos casi todo.


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