martes, mayo 18, 2021

Imaginar para dirigirnos hacia allí

Obra de Serge Najjar

El pasado sábado se cumplieron diez años del 15M, el movimiento social y político que nació el domingo 15 de mayo de 2011. Si tuviera que definirlo brevemente diría que se trata de la visibilización en la plaza pública de un descontento social dirigido a una democracia infrarrepresentativa, al vaciamiento político del concepto de ciudadanía, y a la cada vez más exigua capacidad de decisión y autodeterminación sobre el devenir de nuestras vidas. Las plazas más emblemáticas se convirtieron en ágoras ocupadas para mostrar el dolor nacido de la constatación de que ya no era posible construir planes de vida, de cómo la existencia entendida como proyecto comunitario y empancipador se yugulaba por el dictado económico neoliberal y tornaba a mero lugar para la subsistencia. Toda la hominización y la humanización consistente en arrebatar espacios y tiempos a la supervivencia en favor de la autonomía y la dignidad se difuminaban. El 15M fue una poderosa conversación pública sobre el deber cívico de preguntarnos cómo queremos que sea una vida digna para cualquier ser humano.  

Una de las pedagogías democráticas aprendida en las plazas consistió en la distinción entre lo apolítico y el apartidismo. Quienes se autodefínían como apolíticos siendo sin embargo apartidistas comprendieron enseguida que esa falla semántica les hurtaba de sus imaginarios muchas exigencias y prácticas democráticas para la posibilidad de agencia. Se politizó un malestar hasta entonces atomizado y su socialización horizontal se convirtió en energía disidente para imaginar otras opciones de mayor conveniencia para la vida compartida. Se desmintió la supuesta aceptación acrítica del estado de las cosas. Nos reconocíamos ciudadanos y no sujetos económicos subalternos, como recogía con esquemática literatura el celebrado eslogan «no somos mercancías en manos de políticos y banqueros». Se comprendió lo democrático como espacio de acogida de lo posible y por lo tanto como el frontal antónimo de lo excluyente. Con motivo de la efeméride, el sábado publiqué en mi perfil de Instagram la foto de una pancarta en la que se podía leer «Tenemos derecho a soñar… y que sea realidad».  Aunque soñar no es un derecho, sí es una posibilidad que deberíamos autoexigirnos como estructura cognitiva y postulado ético para construir mañanas mejores. Un prerrequisito desiderativo para crear sentido y cambio. Aunque rara vez se resalta, la imaginación es algo muy serio que no debería circunscribirse en exclusividad a la esfera artística.

Leo a la filósofa y activista Marina Garcés que «si el 15M de 2011 había lo que se llamaba indignación, ahora hay mucha desesperación. Agotamiento. Rabia. Depresión». En la conferencia que pronuncié hace una semana, La alegría ética, hablé de la tristeza como necesario contrapeso epistemológico de la alegría, y cité la indignación como una de sus imprescindibles ramificaciones. La indignación no es una emoción primaria, fácil de atizar y por lo tanto de una enorme y peligrosa idoneidad para la reacción impulsiva y la polarización artificial, sino un sentimiento mucho más sofisticado laborado por factores axiológicos y éticos. La indignación surge de la contemplación de la injusticia, pero no es un encono que mal articulado metamorfosea en resentimiento. Como bien analiza la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, es una irascibilidad en transición, es decir, un enfado que se dirige a la impugnación primero y a la restauración después, no a la retribución ni a la venganza transaccional. La indignación enfatiza el daño de un hecho porque imagina el contramodelo. La indignación bien entendida no es impulsividad súbita, sino un sentimiento que se alimenta de la reflexión de lo posible. Había sólidas razones lingüísticas cuando se denominaba indignados a los que formaban parte del 15M. Había lógica afectiva cuando el nonagenario Stéphane Hessel titulaba su célebre pequeño libro con un ¡Indignaos! destinado a movilizar sentimientos y argumentos.

Han pasado diez años y son multitud quienes creen que no ha cambiado nada en la morfología política, pero no es así. El 15M cambió el lenguaje (que es performativo), la mirada (que es selectiva) y la narrativa de la posibilidad (que es fosilizadora si se niega, o transformadora si se prefigura). Acaso la aportación más didáctica del movimiento quincemayista estribó en cómo la narrativa politizada del sentido común se empezó a releer como mera narrativa y por tanto como discurso que debe ser permanentemente deliberado y nunca dado por supuesto. El mundo siempre está inacabado y este inacabamiento es el que permite renovar la imaginación y los lenguajes que tratan de encapsular en palabras lo imaginado. A mis alumnas y alumnos les repito que la gran singularidad del animal humano es que habitamos en ficciones, y las ficciones son configuraciones empalabradas que orientan la movilidad de nuestros sentimientos, nuestras decisiones y nuestro comportamiento. Imaginar, lexicalizar lo imaginado y compartirlo en la ligazón social es el acto más educativo y subversivo que tenemos al alcance de nuestra mano y de nuestro cerebro. El acto fundacional de todo lo que pueda venir después.

 
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martes, mayo 11, 2021

El descubrimiento de pensar en plural

Obra de Alexander Miller

El pasado sábado pronuncié la conferencia La alegría ética en el I Congreso Internacional TEI celebrado en el palacio de La Magdalena de Santander. Cartografié la alegría como uno de los cuatro sentimientos nucleares de la agenda humana, intenté explicar qué hacer para lograr su metamorfosis primero en hábito afectivo y luego en valor, me detuve a aclarar por qué es un asunto muy serio que convendría desprivatizar si queremos construir espacios y tiempos para practicarla más y mejor. Todos los saberes que consisten en hacer se adquieren y se consolidan haciendo, y la alegría como saber práctico necesita marcos colectivos de garantía para poder ser practicada y aprendida de tal manera que su presencia predestine la llegada de los sentimientos de apertura al otro. No hay mejor prescriptor de la alegría que una persona alegre, y pocas cosas cooperan más con la alegría que el aprendizaje por observación y la propia comparecencia de la alegría activando los centros de recompensa del cerebro. La alegría es una disposición ética porque cuando aparece en nosotros nos coge de la mano y nos lleva al encuentro del otro. De hecho, las experiencias de la alegría devienen incompletas si no son compartidas. Hete aquí su deriva ética. ¿Pero qué es la ética? Es una pregunta que suele alumbrar respuestas muy indeterminadas. Mi definición es muy sencilla, y como todo lo sencillo viene prologada de mucha dificultad argumentativa desbrozada. «La ética es la inclusión del otro en mis deliberaciones».  

Una persona adquiere la legítima condición de interlocutor válido desde el instante en que lo que sopesamos le afecta. Deliberamos qué queremos para nosotros y al hacerlo incluimos al otro, porque nuestra configuración de seres interdependientes hace que cualquiera de nuestras decisiones una vez adoptadas y mutadas en acciones impacte en la vida de los demás. La deliberación es privada, pero la acción siempre es política, siempre se despliega en el espacio compartido. En los manuales de filosofía se repite que la ética es la disciplina que reflexiona acerca de cómo sería bueno que nos comportásemos unos con otros, cómo tratarnos unas y otras para que al hacerlo nos aproximemos al concepto de humanidad que puebla nuestros mejores pensamientos desiderativos. La ética es el descubrimiento de pensar en plural para vivir juntos mejor. Muchas veces fantaseo con los procesos de hominización y humanización y trato de imaginar el momento inaugural en el que un homínido tuvo una ocurrencia instrumental y al tenerla pensó en cómo podía afectarle a un otro que no era él.  

En ¿Para qué sirve realmente la ética? Adela Cortina nos ayuda a esclarecer este término tan aparentemente confuso. La ética consiste en conjugar justicia y felicidad. Aunque he desterrado de mi vocabulario el consumido término felicidad y lo he sustituido por alegría, lo emplearé aquí para mantener la literalidad. La felicidad es una cuestión muy personal que cada uno rellena según sus valores individuales (en otras obras la autora se refiere a este horizonte como ética de máximos). Sin embargo, las personas, al ser entidades vinculadas, requerimos unos mínimos económicos, sociales y políticos para poder desarrollar una vida digna de ser vivida (una ética de mínimos, un conjunto de derechos y deberes que han de ser respetados cívicamente por los miembros de una comunidad). Resulta fácil elucidar por tanto que la felicidad articula la idea de vivir. Y la justicia orquesta la de convivir.

Como el cuerpo es nuestro medio general de tener un mundo (en preciosa definición de Merleau-Ponty), tenemos que protegerlo y cuidarlo con condiciones mínimas materiales para que luego cada persona se autodetermine sin dañar a nadie y funde su proyecto de vida según sus preferencias y contrapreferencias. En su libro El quehacer ético, la propia Cortina recuerda que «es indudable que sin cierta igualdad y justicia no puede haber ciudadanía, porque los discriminados no pueden sentirse ciudadanos». Como he argumentado en otros artículos, si no somos ciudadanos, es difícil llegar a ser personas. A través del ejercicio deliberativo y de la conciencia de interdependencia la ética intenta cruzar, en expresión de Cortina, del «yo prefiero esto» a «nosotros queremos esto porque es lo justo». Es en este instante cuando al otro que habita en los otros le concedemos una existencia que nos importa, y nos importa porque esa existencia es tan idéntica y a la vez tan incanjeable como la nuestra. Tan semejante y tan irrepetible como todas las demás.

 
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