martes, enero 25, 2022

Vivir no es sobrevivir

Obra de Scott Burdik

A mis alumnas y alumnos les insisto mucho en que cuando nos nacen nos encontramos con una existencia con la que indefectiblemente tenemos que hacer algo. Hace unas semanas vi una película en la que un niño demandaba a sus padres por haberlo nacido, pero su acusación llegaba tarde y sin posibilidad alguna de encontrar una solución satisfactoria. Nacer no se puede revocar. Nadie nos consultó para indagar si nos apetecía o no venir a este mundo de normas, leyes, principios, gramáticas, costumbres, morales, credos, tradiciones, tabúes, lenguajes, culturas, evaluaciones afectivas, técnicas, clases sociales, determinismos económicos. Nos han nacido y aquí estamos con la onerosa obligación de elegir a cada instante qué hacer con la existencia que nos han dado sin pedírsela a nadie y sin que nadie haya tenido la deferencia de contar con nuestra opinión. Al principio nuestra existencia es muy vulnerable e inerme, frágil e incapaz de sortear por sí misma los muchos peligros con que se presenta la muerte, así que durante varios lustros nos cuidan y nos protegen, pero pasado cierto tiempo y adquirida cierta maduración cognitiva tenemos que pensar ya sin tutelaje alguno qué queremos y qué podemos realizar para que esa existencia con la que estamos sucediendo en el mundo de la vida merezca ser existida. No es tarea fácil. Por eso aprender no termina nunca.

Una de las características distintivas de este acontecimiento crucial e irrepetible que es que te nazcan estriba en que nuestra existencia recala en un lugar plagado de otras existencias como la nuestra. No nos queda más remedio que articular las inevitables interacciones que tendremos con ellas. Para tamaña empresa en la que vivir se diluye en convivir hay que deliberar, discernir, indagar, pensar, reflexionar, discurrir, dialogar acerca de cómo queremos relacionarnos y con qué fin. Cuando lo hacemos seria y radicalmente descubrimos que ese pensar siempre nos conduce a la creación de posibilidades para la alegría privada y colectiva. Los seres humanos convivimos para satisfacer el reino de la necesidad y así poder después elegir (que es el verbo en el que la Dignidad se hace acción)  el contenido personal de aquello que  proporciona alegría, orientación y sentido a nuestra vida para vivirla bien. Si subordinamos el montante de nuestras acciones, veremos que su fin último es extender la posibilidad de vivir una vida alegre y significativa. Si el fin es otro, entonces estamos pensando erráticamente y debemos obligarnos a repensarnos, reestructurarnos y resemantizarnos. Esto es exactamente lo que propone la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su deseo político de otorgar cuidado a cualquier persona por el hecho de ser una persona. Qué condiciones son las idóneas para que un ser humano pueda acceder a una alegría elegida facultativamente por sí mismo. 

Los Derechos Humanos son los mínimos que ha de tener garantizados una persona para que en su vida pueda urdir planes de vida, es decir, los Derechos Humanos son las condiciones sin las cuales se torna difícil que comparezca en la vida humana la posibilidad de una vida alegre. El animal humano es una aleación de memoria y proyección, y si se elimina su capacidad de proyectarse se le amputa la capacidad de diseñar el futuro para orientar en esa dirección su energía en el presente. Se le hurta la producción de sentido. Los mínimos aspiran a mantener la vida biológica que somos, pero los máximos aspiran a que la entidad biológica en la que existimos pueda sedimentar en una biografía, aquello con lo que queremos conferir sentido a la existencia que nos encontramos cuando nos nacieron. Los mínimos vinculan con sobrevivir, los máximos con vivir. Sobrevivir no es vivir, sino hacer todo lo posible para no morir. Vivir es vivir bien, porque si no se vive bien, no se vive, se sobrevive. Vivir bien es disponer de condiciones para realizar aquello que una vez realizado nos gustaría volver a hacer de nuevo porque encontramos en su despliegue un enorme caudal de gratificación. Cualquier progreso que no colabore a que las vidas humanas adquieran la posibilidad de una vida más alegre, no merece intitularse como progreso.

 

  Artículos relacionados:

martes, enero 18, 2022

Disfrutar es desear lo que se tiene

Obra de Anita Kleim

Por casualidad me topo con un texto de Irene Vallejo en el que se hace las siguientes preguntas con sus correspondientes contestaciones: «¿Solo sentimos el valor de lo que fue nuestro y dejamos escapar? ¿Todos nuestros paraísos son paraísos perdidos? La mayoría de nosotros no sabemos decir con exactitud en qué consiste la felicidad hasta que ya la sentimos vivida por completo. Cuántas veces la reconocemos al recordarla, pero sin haberla percibido con claridad mientras duraba». No recuerdo a qué poeta le leí el mismo argumento geográfico aunque formulado con la condensación audaz del aforismo: «La felicidad se ubica entre todavía no y ya no».  Escribo aquí la palabra felicidad para respetar la literalidad de la cita, pero esta palabra lleva unos años desterrada de mi vocabulario por la sencilla razón de que su uso, en vez de esclarecer nuestros afectos y nuestro mundo desiderativo, los emborrona y los convierte en vaporosos y desconcretos. La decisión de eliminar este término se acrecentó después de leer Happycracia, el ensayo de Eva Illouz y Edgard Cabanas en el que patentizan que para esa dupla formada por el pensamiento neoliberal y la cultura de autoayuda la felicidad es una idea instrumentalizada espureamente que en vez de proporcionar bálsamo provoca desasosiego crónico. En mi caso prefiero utilizar la palabra alegría, el sentimiento que aflora cuando la realidad favorece nuestros intereses. También me gusta mucho la palabra sentido, la narración en la que encajamos el devenir de nuestros días para conferir orientación y puntos de arraigo a la instalación de nuestra existencia en el mundo de la vida. Tanto la alegría como el sentido le deben mucho a la atención, a esa capacidad con la que decidimos dónde posar nuestra percepción y cómo absorber sentimentalmente lo percibido. Creo que acabo de definir en qué consiste la autonomía humana.

Sigo leyendo la prosa amable y sabia de Irene Vallejo: «Cuando la memoria regresa al pasado, nos damos cuenta de que hemos dejado atrás, sin pararnos, casi sin verlos, los oasis más verdes. Por eso Fausto, el personaje de Goethe, vendía su alma al diablo a cambio de un momento del que poder decir: “¡Detente, instante, eres tan bello…!. No se trataba solo de felicidad, sino de la conciencia de esa felicidad mientras duraba». De nuevo recuerdo otro aforismo en el que se aseveraba que «solo los poetas están en disposición de valorar las cosas sin necesidad de que se las lleve la corriente». Obviamente no se trata de dedicarnos a escribir poemas para pertrecharnos de una sensibilidad lírica, sino de inaugurar cada nuevo día con una mirada creadora, un sistema de evaluación cabal que nos permita estratificar prioridades y advertir la suerte que albergamos de estar vivos sin demasiadas averías ni en el cuerpo, ni en los afectos, ni en la dignidad. Sin embargo, la torpeza humana nos vuelve miopes para contemplar y  disfrutar  lo maravilloso que está a nuestro alcance, que es mucho, y nos dona una vista de lince para detectar lo que nos falta, que también es mucho, pero mayoritariamente innecesario. Esta constatación no está reñida con la ampliación de posibilidades, la propensión a ensanchar los límites de nuestro campo de acción y a indignarnos si intentan estrechárnoslos con decisiones injustas.

El filósofo francés Andre Conte-Sponville decía que en vez de fijarnos obsesivamente en lo que nos falta, cultivemos la práctica de demorar nuestra atención en lo que tenemos. No es una apelación al conformismo, sino una prescripción para sortear la pegajosidad de la tristeza. La sentimentalidad consumista nos recuerda siempre las ausencias que nos incompletan y nos reprueba que nos conformemos con estar plácidamente repantingados en la zona de confort, es decir, que censura que nos sintamos cómodamente guarecidos de la incertidumbre y la precariedad, cuando sabemos que ambas circunstancias erosionan el vivir bien hasta convertirlo en un vivir mal. El consumismo incita a desear aquello que no tenemos, a sentirnos decepcionados si no alcanzamos lo que el propio consumo nos permite colmar (de aquí deriva el título La sociedad de la decepción de Lipovetsky). En La Felicidad, desesperadamente, Comte-Sponville señala otra dirección del deseo, muy acorde con el título de la obra. El deseo no es solo anhelar lo que no tenemos, es también anhelar que sigamos teniendo lo que ya tenemos. La sabiduría del desesperado es la de quien no  espera nada porque ha logrado estar tranquilo con lo que posee. Es una desesperación inteligente que no cursa con la zozobra sino con el sosiego y la ataraxia. Por eso es propia del sabio. «Disfrutar es desear lo que se tiene». No lo digo yo. Lo dice Sponville. Pero lo suscribo categóricamente.

Acabo de ver una entrevista que hace unos meses le hicieron al retirado periodista deportivo José María García. Hace tiempo le diagnosticaron un cáncer. Todas las pruebas que le realizaron hacían prever un desenlace aciago, aunque afortunadamente no fue así. El entrevistador le pregunta que si la posibilidad de saber que la vida puede cancelarse en cualquier instante le ha cambiado la manera de afrontar las cosas. La respuesta de García es antológica: «¿Ves esta vaso de agua que me han puesto aquí para la entrevista? Antes de la enfermedad lo podía ver medio lleno o medio vacío. Ahora lo veo siempre lleno». El psicólogo Axel Ortiz explica muy bien esta forma de mirar: «Cuando tenemos conciencia de lo afortunados que somos por lo que sí tenemos, nuestra vida se vuelve asombrosa».  Nada más leer esta reflexión me he acordado de un aforismo de mi añorado Vicente Verdú. Lo escribió poco antes de que un cáncer le interrumpiera abruptamente la vida. «La gente que se queja de que no le pasa nada, no sabe de cuanto mal se libra».

 

  Artículos relacionados: