lunes, noviembre 17, 2014

La escucha activa

Pintura de David Kockney
Uno de los términos más manidos de los últimos tiempos es el de «la escucha activa». Tendemos a confundir oír con escuchar, que son dos acciones muy diferentes, y quizá por eso hemos colocado un epíteto a la acción de escuchar. Puede parecer una definición muy llana, pero escuchar es prestar atención a lo que se oye. En el contexto de una acción comunicativa es atender a lo que nos están diciendo, anclar nuestra atención en la transferencia de información que están depositando en nosotros. Ocurre que nuestro cerebro recibe mensajes  a una velocidad de 150 palabras por minuto (no podemos hablar más deprisa), pero posee una afilada capacidad para procesar 700 palabras en el mismo tiempo. Esta gigantesca asimetría entre la llegada de información verbal y la capacidad cerebral para dar cabida a casi siete veces más provoca que muchas veces estemos pensando en otras cosas mientras alguien nos habla. De ahí la relevancia de prestar atención, que podría definirse como el acto consciente en el que impedimos que nuestro cerebro se entretenga con todo aquello ajeno al episodio comunicativo para centrarse en las pocas palabras que le entrega nuestro interlocutor para decodificarlas. Precisamente la escucha activa trata de combatir esta propensión a rellenar el pensamiento con otra información y con otras ideas mientras se dirigen a nosotros. La escucha activa es una técnica de comunicación en la que un oyente recepciona un mensaje verbal, identifica lo expresado y después lo reformula utilizando palabras análogas a las que utilizó su interlocutor para saber si los significados interpretados y los expuestos concuerdan. Puede parecer una contradicción léxica, pero la escucha activa no se reduce a escuchar, es sobre todo hablar de lo que acabamos de escuchar. O sea, a la escucha activa le sobre el epíteto (activa) y le falta un verbo (hablar).

viernes, noviembre 14, 2014

La inteligencia ejecutiva



La idea central de este ensayo de José Antonio Marina (Ariel, 2012) es que podemos domesticar nuestra inteligencia computacional o generadora, la que opera en el umbral de la inconsciencia. Dicho de forma coloquial, podemos poner a trabajar para nuestros intereses de manera consciente  a nuestro inconsciente. ¿Cómo se logra esta tarea tan fantástica? Gracias a la construcción de automatismos. El automatismo se entrena y, paradójicamente, empezamos a entender qué hemos de hacer para domeñarlo, metabolizarlo, lograr que su energía  propulsora de ocurrencias se alinee a nuestro lado. La inteligencia ejecutiva (que organiza todas las demás inteligencias –cognitiva, emocional- y cuyo fin no es conocer sino dirigir bien la acción aprovechando nuestras emociones y conocimientos)  tiene capacidad para la elección de metas y la elaboración de hábitos, es decir, decide qué objetivos quiere para sí y la manera de realizarlos.  La inteligencia ejecutiva toma decisiones, dirige las capacidades humanas, pero sobre todo puede edificar proyectos, ficciones que a medida que se injertan en la realidad van transfigurándola, metas pensadas que dirigen y movilizan energía e ideas provenientes de la inteligencia generadora. 

Un proyecto es una meta pensada y perimetrada por la inteligencia ejecutiva,  que de este modo convierte a la inteligencia generadora en un proveedor de ideas y de energía tractora afanada precisamente en convertir en presente esa anticipación del futuro. «Llamamos ejecutivas a todas aquellas operaciones mentales que permiten elegir objetivos, elaborar proyectos y organizar la acción para realizarlos». Cuando nos adentramos en la realidad impulsados por la función directiva que ejerce un proyecto (regula las emociones, dirige la atención, mantiene el esfuerzo, facilita el tránsito de información, articula la memoria de trabajo), la realidad se plaga de posibilidades, cobra brillo, expande el mundo,  se convierte en una herramienta para la determinación de nuestras ideas. «La mirada se vuelve inteligente al ser dirigida por proyectos inventados». Surge la capacidad poética, la mirada creadora, una manera de habitar la realidad que modela la propia realidad.  He aquí el maravilloso hallazgo, más maravilloso si añadimos que la inteligencia ejecutiva puede ser educada. «Los dominios de la inteligencia generadora (el cognitivo, el motor, el afectivo) van a ser transmutados al estar dirigidos desde arriba por el sistema ejecutivo». La iniciativa personal permite la aparición de la mirada creadora. Y la mirada creadora encuentra en la inteligencia generadora (que se desarrolla en la inconsciencia y se mueve en muchos casos por impulsos biológicos) el mejor aliado para sus fines que no son otros que alcanzar la felicidad (la experiencia que acompaña a la acción) y la dignidad (el valor que nos hemos dado las personas por el hecho de serlo y que requiere de atenciones permanentes).  Lo inconsciente se convierte en fuente nutricial del consciente a través de una meta que genere atracción potente. Empezamos en la neurología y desembocamos en la ética. En alguna entrevista Marina se ha referido a este hallazgo como la tercera revolución de la educación. No es para menos.

lunes, noviembre 10, 2014

Empatía y asertividad, ni contigo ni sin ti



Fiesta, de Irma Gruenfof
Una de las tensiones más frecuentes que se desatan en la búsqueda de conciliación de intereses antagónicos es la que se produce entre la empatía y la asertividad. La empatía consiste en habitar en la mirada del otro y contemplar desde allí la realidad para tratar de comprender los argumentos que nuestro interlocutor deposita en nuestro intelecto. La asertividad es la habilidad de defender discursivamente nuestra postura y nuestros derechos sin agredir ni denostar los de nuestro opositor. La convivencia entre la actitud empática y la asertiva a veces se enreda y en vez de plebiscitar soluciones agrava los problemas. En un escenario de conflicto podemos pecar de ser excesivamente empáticos y desatender nuestros intereses, o a la inversa, exacerbar nuestra asertividad y mostrarnos insensibles con los intereses de nuestro homólogo, enrocarnos en la consecución de los nuestros aún a costa de perjudicar indiscriminadamente los suyos. 

La empatía o la asertividad son habilidades sociales eficaces o estériles según el uso que hagamos de ellas. Pueden provocar desórdenes homeostáticos en las interacciones si se utilizan en porcentajes desequilibrados. No hay ni que elogiarlas  ni tampoco censurarlas en bloque. No sirve de nada aplaudir una conducta empática cuando la situación solicita asertividad, o entronizar la asertividad cuando el paisaje necesita colorearse inmediatamente de empatía. Hay que utilizarlas bien. A mí me gusta aclarar que normalmente entre empatía y asertividad se produce una relación de vasos comunicantes. Las personas de naturaleza empática refuerzan su asertividad, porque al contemplar la realidad desde ángulos de observación ajenos, y con argumentos poco familiares, les permite cotejar la suya con nuevos elementos y admitir su idiosincrasia y su condición de personas no estandarizadas y por tanto únicas. Del mismo modo, pero en dirección contraria, emplear la asertividad de un manera frecuente saca filo a la empatía. Velar argumentativamente por nuestros derechos es una forma de admitir la presencia de los de los demás, y por tanto erigirnos en sus aliados. Con la defensa empática de nuestros derechos indirectamente custodiamos los de los otros. Puede parecer una conclusión muy lapidaria, pero es díficil que haya asertividad sin empatía y empatía sin asertividad. Se salvaguardan mutuamente.



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Empatía y compasión, primas hermanas.
El derecho a tener Derechos.

viernes, noviembre 07, 2014

La trampa abstrusa o cómo el cerebro nos engaña



Cronos, Marisa Maestre

La trampa abstrusa es un sesgo que padecemos frecuentemente los seres humanos. Su lógica es muy sencilla. Nos negamos a interrumpir un curso de acción en el que hemos invertido tiempo, recursos y energía esperando amortizarlos en un futuro que sin embargo retrasa su llegada o nunca aparece. Ocurre en proyectos monetarios, laborales, creativos, o sentimentales. Nos provoca mucho disgusto desperdiciar costes, destinar partidas sin reembolsar, que no haya una devolución más o menos equitativa de lo entregado. A pesar de que una evaluación racional animaría a abandonar uno de estos proyectos calificándolo de inviable, y que a ojos de cualquiera que lo observe con lúcida distancia es claramente un pozo sin fondo, sin embargo nosotros nos adherimos a nuestra decisión inicial y nos aferramos heroicamente a ese curso de acción porque nos empecinamos en recuperar la inversión, una terquedad que se exacerba si lo desembolsado ha sido muy costoso. De este triste modo lo único que hacemos es invertir más y más recursos, más y más tiempo, más y más expectativas, hasta bordear una bancarrota que puede ser de naturaleza financiera, afectiva o energética (la extenuación). Esta tendencia también se denomina gasto desperdiciado y es una de las muchísimas trampas con las que nuestro cerebro nos engaña permanentemente. O se engaña a sí mismo. En su delatora obra Pensar rápido, pensar despacio, Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía en 2002 sin ser economista, comenta que el mayor error que perpetran los seres humanos es la ignorancia que mantienen sobre su propia ignorancia. No sabemos nada de lo que no sabemos. En alguna ocasión nos bajamos de nuestro narcisismo racional y repetimos con Sócrates el celebérrimo «sólo sé que nada sé», pero es más una postura intelectual que una forma de habitar la realidad. Sabemos que no sabemos nada, pero nuestra conducta cotidiana es la misma que si lo supiéramos todo. Saber que nuestro cerebro hace trampas con nosotros, o consigo mismo, es la única forma de poder sortearlas, lo que no significa que no podamos caer en ellas. Los sesgos sólo se desactivan a través de la duda. Y a veces tampoco así.

martes, noviembre 04, 2014

La cultura del diálogo



Natalila, de Alex Katz
Se entiende por cultura del diálogo la conducta que permite que toda idea desgranada con educación (y que no atente contra los Derechos Humanos) sea escuchada con respeto. Respetar una idea no significa  que la idea esté blindada a la crítica o no pueda ser objetada. Son dos cosas muy distintas. Uno respeta a la persona que defiende la idea y el derecho a expresarla, pero la idea puede ser muy endeble o estar muy mal construida. La cultura del diálogo consiste por tanto en admitir que todo enunciado deliberativo puede ser objetado y que no se descalifica a nadie porque sea así. Yo incluso iría más lejos. El diálogo emerge en su sentido más genuino cuando los argumentos de uno llevan en su interior una capacidad transformadora de los del otro, o a la inversa. Curiosamente el poder demiúrgico de un argumento no reside en primera instancia en el argumento, sino en la actitud del que lo escucha. Sólo puede haber diálogo si dos o más personas deciden incursionar en una acción comunicativa aceptando de antemano que sus argumentos pueden ser transfigurados por el poder dialéctico de sus interlocutores. La verdadera cultura del diálogo impide la estanqueidad de nuestros argumentos cuando nos encontramos con argumentos mejores, cuando surge lo que a mí me gusta bautizar como «la polinización de ideas». Hace años definí violencia como toda acción encaminada a modificar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo. También podría ser todo diálogo en el que una de las partes anticipa que sus argumentos no sufrirán cambio alguno por muchas evidencias discursivas que le muestre la contraparte O sea, la triste contemplación del funeral del diálogo.



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Los dos tenemos razón aunque opinamos distinto.
No hay dos personas ni dos conclusiones iguales.
 

miércoles, octubre 29, 2014

¿Cuándo hay que sentarse a resolver un conflicto?



Pintura de Sarolta Bang
Estoy estos días tutorizando un curso sobre Gestión de Equipos. Uno de los apartados trata el tema de los conflictos. Un participante comenta que «cuando se producen conflictos lo mejor es actuar cuanto antes para evitar que pueda ir a mayores». Resulta muy interesante la pedagogía de los tiempos en los conflictos. Elegir el momento adecuado en la resolución de un conflicto trae adjuntado un alto porcentaje de la propia solución, del mismo modo que utilizar un instante inoportuno puede emponzoñar, encastillar y cronificar la desavenencia. Por lo tanto la elección de los tiempos no es un asunto baladí.  Para saber dirimir correctamente los tiempos hay que preguntarse con quién lo tenemos y saber si estamos ante un conflicto de baja o de alta intensidad. Los de baja pueden demorarse en el tiempo sin que se agiganten o se tornen virulentos  (de hecho, tratarlos con demasiada asiduidad provoca innecesarias rozaduras en la convivencia), pero los de alta intensidad requieren una intervención inmediata, porque se infectan rápidamente de podredumbre y convierten las sillas en las que sientan los actores en conflicto en la viva imagen que ilustra este post. Ojo. Que la gestión solicite urgencia no significa que no haya que esperar, escrutar el instante en que las palabras (que son las que poseen la exclusividad en la solución del conflicto) serán más eficaces tanto en el que las pronuncia como en el que las escucha e interpreta. 

Los conflictos de alta intensidad nunca se solucionan solos, al contrario, lejos de la tutela de sus actores tienden a desplazarse a toda velocidad allí donde infligen más daño. Hay que aplacarlos antes de que colonicen territorios más extensos, contaminen de toxicidad emocional a sus protagonistas y truequen la búsqueda de soluciones en una de culpables. Pero también hay que ser prudentes y descartar su resolución si nuestras emociones están excesivamente inflamadas y por tanto deseosas de encapsularse compulsivamente en palabras lacerantes, en una miríada de descripciones bárbaras, o en la temible  exhumación de agravios. Nadie resuelve bien un conflicto con el ánimo roído por la bilis o arrojando lava por la boca. El mejor momento es aquel en el que podemos encarar el conflicto con racionalidad, sin la tentacular irascibilidad presidiendo nuestras reflexiones, sin la sangre en esa temperatura de ebullición que le hace anhelar el cobro de viejas deudas. Sólo así podemos  fomentar el deseo de satisfacer nuestro interés pero también aportar nuestra colaboración para ayudar a satisfacer el de la contraparte. Resulta una perogrullada recordarlo, pero un conflicto no se soluciona por más que uno ponga empeño en ello, si una de las partes no está  por la labor de colaborar con nosotros. Esa colaboración sólo se puede dar si uno se muestra con educación, consideración, respeto, lenguaje pacífico, paralenguaje tranquilo, argumentos bien confeccionados y predisposición a escuchar los argumentos del otro y a adherirse a ellos sin son más sólidos que los nuestros. Justo todo lo que la animosidad convierte en una escombrera.

lunes, octubre 27, 2014

Objetar no es descalificar



Con motivo del último artículo titulado «Dañar la autoestima», un lector hizo una enriquecedora apreciación. La resumo aquí. Son muchos los que parapetándose en la protección de su autoestima impiden que uno emita cualquier juicio que les ataña. Esta reflexión nos conduce a un nuevo paisaje más relacionado con las teorías de la argumentación que con el respeto a la autoestima. No compartir la opinión sobre un tema deliberativo, como puede ser el comportamiento de aquel que interactúa con nosotros, no es sinónimo de dañar su autoestima. Una cosa es una crítica a un hecho, idea o conducta concretos, y otra muy diferente es lacerar la autoestima (esa «montaña rusa con un solo pasajero» como la etiqueta Andrés Neuman en su brillante libro de definiciones Barbarismos). Refutar una idea o censurar un comportamiento de un modo pacífico y educado no es lastimar la autoestima, ni tan siquiera es descalificar a la persona destinataria de nuestro contraargumento. Cierto analfabetismo argumentativo considera que una crítica sobre una conducta determinada es una enmienda a la totalidad de la persona que recibe la objeción. Es una conclusión muy pobre, un autorretrato bastante elocuente del que se revuelve escudándose tramposamente en el respeto que todas las personas nos merecemos por el hecho de serlo.

Que a alguien no le guste este texto que estoy escribiendo ahora y me lo haga saber no significa que esté atacando a lo más íntimo de mi persona. Significa que este texto lo considera mejorable o más cristalino y que se puede abordar desde ángulos de observación más esclarecedores. Si uno presenta un argumento confeccionado de una manera más sólida que el que yo puedo esgrimir, no tengo que releer esa situación como una agresión a mi autoestima. Al contrario. Me están ayudando a pertrecharme de evidencias mejores que las que yo manejaba hasta ese instante. Habrá que recordar aquí que uno de los cuatro principios vectores para resolver satisfactoriamente diferencias afirma que hay que «separar el problema de la persona». Totalmente cierto. Pero el requisito es aplicable tanto para el que formula el problema como para la persona que escucha en qué consiste. Si una de las partes se ciñe al problema y la otra considera que esa formulación es un ataque frontal a su persona, no hay solución posible. Para que dos partes dialoguen bajo un mismo paraguas argumentativo y un mismo territorio sentimental necesitan consesuar un protocolo. Necesitan una pedagogía de los argumentos compartida.