jueves, septiembre 10, 2015

El ser humano ¿es bueno o es malo?



Pintura de Didier Lourenço
Hace unos días me preguntaron si el ser humano es bueno o malo. Se trata de una evidente pregunta maniquea, y cuando alguien formula un interrogante maniqueo existen muchas posibilidades de que la respuesta también lo sea, salvo que uno incursione con un machete dialéctico en la frondosa maleza de los matices. Ante mi inicial silencio, mi interlocutor añadió: «Dicho de otro modo, ¿eres de Rousseau o de Hobbes?». Rousseau defendía que el hombre es bueno por naturaleza, pero que al vivir en sociedad se corrompe porque entran en juego deseos pulsionales como la dominación, la propiedad, el reconocimiento, la cotización, la comparación, el dichoso e insaciable ego. Hobbes cobijaba una visión negruzca del ser humano que resumió en el celebérrimo aforismo «el hombre es un lobo para el hombre». Estaba convencido de que el ser humano sólo se reconduce con el miedo y la disuasión del castigo. La pregunta inicial y la disyuntiva entre el autor de El contrato social y el de Leviatán son tramposas porque inducen a decantarse por una opción o su antagónica, cuando en realidad no hay opciones. 

Los seres humanos no somos ni buenos ni malos, existen conductas execrables y existen conductas admirables, y la mayoría de las veces unas y otras aparecen abigarradamente entremezcladas en los cursos de acción protagonizados por el sujeto que somos. Hace muchos años me aprendí una hilarante tautología del humorista José Luis Coll relacionada con estas cuestiones tan capitales. Coll afirmaba que «el hombre es como es, y bastante desgraciada tiene con ser así». Es cierto que tenemos bastante mala suerte en ser como somos, pero falsearíamos las cosas si escamoteáramos que también tenemos una suerte fantástica en ser como somos. Recuerdo que en una entrevista que realicé a Jesús Ferrero con motivo de la publicación de su maravilloso ensayo Las experiencias del deseo (Premio Anagrama), le pregunté algo parecido, si en nosotros prevalecía más la dimensión cooperativa o la competitiva. Su respuesta fue muy elocuente: «Somos ambas cosas a la vez, y si negamos una parte en favor de la otra estaremos negando la esencia de nuestra naturaleza».    

En mis cursos y en mis charlas yo suelo citar la figura del renacentista Pico de la Mirándola y su Elogio de la dignidad. Allí postulaba que el ser humano es el único animal con la suerte proteica de erigirse en el arquitecto de su propia vida. Podemos ser ángeles o demonios porque tenemos capacidad para emanciparnos de nuestro sino biológico y elegir libremente nuestra conducta. Blaise Pascal afirmaba con mucho criterio que una hormiga o una abeja de hoy hace invariablemente lo mismo que una hormiga o una abeja de hace tres mil años. Pero los seres humanos, a pesar de que soportamos determinismos genéticos, sociales y económicos, podemos elegir, escoger, discernir, valorar, optar. Poseemos inteligencia volitiva, identidad movediza, recursos para interpretar y transformar el entorno y a nosotros mismos en una biografía de geometría variable. Somos los únicos privilegiados que podemos hacerlo a través de la educación, el conocimiento, la cultura, el arte, la pedagogía de las interacciones. Nuestra versatilidad es decididamente enorme para lo bueno (que podríamos definir como tratar el otro con la misma consideración que solicitamos para nosotros) y para lo malo (convertir al otro en un medio para colmar nuestros intereses). Nuestra volubilidad nos hace capaces de lo peor y de lo mejor.

Podemos dar la vida por salvar a alguien a quien  no conocemos de nada y podemos asesinar legalmente a miles de congéneres industrializando la violencia y empleándola con gélido y exterminador pragmatismo. Sabemos bien que deprimir determinados factores del medio ambiente social favorece la emergencia del lado depredador que llevamos en nuestra dotación genética, pero también que estimular ciertos contextos saca lo más loable inscrito en nuestra naturaleza. Nos podemos encanallar pero también nos podemos mejorar. La mayor proeza de la inteligencia para sacarnos de la selva fue la de convertir los fines de los demás en nuestros propios fines, y viceversa, una contorsión sublime y maravillosa alcanzada gracias al afecto en las distancias cortas y a la dimensión ética en las distancias largas. A todos nos compete decidir con nuestro comportamiento y nuestras decisiones qué preferimos promocionar. Existe una anécdota que relata un enfrentamiento encarnizado entre un lobo feroz y egoísta y un lobo amable y justo. A nosotros nos atañe a cuál de los dos debemos alimentar sabiendo que el mejor alimentado ganará la pelea.



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lunes, septiembre 07, 2015

Primer día: hablemos de la rutina

Pintura de Michele del Campo
Comienza un nuevo curso. Se inicia la inminente vuelta al cole tanto en sentido literal como en sentido figurado, arranca la nueva temporada, nos reincorporamos rutinariamente a nuestros lugares habituales, celebramos una metafórica botadura repetida año tras año. La rutina goza de escaso prestigio en nuestras valoraciones, menos todavía en días inaugurales como hoy en los que parece que se ha incrementado la tasa de adversidad para que las piezas vuelvan a encajar y todo requiere de sobreesfuerzo. Tendemos a hablar de ella casi siempre en términos despectivos y de alienante robotización. Como todas las cosas, la rutina  tiene un anverso y un reverso. Es perversa cuando tapona la llegada de ocurrencias, corta el flujo de estímulos que nos proyectan hacia fuera, acartona nuestra vida. Pero es elogiable cuando gracias a la planificación y a la programación regula balsámicamente nuestro tiempo y maximiza nuestras habilidades. En realidad la rutina que no incorpora novedades en el horizonte no es rutina, es monotonía, es oxidación, es entumecimiento existencial. La rutina consiste en la ejecución de actividades pautadas. Francisco Rubia en ese libro en el que nos interroga sobre nuestro conocimiento del cerebro explica el fenómeno de la habituación como «una inhibición por parte del sistema nervioso central de informaciones sensoriales a niveles periféricos», aunque unas páginas antes reconoce que la costumbre logra la encomiable metamorfosis de automatizar las tareas motoras, y que la automatización de actos motores discurre mucho mejor sin la participación directa de la conciencia. La rutina no es ni amable ni execrable. Lo que hagamos nosotros con ella, sí. Si la empleamos mal, es enajenadora. Si la empleamos bien, es creativa.

La rutina es nefasta para satisfacer la aleatoriedad de los deseos inmediatos (de hecho suele erigirse en su mayor dique de contención), pero es muy constructiva para complacer deseos pensados que requieren la activa participación de tiempo y esfuerzo. La rutina nos permite el placer de la anticipación, predecir nuestros actos (sabiendo por supuesto que vivir es aceptar el acecho de lo inesperado) y enmarcarlos en rituales institucionalizados llamados horarios, ahorrar voluminosas cantidades de energía. La rutina jibariza los esfuerzos, simplifica la toma de decisiones, logra esa máxima de Picasso que consiste en que la inspiración nos pille trabajando, es decir, que nuestras posibilidades nos aborden en el momento en que pueden transfigurarse en reales. Si uno lee la biografía de cualquier persona que ha legado algo valioso a la posteridad comprobará cómo lo extraordinario de su tarea surgió de un relámpago en medio de la repitición litúrgica de lo ordinario. Ritualizar los días no es disolverlos en el aburrimiento, no es entregarlos a la momificación de la monotonía, es hacerlos más dóciles a nuestros deseos e intereses. El hábito es tremendamente fecundo para automatizar tareas y eludir la sensación de tener que llevarle a todas horas la contraria a nuestra voluntad. La rutina es una estructura operativa del tiempo, pero también de nuestras competencias. Con qué se rellene esa estructura depende de cada uno. O de la vida que llevemos uncida en nuestra biografía.



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viernes, agosto 14, 2015


Este espacio dedicado a la inteligencia social permanecerá cerrado por vacaciones desde hoy viernes 14 de agosto hasta el próximo lunes 7 de septiembre. Gracias por visitarnos.

jueves, agosto 13, 2015

El tedio no mata, pero te desangra



Obra de Hossein Zare
No hay ni un solo ejemplo en la historia de la humanidad en el que alguien haya creado algo valioso mientras bostezaba. Es la constatación del valor declinante del aburrimiento, de cómo nada destacable se domicilia en sus calles. Aquí conviene matizar rápidamente que no es lo mismo estar aburrido que ser aburrido. Se está aburrido cuando nada nos magnetiza. Se es aburrido cuando uno posee la capacidad de provocar lo anterior en la gente que está a su lado. Recuerdo haber escrito en el libro La educación es cosa de todos, incluido tú, que «el tedio no mata, pero te desangra». El tedio es la acepción noble del aburrimiento, más hipertrofiado, más enraizado, del mismo modo que el hastío es la acumulación y el consiguiente hartazgo del propio aburrimiento, su peligrosa cronificación y su encarnación en hábitos sentimentales que devienen en pautas de comportamiento. En esta geografía léxica hay otra palabra que no se puede olvidar: esplín, el tedio que provoca la experiencia de vivir. El término lo popularizó el gran Baudelaire con El esplín de París: pequeños poemas en prosa. Sería algo así como tedio existencial, el aburrimiento de verse centrifugado por la nulidad y el sinsentido de las cosas. Imposible no citar aquí también la naúsea de Sartre.

El tedio es la consecuencia de una profunda inhibición. La incapacidad para movilizar entusiasmo en una dirección al no encontrar estímulos para ello ni allí ni momentáneamente en ninguna otra parte. Uno sí puede dirigir cierta cantidad de energía y llevar a cabo una actividad mientras le embarga el aburrimiento, instalarse en el sudor laboral, incrustarse en la monotonía de que las cosas sucedan sin que suceda nada, pero no puede entusiasmarse, y sin entusiasmo es díficil activar las palancas verdaderamente creadoras. El sopor no es no hacer nada, sino hacer algo sin que proporcione ninguna gratificación. La ausencia de recompensas de la índole que sean nos marchita, nos atrofia, clausura la inauguración diaria del yo, la alegría que debería suponer desprecintarse con cada nuevo amanecer y curiosear qué nos deparará el día. Si la pereza mata lo posible, el tedio lo menosprecia, y hurta el brillo de cualquier actividad. Es la miopia que impide contemplar estímulos en el exterior porque se han eliminado las motivaciones en el interior. El cerebro aburrido fabrica esquemas interpretativos con los que borra todo interés del horizonte. Si la desidia es la escasez de predisposición, el aburrimiento niega que la predisposición sirva para algo. Cortocircuita el acceso a los canales de la motivación y por tanto ni inventa proyectos ni da forma al futuro. Al contrario. Embalsama el presente. De repente el tedio convierte el tiempo en una larga fila india de horas muertas, horas que parecen exceder abrumadoramente los sesenta minutos. El tedio hace real esa soporífera contradicción en la que se necesita mucho tiempo para que pase un poco de tiempo. A mí me gusta repetir que la tristeza todo lo que toca lo convierte en alma. El tedio todo lo que toca lo convierte en un tanatorio.



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martes, agosto 11, 2015

Escuchar es vivir dos vidas



Obra de Marcel Caram
Cuando nos topamos con alguien excesivamente locuaz y verborreico nos solemos quejar de que «es una persona que habla mucho». Si además milita en el agotador egotismo, esa religión que convierte el ego en el único lugar de peregrinación al que siempre se acaba dirigiendo su discurso, solemos agregar que «es una persona que no para de hablar… de sí misma». Sin embargo, cuando nos cruzamos con otra que nos presta atención jamás la acusamos fiscalizadoramente como  «es una persona que escucha mucho». Yo no he oído a nadie la cantinela quejumbrosa de que «es insoportable, no me interrumpe nunca», jamás he visto enfadarse a alguien porque «esta persona no para de escuchar». El motivo es sencillo. A todos nos gusta hablar y nos halaga que nos escuchen porque en ambos casos se satisfacen enraizadas motivaciones del ser humano como el reconocimiento y el cariño. Escuchar es evidenciar interés por el otro, y a todos nos encanta esa muestra de consideración hacia nuestra persona.

Hace ya tiempo le pregunté a mi sobrina, que entonces sumaba siete años, qué diferencia existe entre escuchar y oír. Quería demostrarle que son dos verbos con significados muy distintos que sin embargo a veces empleamos erróneamente. Me contestó que escuchar es prestar atención a lo que se oye. Me dejó tan atónito que no agregué nada. Escuchar es un acto intencionado, oír, no, y en esa intención descansan todas las virtudes empáticas de la escucha. El refranero nos recuerda con conmovedor optimismo que «hablando se entiende la gente», pero yo creo que debería modificarse por «escuchando se entiende la gente». Realmente deberíamos aproximarnos a realidades más veraces matizando que «escuchando se puede entender la gente, y a veces así tampoco». En la novela El mundo que deslumbra de la gran escrutadora del alma humana Siri Husvedt se afirma taxativamente a través de uno de sus protagonistas que la mejor estratagema para seducir consiste en escuchar.  «No pretendo ser un cínico cuando digo que escuchar es la primera regla de la seducción», comenta un personaje al recordar cómo se ligó a su pareja. Nada nos magnetiza más que una persona nos conceda su tiempo, nos preste sus oídos y nos empuje ligeramente para facilitar que de nuestros labios salgan palabras abrazadas a otras palabras. Quizá sí hay algo que nos atrae más, y es que el que nos escuche nos regale un halago, esa caricia que sobreexcita al ego, siempre que esté bien fundado y sea merecido. Escuchar es seductor, escuchar permite conocer información novedosa frente a la que uno pueda aportar que ya se la sabe de memoria, escuchar está muy bien retribuido sentimentalmente, escuchar es la única forma de documentar el alma de nuestro interlocutor. Escuchar de verdad es vivir dos vidas a la vez.



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jueves, agosto 06, 2015

El rencor es el odio con arrugas



Alex Hall
Hace unos días escribí un artículo sobre esos momentos acalorados en los que decimos hirientes barbaridades aparentemente sin pensarlas (ver).  Yo defendía que si las decimos sin pensar es porque alguna vez las hemos pensado. Una lectora de este Espacio Suma No Cero (a la que desde aquí doy las gracias y mando un abrazo) comentaba que probablemente es así, y que esas barbaridades proferidas en un momento bilioso las ha desgranado antes nuestro lado perverso. Cuando leí esta reflexión tuve claro que ahí se agazapaba un nuevo artículo. Ofrece una lectura de nosotros mismos muy interesante. Las barbaridades las incuba «misos», el odio hacia el otro, aunque sea un odio efímero, frugal, un odio momentáneo que asoma en centésimas de segundo y que luego se evapora como una voluta de humo. Si no se desvanece y se queda, si solidifica con solemnidad estatuaria a través de la repetición, si eros no logra derrocar a misos, el odio se convierte en rencor,  odio enmohecido, una peligrosa fuente de fabulación que secuestra la vida y la enclaustra en el zulo en que se convierte la persona odiada. El odio es un deseo. El deseo de que el mal aterrice en la vida de una persona. No sé dónde leí la expresión ni ahora sé bien a qué se refería, pero viene perfectamente al caso. Podemos parafrasear que el odio nos hace «vivir la vida en tercera persona». En el ensayo Por qué amamos de la antropóloga Helen Fisher se demostraba a través de resonancias magnéticas cómo el odio y el amor activaban el flujo sanguíneo en las mismas áreas del cerebro, puesto que ambos sentimientos compartían la peculiaridad de que el otro habitaba ubicuamente en nuestras fabulaciones, auque fuera para la palmaria construcción de relatos muy diferentes. Lo contrario del amor no es el odio. Es la indiferencia. Rara vez soltamos una barbaridad a alguien que para nosotros es el hombre invisible. El odio correlaciona con la importancia.

Si el odio se eterniza, se convierte en rencor. El rencor es el odio entrado en años. Recuerdo que en el ensayo Las experiencias del deseo, Jesús Ferrero definía el rencor como «ese poso que va quedando en nosotros en forma de amargura y que nos incita a la violencia, generalmente verbal». Esa tendencia a la agresión verbal son las barbaridades que decimos sin pensar porque las vamos rumiando antes. Cuando yo utilizo la expresión «decir barbaridades» me refiero a convertir el desacuerdo, la diferencia, el malestar, en una crítica ofensiva inspirada en un anterior momento de odio y blandida ahora con el fin de zaherir al otro. Una crítica se puede encapsular lingüísticamente de muchas maneras, y la manera elegida casa con los propósitos que alberga. Ocurre que en episodios de alta irascibilidad empleamos la peor de las maneras posibles por la sencilla razón de que el objetivo suele ser el más lacerante posible. Si el propósito es infligir daño, rugimos palabras que nos exilian de la buena educación para contemplar el frenesí del posible dolor. La buena educación no es solo evitar chillidos o gruñidos (se puede ser muy salvaje sin perder la compostura), es no aplastar la dignidad de la persona. Civilizar la crítica, tratar al otro con la misma equivalencia y la misma consideración que reclamamos para nosotros, señalar propósitos de enmienda, aportar soluciones, es desear que todo encaje y que la relación mejore. Si el odio o el rencor nos ha colonizado y no se desea la supervivencia de la relación, también hay que ser educado cuando los viejos lazos reciben los santos óleos. No sólo por el respeto a nuestro interlocutor, también para salvaguardarnos nosotros. Hay palabras que en el largo recorrido hacen más daño al que las pronuncia que al que las recibe.



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