Obra de James Coates |
La semana pasada hablaba con un amigo de la copiosa producción bibliográfica en torno a los cuidados. Había bajado al Retiro a darme una vuelta por la Feria del Libro y me sorprendió muy gratamente el aluvión de referencias editoriales que han hecho del cuidado su reflexión nuclear. Entre otros ahí están los trabajos de Victoria Camps (Tiempo de cuidados), Adela Cortina (Ética cosmopolita), Jesús Carrasco (la novela Llévame a casa), María Llopis (La revolución de los cuidados), Juanjo Sáez ( la también novela Para los míos), Aurelio Arteta (A fin de cuentas, nuevo cuaderno de la vejez), Remedios Zafra (Frágiles), Izaskun Chinchilla (La ciudad de los cuidados), Ana Urrutia (Cuidar), El manifiesto de los cuidados (escrito coralmente por The Care Collective y traducido por Javier Sáez del Alamo para Bellaterra), El trabajo de cuidados, historia teoría y políticas (obra coordinada por Cristina Carrasco, Cristina Borderías y Teresa Torns). Toda esta prodigalidad de artefactos textuales sobre los cuidados es una gran noticia que debería congratularnos. El motivo es sencillo. Los imaginarios se configuran mucho antes que su implantación en la realidad, son lo que antecede a lo que luego acontece. Estoy seguro de que mucho de lo que se está pensando ahora sobre la centralidad de los cuidados, y que fuera de los márgenes resulta revolucionario, formará parte de la cotidianidad dentro de un tiempo.
Quienes devalúan la actividad reflexiva dedicada a imaginar posibilidades tildándola de quimérica suelen ignorar que el mundo que ahora vivimos es el mundo que imaginaron quienes nos preceden; un mundo, y esto conviene remarcarlo, que sin embargo ellas y ellos no vivieron. Tenemos el deber humano de devolver ese préstamo a estas personas ya muertas imaginando otros mundos posibles que mejoren el actual para que los puedan vivir quienes aún no han nacido. Recuerdo ahora el ensayo de Alberto Santamaría, En los límites de lo posible. Quebrantar deliberativamente esos límites, refutar las narrativas que se autoatribuyen el monopolio del sentido común, es probablemente el mayor acto de disidencia al que podamos aspirar. Basta leer relatos distópicos para constatar que la primera estrategia política de cualquier sátrapa o de cualquier institución totalitaria es atrofiar la imaginación y corromper el lenguaje con el que los seres humanos inventamos los conceptos que dan forma al mundo que nos gustaría habitar. A mí me gusta decir que al futuro se llega mucho antes con el pensamiento que con los pies. Quien niega este orden niega la capacidad radicalmente humana de inventar posibilidades, el acto fundante a través del cual alguien piensa en lo que no existe para hacerlo existir. La gran singularidad del animal humano es que habita en ficciones, y las ficciones son configuraciones empalabradas que orientan la movilidad de nuestros sentimientos, nuestras decisiones y nuestro comportamiento.
Escribo este extenso preámbulo porque pensar sobre
los cuidados entreteje una urdimbre de ideaciones sobre el cuidado que poco a poco irán permeando en los imaginarios que inspira la conversación pública. La
política es organizar la convivencia, pero también es trasladar las ideas a la
acción. Para exportar una idea a la práctica previamente hay que incubar la idea,
de ahí que problematizar sobre el cuidado es un paso irrevocable para que algún día la política se preocupe del cuidado con la monumental relevancia que este hecho se merece en la agenda humana. Esta mañana he
empezado a leer El manifiesto de los
cuidados, la política de la interdependencia. Casualmente mañana miércoles tengo una presentación en Santiago de Compostela en la que me
resultará ineluctable hablar de interdependencia, cómo precisamente ser sujetos
interdependientes es lo que nos permite ser autónomos. Mi posicionamiento es que cuidar la ética de máximos es el desiderátum del cuidado, que por supuesto requiere el cumplimiento estricto de la ética de mínimos.
Cuidar los mínimos, el marco común en el que se despliega la
convivencia (Justicia), es vital para cuidar los máximos, que cada quien se brinde de sentido con su inventario de preferencias y contrapreferencias (Alegría). Frente a las industrias del yo y del neoliberalismo sentimental que privatizan el cuidado a través de procesos de
resiliencia, superación personal, o competición por el acceso al mercado laboral como única forma de obtener ingresos, rearticularnos como
ciudadanos obligados a pensar colectivamente en soluciones políticas a
problemas estructurales (cuidarnos es el más estructural de todos), incidir en nuestra interdependencia, recordar que la vida humana es humana porque es compartida, y que nuestros ancestros tribales la compartieron porque vivir juntos permitía el acceso a vivir bien, es decir, a dedicar la existencia a cuestiones que afortunadamente estaban muy por encima de la supervivencia. Pensar y cuidar son sinónimos, como lo indica el diccionario de la Real Academia. Pensar bien es reorganizar prioridades y asentir que el cuidado común es la más excelsa de todas las que forman parte de la preocupación humana. Si admitimos esta premisa, avanzaríamos mucho en el establecimiento de estrategias para que todas y todos podamos acceder a una vida buena. El motivo último por el que cuidarnos ha de ser tratado como un derecho y un deber.