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martes, diciembre 08, 2020

Cuidar la salud pública

Obra de Serge Naijar

En el primer libro serio publicado en pleno confinamiento domiciliario, En tiempos de contagio (Salamandra, 2020), el escritor Paolo Giordano acentuaba la idea comunitaria que trae implícita la pandemia: «En tiempos de contagio, somos un solo organismo, una comunidad». Zizek escribe en Pandemia (Anagrama, 2020) que una de las ironías del coronavirus es que a las personas «nos ha unido evitar la proximidad con los demás». Yayo Herrero también subraya esta paradoja: «el aislamiento ha sido el desencadenante para reconocer la interdependencia». Como escribí en Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (CulBuks, 2020) «la vida humana es humana porque es compartida, y al compartirse conforma un entrelazamiento gigantesco que no se puede eludir como si fuéramos entidades insulares». La enorme dificultad de entender que somos existencias al unísono (así se titula la trilogía que escribí hace unos años) se disuelve gracias al magisterio del planetario brote viral, aunque sea una lección pagada con dolor, como señala Boaventura de Sousa Santos en su ensayo de título elocuente, La cruel pedagogía del virus (Akal, 2020). No es que seamos existencias adyacentes, sino que somos existencias al unísono porque la existencia de los demás es un constituyente de la nuestra. 

El mundo está lleno de interdependencias, interrelaciones, puntos nodales. Nunca antes como en la civilización de la tecnología dependemos todos de todos, nuestras acciones y nuestros intereses redundan en las acciones y en los intereses de los demás al margen de en qué territorio radiquen.  Las sociedades son cada vez más complejas y sistémicas y por lo tanto cada vez se hallan más conectadas. Vivimos en estructuras de una interconexión espesa, y esta es una de las grandes demostraciones que esta ofreciéndonos la pandemia. Sin embargo, parece que solo en situaciones de marcada adversidad y riesgo somos capaces de inteligir que nuestro bienestar es subsidiario del bienestar de todos con los que compartimos el suelo social común. Esta idea comunitaria también se puede releer en un sentido inverso, un sentido que la institución de la competición nunca cita en sus discursos: desproteger a quien necesita cuidado es desprotegernos a todos. Es fácil entenderlo y sentirlo en una drástica experiencia pandémica, pero es que la vida humana es vida compartida siempre. 

Estos días se insiste mucho en la responsabilidad individual para disminuir el contagio del coronavirus en las celebratorias fechas de la Navidad. En vez de medidas restrictivas de obligado cumplimiento, se ofrecen prescripciones que cada uno debe sopesar en función de sus intereses y su compromiso cívico. Sin embargo, en tanto que situación de riesgo global, evitar el contagio coronavírico y salvaguardar la salud pública es un deber colectivo que no debería dejarse en exclusividad a la atención de la responsabilidad individual. Cuando la irresponsabilidad individual puede generar en cascada un daño comunitario de enormes consecuencias tanto sanitarias como económicas, quizá no sea una buena decisión reducir a la voluntariedad lo que corresponde a la arquitectura política e institucional. Secularmente toda cuestión ética cuya infracción entorpecía sobremanera la urbanización de la vida en común se acabó convirtiendo en norma jurídica. Se obligó a cooperar porque la desregulación de la conducta contraria convertiría la vida de todos en un episodio invivible.

Lo que afecta a las condiciones de vida de todas y todos no debería quedar al albur de la exégesis personal y de la decisión que se extraiga de esa interpretación. Evitar el contagio no es sortear el covid-19, es conducirse prudente y cívicamente para que el sistema público sanitario no colapse, porque si se colapsara de nuevo el problema ya no sería el coronavirus, sino cualquier enfermedad (y los pacientes aquejados por ella) que no podría ser tratada como se requiere. No releer sistémicamente un problema sistémico es no entender la genealogía del problema. Daniel Innerarity en las páginas de Pandemocracia (Galaxia Gutenberg, 2020) cita al pensador republicado John Elster para explicarnos algo esencial. «John Elster glosaba la figura de Ulises dejándose atar para no sucumbir a los cantos de sirenas. Nos recordaba así que muchas veces la mejor manera de preservar la libertad era atarse, no tanto para respetar la de los demás, sino para protegerse de las torpezas que podría uno cometer si llama libertad a cualquier cosa».

 

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martes, octubre 27, 2020

Un nuevo sentimiento: la tristeza covid

Obra de Solly Smook

Empiezo a comprobar que la tristeza que produce la enfermedad covid-19 originada por el virus cov-2 se demarca muy bien de otras tristezas conceptualizadas meticulosamente según su intensidad, su frecuencia y su polinización con otros sentimientos. La vegetación nominal de la tristeza es muy frondosa. Pocas experiencias de la agenda humana atesoran tantas ramificaciones y por lo tanto una arborescencia lingüística tan selvática y espesa. En el lenguaje cotidiano solemos reducir esta inmensa panoplia de conceptos a expresiones que difuminan la vivencia y la muestran desposeída de pormenorización: «me encuentro un poco tristón», «estoy de bajona», «no tengo buen día», «estoy depre». Son expresiones que no detallan nada. Las experiencias tristes son tan vastas que hemos inventado un copioso repertorio léxico para aclarar minuciosamente en cuál de todas ellas estamos inmersos y brindar puntos cardinales y orientación a nuestro mundo afectivo. La melancolía es una vaga tristeza mezclada con minúsculos porcentajes de alegría que brota al recordar un tiempo pasado reconfortante. En su ensayo La melancolía en tiempos de incertidumbre, Joke J. Hermsen explica que «la melancolía no es la alegría ni la tristeza, es algo que marida esas dos sensaciones». La nostalgia es una pena leve que se despereza al escrutar aquello que una vez fue, pero en ocasiones también irrumpe cuando evocamos lo que no sucedió. La amargura detona la corrosión del carácter, por citar el elocuente título del ensayo de Richard Sennet. Es una tristeza acre e intensa que se expande por el entramado afectivo y contamina de insatisfacción cualquiera de las evaluaciones que nos van constituyendo como individuos irreemplazables.

La decepción es un quiebro a las expectativas depositadas en alguien (incluidos nosotros) o en algo cuya constatación nos entristece. La pesadumbre es una desazón que pesa tanto que encorva el ánimo y entorpece el deambular ágil que la vida solicita para ser vivida bien. La depresión es una aflicción prolongada y profunda que se ancla en la brumosidad del ayer para abismarnos y ensimismarnos, un exilio interior que desatiende tanto todo lo exterior que propende a la inacción y la parálisis. Si la depresión transparenta un exceso de pretérito, la ansiedad acusa recibo de una sobreabundancia de futuro. La angustia es una aleación de amedrentamiento y desánimo causada por algo que sortea los radares afectivos, un punto ilocalizable e indeterminado que sin embargo nos determina y nos residencia estacionalmente en un miedo y una congoja que susurran continuamente su presencia. La frustración nos desarraiga de nosotros mismos cuando se malogran nuestros sueños. El duelo es el dolor que nos provoca la muerte de un ser querido, pero también la pérdida o la ruptura traumática de un proyecto afectivo, creativo, o monetario. Estamos abatidos cuando nuestro ánimo ha sido golpeado y doblegado por la realidad. Estamos atribulados cuando de forma reiterada esa misma realidad nos atormenta al negarse a conceder derecho de admisión a los planes que confieren sentido a nuestra vida. Y estamos desolados cuando la aflicción que nos asedia es extrema.

Frente a esta pluralidad de tristezas, la tristeza covid alberga como mayor seña de identidad la reducción de nuestra capacidad proyectiva y el entumecimiento de nuestra existencia. El ser humano es memoria y proyección, y si se anula o restringe una de estas dos dimensiones se fractura su constitución. Si el mundo precoronavirus era líquido (como lo diagnosticó Bauman), el mundo coronavírico es gaseoso. La ausencia de planes, o la incapacidad para que abandonen el estado vaporoso, multiplican la ya de por sí consustancial impermanencia del mundo. A pesar de que la tristeza covid despierta un sentimiento de vida incompleta, trae en su dorso una lectura que invita al optimismo. Si estamos abatidos colectivamente porque la pandemia restringe todas las dimensiones de la vida salvo la laboral para quien tiene empleo (aunque la hace muy subsidiaria de las limitadas pantallas), entonces la pandemia demuestra con instructivo empirismo que aumentar cada vez más los tiempos de producción (y sus anexos, los de la cualificación) en detrimento de los tiempos afectivos es una torpeza civilizatoria. El escritor y matemático Paolo Giordano en su opúsculo En tiempos de contagio defiende que «la epidemia nos anima a pensar en nosotros mismos como parte de una colectividad. Somos parte de un único organismo; en tiempo de contagio volvemos a ser una comunidad». Unas líneas después remacha esta idea: «En 2020 hasta el ermitaño más estricto tiene su cuota mínima de conexiones». Ojalá la tristeza covid nos empuje a repensar y ampliar colectiva y políticamente el significado del cuidado al comprender mejor que formamos irrevocable parte de una tupida red de conexiones y dependencias. El nuevo escenario necesita ingentes cantidades de reflexión valiosa. Aprovechemos la enorme utilidad instrumental que supone que la tristeza todo lo que toca lo convierte en alma.



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