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Obra de Francine Van Hove |
Tal día
como hoy del año pasado coincidió la celebración del Día
del Libro con la presentación en Sevilla de mi último
ensayo El triunfo de la inteligencia
sobre la fuerza. La coincidencia me animó a arrinconar mi obra durante la primera
parte de mi intervención para dedicársela panegíricamente al libro. Parafraseando el
título de mi recién alumbrada obra señalé la figura referencial del libro como el triunfo de la inteligencia sobre la
desmemoria. Incluso preparé un montaje visual para explicar lo que desde una mirada civilizatoria
ha supuesto esta secular victoria frente al dinamismo huidizo y fugaz de las cosas. Unos meses antes había sido
bendecido por el privilegio de que me enseñaran privadamente la Biblioteca
General Histórica de la Universidad de Salamanca, la biblioteca universitaria
más antigua de Europa fundada en 1254. Todavía estaba conmovido por los manuscritos
y los incunables que mi anfitriona me había mostrado con prolijidad y didactismo. Cualquiera de aquellos ejemplares (alguno único en el
mundo) era el paradigma del denuedo imaginativo urdido por nuestros antepasados
para que el conocimiento soslayara su evaporación biológica y pudiera ser legado. Era fácil entender en aquella mayestática sala que el libro se erguía como analgesia contra el olvido, como depositario de un saber que hasta su
irrupción se transmitía desde la deshilachada oralidad y su inquietante vigencia efímera. Como lector que
todas las mañanas habita en las páginas de un libro, prometo que en
esos instantes me sentí deudor de todos los amanuenses y sus encorvadas figuras
apoyadas en incómodas y arcaicas mesas de madera para manuscribir originales. Simultáneamente sentí pena y rubor por los que se vanaglorian de no leer.
Uno de los deseos más arraigados en el ser humano
es el de encontrar receptáculos en los que refugiar su memoria. La historia de
la humanidad es la liza permanente de qué hacer para proteger lo aprendido, qué inventar para guarecer la experiencia biográfica del
advenimiento de una muerte que cuando irrumpe hace desaparecer toda la memoria episódica y semántica en la que se condensa una existencia. De ese deseo insujetable y de la multiplicidad de ocurrencias para
satisfacerlo nació el libro. La travesía de ese almacenaje variopinto parte desde algo tan
poderoso y mágico como las representaciones icónicas de las cuevas hasta llegar
a la construcción del lenguaje articulado. Ese lenguaje se solidificó en la
escritura cuneiforme de los sumerios registrada en tablas de arcilla, de ahí
saltó al revolucionario papiro egipcio, al carísimo pergamino medieval (todavía recuerdo el estupor que me supuso escuchar en una clase de Filosofía Antigua y Medieval la escandalosa cifra de corderos degollados para manuscribir la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino), al
libro códice, al ingenioso papel chino, a la disruptiva imprenta inventada
por Gutenberg en el siglo XV, al multisecular libro contemporáneo, al e-book, a
las múltiples permutaciones de soportes que facilita la digitalización y su universo de pantallas. Con prosa vibrante y emotiva, el historiador de medios de comunicación Roman Gubern lo relata en un ensayo de título
inequívoco, Metamorfosis de la lectura.
Es un libro tan hermoso y tan elocuente que desde su publicación hace casi una década lo he regalado
unas cuantas veces a personas con las que coincido en que leer absorta e ilustradamente es el mayor acto de pronunciamiento disidente puesto a nuestro alcance en un mundo que privilegia prácticas que señalan justo la dirección opuesta.
En los libros descansa aquello que las mentes más
preclaras han dejado por escrito tras discernir mucho, ordenar empalabradamente el desorden en
el que se incuban los hallazgos creativos. Este legado se llama cultura, el
préstamo que nos conceden nuestros antepasados y también nuestros coetáneos
para que ahora nuestra inteligencia no parta de cero en sus elucidaciones.
Los que dedican un
tiempo diario a adentrarse en las páginas de los libros hacen reflexiva la
experiencia de vivir al convertir la lectura en espacio de interacción,
interpelación y performatividad, y la hacen así porque dotan al cerebro de lenguaje, el nutriente natural con
el que se vertebra y dinamiza la estructura lingüística de la cognición. Pero no se trata de un lenguaje cualquiera, sino del lenguaje del que ha estado corrigiendo una y otra
vez su escritura hasta encontrar la palabra nítida y exacta que permita que la idea se presente
del modo más inteligible y bello posible para ser compartida. Quizá
ahora se entienda porque hoy es un día que todos deberíamos celebrar con entusiasmo
desde nuestra posición de afortunados prestatarios. Basta con abrir un libro o
encender un dispositivo electrónico para sentir la inconmensurable suerte que tenemos
de poder aprovecharnos de la encarnizada batalla librada durante siglos para que la inteligencia triunfara sobre la desmemoria.
Feliz Día del Libro 2019 a todas y todos.
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