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martes, julio 21, 2020

«Si no cuido mis circunstancias, no me cuido yo»


Obra de Thomas Saliot
Ortega y Gasset popularizó el aserto «Yo soy yo y mi circunstancia». Sin embargo, añadió una coda que infortunadamente no ha gozado de la misma celebridad: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo». A mí me gusta parafrasear esta apostilla diciendo que «si no cuido mis circunstancias, no me cuido yo». En realidad significa lo mismo, pero la palabra cuidado es mucho más significativa y profunda. Cuando hablamos de cuidados nuestro imaginario tiende a conexar esta experiencia con el cuerpo, sobre todo con cuerpos ajados y decrépitos que necesitan la participación de otros cuerpos para coronar metas de supervivencia a veces muy simples, o cuerpos súbita y estacionariamente estropeados que requieren mimo hasta que se colme su reparación. Cuidar el cuerpo ha monopolizado la semántica del cuidado, pero el animal humano también necesita cuidar otras esferas. El cuidado debería abarcar el cuidado del cuerpo, los sentimientos buenos y meliorativos y la dignidad humana. En realidad, se podría abreviar en que cuidar y cuidarnos es tratar con respeto igualitario al otro como portador de dignidad y por tanto como una entidad irremplazable. Si lo releemos con el léxico de la sentencia de Ortega, se trataría de cuidar las circunstancias, porque en esas circunstancias siempre están los demás con los que me configuro como existencia al unísono.

Para cuidar esas circunstancias disponemos de dos tecnologías milenarias que están al alcance de cualquier sujeto de conocimiento:  las acciones y las palabras. Las palabras que decimos, nos decimos y nos dicen pueden fortalecer las circunstancias o pueden fragilizarlas sobremanera hasta convertirlas en elementos que conjuren nuestros planes de vida. Nos hospedamos en ficciones empalabradas y todo lo que ocurre en el relato en el que narramos cómo absorbemos y valoramos cada instante no es sino trabar palabras hasta confeccionar nuestra instalación sentimental y deseante en la vida. Las palabras señalan el mundo, pero también lo construyen. En Ontología del lenguaje, Rafael Echeverría distingue aquellas palabras que el mundo luego se encarga de demostrar si son verdaderas o falsas, de aquellas otras que al enmarcarse en una declaración cambian el mundo que declaran. Esta metamorfosis me sigue maravillando. Por más que lo verifico una y otra vez, me asombra observar cómo la exposición de una palabra posee la capacidad de alterar el mundo solo con su fonación.

No solo cuidamos los cuerpos, los afectos y la dignidad con palabras, también con la armonía de los actos. En más de una ocasión me han criticado que concedo demasiada primacía a las palabras en detrimento de las acciones. No, no es así. Antes he escrito que las palabras construyen mundo, y toda construcción es un acto. A pesar de la performatividad del lenguaje, en mis conversaciones cotidianas con gente allegada suelo decir con bastante frecuencia que para hablar no solo utilizamos palabras (y silencios), también empleamos la retórica de los actos.  El acervo popular recuerda que obras son amores y no buenas razones. Los actos son muy elocuentes. Tienen conferido un estatuto muy elevado no solo porque la cognición humana utiliza más la vista que el oído para sus evaluaciones, sino porque la invención de la palabra trajo anexada la invención de la mentira. Cuando alguien hace caso omiso a nuestras palabras, y por tanto las irrespeta, podemos hablarle con el lenguaje tremendamente disuasorio de los actos, o a la inversa, cuando las palabras que nos dirigen no son aclaratorias podemos dedicarnos a escuchar qué musitan sus actos. En comunicación se suele repetir que cuando las palabras y el cuerpo lanzan una información contradictoria, el interlocutor que recibe ambas señales asigna autoridad al diagnóstico que firma la caligrafía del cuerpo. Cuando las palabras y los actos del que las ha pronunciado aparecen disociados, o generan intersticios por los que se cuela la desconfianza, solemos conferir veracidad al acto, y recelar de la palabra. Para quien se rige al revés se ha inventado el adjetivo iluso.

Cómo tratamos al otro y cómo nos tratamos a nosotros con nuestros actos y nuestras palabras da la medida del cuidado de nuestras circunstancias. Manuel Vila sostiene en Alegría que «la vida son solo los detalles de la vida», y creo que esos detalles son una buena definición de esas circunstancias que hormiguean incidentalmente por nuestra biografía dejando sin embargo una impronta sustancial. Yo soy yo y mis circunstancias, pero mis circunstancias dependen de cómo hablo y me comporto conmigo y con otros yoes que también tienen sus circunstancias como yo. Existe una panoplia de sentimientos que nacen de cómo nos sentimos tratados en estos cuidados, o en su negligencia.  Si la otredad denigra o envilece nuestra dignidad, aflorarán la ira y todas las gradaciones que dan lugar a una espesa vegetación nominal (irascibilidad, enfado, irritación, enojo, cólera, rabia, frustración, indignación, tristeza, odio, rencor, lástima, asco, desprecio). Si el otro respeta y atiende nuestra dignidad, sentiremos gratitud, agradecimiento, afecto, admiración, respeto, alegría, plenitud, cariño, cuidado, amor. Si observamos cómo la dignidad del otro es invisibilizada o lastimada por otro ser humano, se activará una disposición empática y el sentimiento de la compasión para atender ese daño e intentar subsanarlo o amortiguarlo; o nos aprisionará una indolencia que elecitará desdén, apatía, impiedad. Por último, si nuestra dignidad es maltratada por nosotros mismos o por la alteridad con la que nuestra existencia limita, emergerá la culpa, la vergüenza, el remordimiento, la vergüenza ajena, la humillación, el oprobio, el autoodio. La aprobación o la devaluación de la dignidad solo patrocina sentimientos sociales si esa agresión o esa estima positiva la lleva a cabo otro ser humano. En lo más profundo de nuestros sentimientos siempre aparece directa o veladamente alguien que no somos nosotros. A este territorio lo podríamos llamar las circunstancias que debemos cuidar.



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martes, junio 09, 2020

Saber hablar, saber callar


Obra de Jurij Frei
Prolifera la literatura que ensalza el silencio sin matices, en bloque, como un panegírico a la totalidad silente. Sus adeptos alaban la versatilidad funcional del silencio. Se puede utilizar como un mutismo preventivo que impide importunar a nadie, como pórtico que nos conduce a la necesaria introspección, evita meternos en innecesarios problemas por exceso de locuacidad, nos otorga aura misteriosa si nos dejamos envolver por él, o nos hace pasar por perspicaces puesto que no ofrece delatoras pistas que demuestren lo contrario, etc. También conviene apuntar la existencia de la indecibilidad de ciertas realidades para las cuales las palabras y su codificación se tornan insuficientes. Entonces no nos queda más remedio que callar para no caricaturizarlas. Hablar de lo que hay que callar acaba deformando el paisaje que se intenta describir. Recuerdo una definición de André Comte-Sponville injertada en su libro El amor, la soledad que retrata esta experiencia: «La abolición del discurso, del pensamiento, de lo mental: es lo que llamo el silencio, que es como un vacío interior, por así decirlo, pero a cuyo lado son nuestros discursos los que suenan a hueco». Aunque resulte contraintuitivo, el silencio es silencioso, pero no es mudo. A mí me gusta señalar que en el silencio hay de todo menos silencio. Solemos abrigarnos en el silencio como si el silencio fuera una privación de palabras y por lo tanto trajera anexada una privación de significados, pero no es así. En El silencio, una aproximación, David Le Breton sostiene que el contenido del silencio «describe a lo largo del discurso numerosas figuras llenas de expresividad: conclusión, apertura, espera, complicidad, interrogación, admiración, asombro, disidencia, desprecio, sumisión, tristeza, etc.». Hay una enorme plurivocidad discursiva en alguien que decide no pronunciar palabra alguna. El silencio dice tanto que es probable que por eso no sepamos discernir muy bien qué nos está diciendo. 

¿Qué significa el silencio? ¿Qué grita un silencio en mitad de una cascada de palabras? El silencio es el oxígeno con el que respira el verbo, su condición de posibilidad, el espacio que necesita la fonación para articularse de un modo inteligible y constituyente. En Conversación, Theodore Zeldin sostiene que «sin una conversación, el alma humana está vacía. Es casi tan importante como la comida, la bebida, el amor o el ejercicio. Se trata de una de las grandes necesidades humanas. Las personas confinadas en aislamiento conservan la cordura manteniendo conversaciones imaginarias con ellas mismas». Hablar siempre es hablar con alguien, aunque ese alguien seamos nosotros mismos. Las palabras zarpan de nuestros labios hacia un silencio que las acoge aun sabiendo que esa recepción supone su propia defunción, puesto que la palabra necesita el silencio, pero el silencio languidece cuando la palabra comparece, se intercambia y se hace significado compartido. El proverbio de inspiración árabe aconseja que no se hable si lo que se va a decir no es más bello que el silencio, pero en ningún momento aclara que, si finalmente uno decide no proferir palabra alguna, no esté diciendo algo, y lo que diga de forma silente sea tan agresivo como lo son los golpes y las palabras hirientes. Hay silencios tan virulentos como puñetazos, tan violentos como esas palabras que laceran el concepto que tenemos de nosotros mismos y deambulan por nuestro cerebro durante interminables años haciendo caso omiso a nuestras peticiones de retirada. Recuerdo que hace ya tiempo escribí un texto sobre el silencio punitivo (el silencio con el que se castiga a un interlocutor que demanda palabras explicativas) y una lectora me escribió un correo comentándome su terrorífica experiencia con una pareja que le infligía deliberado daño simplemente manejando maquiavélicamente la temporalidad de los silencios.

En Paradojas de lo cool, Alberto Santamaría afirma que «nuestra realidad es el lenguaje, pero también nuestra realidad son las trampas de ese lenguaje». El lenguaje y su dimensión conceptual duplican la realidad, y señalan aquello que los ojos no ven, que es una de las operaciones medulares de la acción de hablar, pero también pueden afanarse en que no veamos lo que estamos convencidos de ver, que es una de las tareas a las que se dedica denodadamente la retórica de los discursos hegemónicos. Si no hablamos entre nosotros, si no hay movilidad verbal, no nos veremos, pero puede ocurrir que si hablamos demasiado tampoco veamos nada de tanto mirar. A José Saramago le leí hace años que cuanto más se mira, menos se ve, y esta ceguera paulatina suele ser frecuente en la circularidad de los diálogos rumiativos que acaban canibalizándose a sí mismos. La ambigüedad semántica tanto del nominalismo incontinente como de los silencios sobre los que se desplaza el lenguaje articulado se muestran inoperantes para poner punto final a lo que cada vez es menos nítido.  Hay asuntos que cuanto más se tratan, más borrosos se presentan, pero si no se tratan jamás abandonarán su naturaleza informe, he aquí el desestabilizador dilema. Ocurre algo análogo entre decantarnos por la locuacidaz o el enmudecimiento. De los verborreicos solemos quejarnos coloquialmente afirmando que «solo habla él», «no me deja meter baza» o «no escucha nada»; y de los silenciosos solemos decir que «me incomoda que hable tan poco», o la metafórica «hay que sacarle las palabras con un sacacorchos». Este artículo se iba a titular El silencio toma la palabra, pero finalmente lo he cambiado por Saber hablar, saber callar. El verbo más relevante de esta oración no es hablar ni tampoco callar, sino saber cuándo es oportuno refugiarse en las palabras y cuándo en el silencio que les brinda la vida. Creo que ahí radica la inteligencia discursiva. Elegir a cada instante la palabra o el silencio que demanda cada momento.



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martes, noviembre 12, 2019

Escuchar a alguien es hablar con dos personas a la vez



Obra de Jeff Hein
Una vez le pregunté a una niña de ocho años en que se diferenciaba el verbo oír del verbo escuchar. Estaba dando una charla en un colegio en mitad de una Semana de la Paz y para mi sorpresa su respuesta fue rápida y rotundamente perfecta: «escuchar es prestar atención a lo que oímos». Me resultó sorprendente que sintetizara en una frase tan breve y tan redonda lo que en cursos de formación requiere la presencia alineada de fatigosas horas. Oír es percibir los sonidos, pero escuchar es concederles deliberada y esmerada atención para descifrarlos. Parece una diferencia obvia, pero tengo muy constatado el cotidiano mal uso de ambos verbos. Hace unas semanas le leí al filósofo Santiago Alba Rico una anécdota atribuida a Jorge Luis Borges. El escritor argentino estaba hablando por teléfono con un amigo que se encontraba al otro lado del charco. La llamada transcurría con dificultad porque había mucho ruido y de forma intermitente se perdía la señal.  En un momento dado, el amigo le pregunta varias preocupadas veces: «Borges, ¿me escucha?; Borges, ¿me escucha?». Entonces el autor de El Aleph le responde con cierta irascibilidad: «Sí, hombre, sí, le escucho, pero no le oigo». A mí me ha pasado lo mismo muchas veces y estoy seguro de que también a cualquiera de los que ahora están leyendo este artículo. No hace más de diez días un interlocutor me soltó en mitad de una conversación internacional por el siempre impredecible wasap: «Perdona, pero ahora no te escucho». No pude por menos de regalarle un zasca cariñoso y cómico: «Y si no me escuchas, ¿para qué quieres oírme?».

Oír es una obligación biológica de la que uno no puede desprenderse. Uno puede oír aquello que no quiere escuchar, y a diferencia de los ojos, que disponen de párpados para ser cerrados y no ver lo que no quieren ver, los oídos no gozan de persianas que echar. El oído es un órgano inerme, siempre susceptible de ser golpeado por un ruido que no obedece a la voluntad. En un mundo repleto de estridencia y fragor, oír se ha convertido más en una punición que en una obligación del cuerpo. «Te apetezca o no oirás el ruido aparatoso del tiempo que te toca vivir», parece ser la condena que arrostramos los seres humanos en nuestras historias de vida. Este estrépito epocal es una mala noticia, porque la palabra con la que intentamos alfrombrar las interacciones necesita el silencio tanto como el verso elegíaco necesita el dolor. (Por cierto, estos días se reedita Biografía del silencio, de Pablo D'Ors, un opúsculo que exhorta a la meditación y a una instalación en el mundo más silente y menos embelesada con la sobreabundancia de palabrería). Si en nuestro derredor hay una epidemia de ruido ideológico, tecnológico, pantallizado, político, mediático, colérico, aporofóbico, miserable, financiero, charlatán, verborreico, huero, cada vez será más difícil oír. Por extensión será asimismo más difícil escuchar. 

Escuchar es dirigir deliberadamente el oído hacia un sonido. Al escuchar intervenimos con el afán de desentrañar el núcleo semántico de lo que estamos oyendo. En su ensayo Ontología del lenguaje, Rafael Echeverría dedica un epígrafe delicioso (aunque todo el libro es en sí una delicia) al escuchar. «Es el escuchar, no el hablar, lo que confiere sentido a lo que decimos». «Lo que diferencia el escuchar del oír es el hecho de que cuando escuchamos, generamos un mundo interpretativo. El acto de escuchar siempre implica comprensión y, por lo tanto, interpretación». Unas líneas más abajo insiste: «Escuchar es oír más interpretar. No hay escuchar si no hay involucrada una actividad interpretativa». En el acto del habla yo siempre incluyo el de la escucha, y a la inversa, pues toda interlocución está conformada por ambas dimensiones. Hablar y escuchar son dimensiones tan correlativas en la situación de interlocución que no las considero yuxtapuestas, sino superpuestas. Cuando escuchamos, nuestra construcción egocéntrica lo tamiza todo hermenéuticamente sin que seamos muy conscientes. Este es el motivo de que toda interpretación habla mucho más del intérprete que de lo que interpreta. Al escuchar ubicamos, ordenamos, traducimos, sesgamos, lo que oímos, y por eso escuchar designa una tarea netamente activa. Oír es un acto natural, pero escuchar es cultural. Oír es una función de lo sentidos. Escuchar es una operación de la intelección. 

Escuchar es hablar con una otredad mientras al tiempo interpelamos a nuestra mismidad para que nos diga qué le parece y dónde reacomodamos lo que está escuchando. Escuchar a alguien es hablar con dos personas a la vez. Las palabras se adhieren a nuestros tímpanos en su dimensión denotativa (que indica o anuncia algo), pero al instante se adentran en la dimensión connotativa (además de su significado específico, las palabras son interpretadas por el que las escucha, que se metamorfosea en ineluctable exégeta). Incursionamos en una estructura comunicativa cimentada sobre lo que nos dicen, lo que no nos dicen, y lo que creemos que nos dicen y se callan. Esto mismo ocurre pero al revés cuando el agente que emite aire semántico pasa a ser el paciente que escucha ese mismo aire aleteando hacia sus oídos. Al hablar, el agente compromete la palabra, y al escuchar afianzamos nuestro respeto a esa palabra comprometida. Somos lo que sabemos expresar, así que que nos escuchen es el acto por el cual el ser que somos excursiona por los canales de comprensión de un otro que nos acoge en su seno. La escucha es absorta e ilustrada cuando nos interesa el otro y le prestamos nuestra atención sabiendo que el préstamo va a ser enriquecidamente devuelto. Es una experiencia insigne en las interrelaciones humanas. Existe magia en este proceso por el cual una alteridad accede a nuestra mismidad con la mediación del lenguaje que se habla y que se escucha. Lo he escrito aquí muchas veces, pero no me importa repetirlo. En las sociedades arcaicas el castigo más cruel que se le podía aplicar a un individuo era la expulsión de la tribu. La punición no perseguía que el condenado no pudiera hablar con alguien. Ese era un castigo menor. La auténtica tortura consistía en la soledad cósmica que le suponía saber anticipadamente que a partir de ese instante no lo escucharía nadie.