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martes, febrero 14, 2023

Sin vínculos no somos

Obra de James Coates

Cuando en mis textos hablo de cuidar el entramado afectivo, me refiero, entre otras cosas, al cuidado de no pasar mucho tiempo en soledad. La soledad es un asunto muy serio que debería formar parte de la agenda política, y por supuesto citarse como elemento a contrarrestar entre la panoplia de cuidados que toda persona necesita para poder aspirar a una vida significativa. Cuando forzosamente pasamos mucho tiempo a solas con nuestra persona, inevitablemente acabamos mal acompañadas. Al estar solas nos escrutamos de un modo excesivo, y esa sobreabundancia de análisis afectivo nos propende a la entropía, a un desorden inercial que sesga el resultado de nuestras evaluaciones acercándolas al absurdo, la amargura, el tremendismo, a conclusiones casi siempre hipertrofiadas y radicalmente dicotómicas. Cualquiera de estas posibilidades es nefasta tanto para la esfera personal como para la urdimbre social. Es secundario analizar mucho o poco, lo relevante es utilizar criterios de evaluación plausibles en el análisis. Una profusión de análisis sin el concurso de otras miradas puede contaminar peligrosamente el punto de vista, sobre todo en lo tocante al ámbito privado de los juicios valorativos de la propia persona. Antonio Machado escribió que en su soledad había visto muchas cosas muy claras que sabía que no eran ciertas. La soledad posee una descomunal potencia analítica, pero mal articulada crea espejismos deformadores o legitimaciones aviesas que pueden infligir mucho daño.

Estas desviaciones cognitivas también ocurren en la dirección contraria. Cuando pasamos mucho tiempo acompañados tendemos a hiperbolizar para bien o para mal el resultado de las observaciones afectivas. Recuerdo que en Pandemocracia Daniel Innerarity argumentaba que el exceso de compañía propiciado obligatoriamente por el confinamiento domiciliario podía provocar hartazgo afectivo, una sobresaturación de interacción que acabara inspirando la refracción de los afectos y ahuyentado cualquier conato de atracción hacia el nexo con la otredad. Con su proverbial lucidez Kant hablaba de estas contradicciones nominándolas con el sintagma la insociable sociabilidad: "la inclinación humana a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza perpetuamente con disolverla". Deseamos la socialidad porque sabemos empíricamente que juntas las personas podemos realizar estrategias de cooperación que facilitan sobremanera los aspectos de la vida vinculados con el reino de la necesidad, pero deseamos quebrarla porque la convivencia opone resistencias a los deseos de una voluntad contrariada por encontrarse con los límites a los que siempre obliga la vida en común. Invocamos una autonomía que sin embargo es imposible celebrar sin la comparecencia de lazos interdependientes. Queremos disfrutar las recompensas de vivir juntos, pero soñamos con desagregarnos para eludir los deberes de la vida compartida. He aquí una antinomia de las que decoran la irrestricta contradicción humana.  

Cuando se reflexiona en torno a la soledad se suele escindir la soledad elegida de la soledad impuesta. La primera es ideal para la introspección, para la mediación entre los diferentes yoes que nos habitan y nos desconciertan si no entablan diálogos asiduos. La soledad creativamente voluntaria ofrece un paso insoslayable para poder entender de qué están hechas las demás personas con quienes irrevocablemente tenemos que convivir para hacer algo con la existencia que nos hemos encontrado al nacer. La soledad electiva teniendo un lugar compartido al que regresar es de una fertilidad admirable. Sin embargo, la soledad impuesta es idónea para desencuadernarse o mineralizarse por dentro. Cuando a mis alumnas y alumnos les pregunto qué sería de sus vidas si vivieran lejos de cualquier vestigio de interacción humana, enseguida se dedican a especular respuestas de lo más variopintas. No advierten un aspecto que es mucho más relevante que la contestación. La formulación de la pregunta es un contrafáctico, una situación inexistente aunque imaginable que utilizamos como hipótesis para comprender con mayor esclarecimiento lo existente. La soledad en estado puro es una entelequia teórica que esgrimimos para entender mejor qué supone la convivencia. Una persona puede vivir sola en la tranquilidad hogareña de su casa, pero nadie puede soslayar la presencia de los demás en su vida. Los griegos lo sabían muy bien y a quien se ufanaba de desdeñar a los demás al considerarlos innecesarios para sus propósitos lo llamaban idiotes. A veces solo tomamos conciencia de lo cardinal cuando lo perdemos. La habituación banaliza o invisibiliza nuestros vínculos afectivos y sociales. Pero sin vínculos no somos.

 
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martes, junio 14, 2022

Todo se reduce a sentirnos queridos

Obra de Andrea Piccardo

La mayoría de nuestras energías las empleamos en persuadir a los demás de que somos una existencia valiosa que merece estar al lado de la suya. Los seres humanos somos cautivos de una plétora de necesidades materiales que cubrir en tanto que nuestra constitución es biológica y nuestra corporeidad requiere ingentes cantidades de cuidado y atención, pero simultáneamente tenemos otras necesidades que cursan con la intimidad, la ternura, la comunicación, el cariño, el reconocimiento, los afectos. Albergamos necesidades materiales, pero también de contacto humano, de construcción de nexos relacionales y sentimentales profundos y significativos. El lazo afectivo imprime sentido a la vida, del mismo modo que la soledad involuntaria la mineraliza y la metamorfosea en sinsentido y absurdidad. Las personas tanto próximas como distales son nuestro medio de vida, el ecosistema merced al cual nuestro cerebro se hace cerebro. El cerebro humano no opera como cualquier otro órgano. Los pulmones, el páncreas, o el estómago, por ejemplo, no necesitan entrar en contacto con otros pulmones, otros páncreas, u otros estómagos para ejecutar su actividad de un modo óptimo, pero nuestro cerebro sí. El cerebro se desarrolla cuando interacciona con otros cerebros. «El cerebro es un órgano que funciona en red», advierte en El crepúsculo de Prometeo el filósofo francés François Flaulet.  El sociólogo alemán Heinz Bude escribió que «el yo no se las arregla sin vincularse». Es fácil colegir y verificar con el radar empírico que nuestra inteligencia se vuelve más inteligente cuando se relaciona con otras inteligencias que se desenvuelven inteligentemente. En alguna ocasión he escrito que para ser humano antes hay que ser ciudadano, y para ser ciudadano hay que pertenecer a una comunidad, a unas prácticas, unas tradiciones, un lenguaje, un entorno material y simbólico compartido, una red de acuerdos tácitos y explícitos en los que la convivencia es posible. La fantasía autárquica del «sálvese quien pueda» ultraliberal omite la necesidad de estas tramas relacionales sin las cuales el animal humano seguiría siendo un animal, pero no humano. La cultura neoliberal intenta mejorar el mundo del individuo incentivándole a que se preocupe egoísta y atomizadamente por su interés, pero esta máxima cumplida con rigor por todas y todos empeoraría notablemente la biosfera relacional en la que solo ese mundo concreto e individual que es cada existencia puede plenificarse.

La fantasía individual (título del perspicaz ensayo de Almudena Hernando) opaca nuestro tejido vincular. En cambio, se insiste en hablar de un sujeto insular que sin embargo la cotidianidad de cualquier persona desdice con cada decisión que adopta y transforma en acción. Basta con fijarnos en los grandes volúmenes de energía y de planificación estratégica que destinamos a demostrar a quienes nos rodean de que somos dignos de ser queridos para de este modo colmar nuestra imantación hacia el afecto y el vínculo. Lola López Mondéjar afirma que «no tenemos personalidad si no hay nadie que nos conozca, si no hay personas a las que aspiramos a convencer de que merecemos existir». Estoy de acuerdo con esta preciosa aserción, pero ese existir ameritado no es un existir cualquiera, sino un existir deseable y significativo. Somos una existencia humana y por tanto acreedora de una dignidad que debe ser cuidada, y que a la vez debe autoimponerse el cuidado de la dignidad que porta cualquier persona prójima, porque es en la reciedumbre de esta circularidad donde el valor irreal de la dignidad se convierte en funcional gracias a la maleabilidad de nuestra conducta en la realidad. Hace unos días preguntaba a niñas de once y doce años que señalaran en qué acciones sentían que su dignidad no era cuidada con el respeto que consideraban merecer. Sus respuestas tamizadas ahora por mi vocabulario se referían a cuando les hablaban con expresiones lacerantes y palabras sarcásticas que las ridiculizaban, cuando el tono verbal se elevaba y cercenaba la comunicación educada, cuando se sentían ninguneadas, cuando se las ignoraba para tomar decisiones que les atañían, cuando las minusvaloraban a propósito para que se sintieran insignificantes y prescindibles, cuando su alteridad era criticada simplemente por ser alteridad, cuando las humillaban con las múltiples formas que hemos inventado las personas para hacernos daño. Es decir, se sabían irrespetadas cuando la otredad significativa y afectivamente relevante demostraba con sus palabras, sus actos y sus omisiones que en ese instante su existencia no estaba entre sus preocupaciones. 

Leo al anteriormente citado François Flaulet que «estar aislados de los demás, ser un cero a la izquierda, a fortiori ser víctima de ostracismo es un sufrimiento tan real como los físicos. Investigaciones neurobiológicas, asistidas por la imaginería cerebral, han mostrado que cuando alguien se siente abandonado por personas con las que mantenía un vínculo, incluso ocasional, la zona del cerebro que se activa es la del dolor». El sufrimiento que se amontona en el cerebro cuando la soledad nos arponea duele tanto como el dolor que pueda padecer cualquier otra parte de nuestro cuerpo. La expulsión de la tribu en las sociedades arcaicas era el castigo más severo que se le podía infligir a sus miembros, dolor que se sigue reproduciendo en la sociedad contemporánea cuando sentimos que nuestra pertenencia al grupo se quebranta, o nos condenan a exiliarnos de un mundo común relacional. Para que los demás nos quieran, nos tengan en alta estima, se sientan orgullosos de nuestra amistad, nos consideren proveedores recíprocos de su bienestar afectivo, nos reconozcan, hemos inventado el estatus, la meritocracia, la posición social, la identidad laboral, la identidad adquisitiva, la identidad narrativa, la identidad comportamental, la identidad estética, la identidad cognitiva y artística, la identidad sentimental, etc. Son periferias destinadas a que alguien nos considere una persona valiosa y que de ese valor compartido podamos extraer un cariño con el que sentirnos cuidada y atendida. Paul Celan lo escribió en unos versos aparentemente herméticos que se esclarecen en este contexto: «Yo soy tú cuando yo soy yo». Cuando pensamos profundamente descubrimos que el yo que somos radica en un conglomerado de interacciones con las otredades, un nexo que para maximizarse nos insta al cuidado y al cariño. De este modo quedan definidas las dos grandes características de los animales humanos: estamos configurados para pensar y para amar, dos dimensiones yuxtapuestas. Al pensar descubrimos a las otredades que nos hacen ser un yo, y este descubrimiento nos inspira a amarlas para tejer vínculo y sentido. La posible absurdidad del mundo desaparece en el instante en que alguien nos susurra que nuestra existencia es importante para la suya. No encuentro mayor motivo para existir que el que te den las gracias por existir.


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