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martes, octubre 22, 2024

Que las palabras se encuentren

Obra de Marcos Beccari

La tolerancia discursiva consiste en aceptar que todo argumento puede ser refutado por otro argumento sin que ninguna persona se sienta agredida por ello. Cuando hablo de argumentos me refiero a juicios deliberativos, a aquellos que dependen de la perspectiva personal de quien los desgrana. Hace unos días les recordaba a mis alumnas y alumnos de trece años algo que se nos olvida más veces de las deseadas. Cada vez que hacemos un uso público de nuestra opinión estamos simultáneamente admitiendo que nuestros interlocutores puedan refutarla. El derecho a réplica es un precepto de la deontología discursiva, así que también lo es el deber de facilitarlo a quien quiera acogerse a él. Pronunciarse en una conversación comporta contraer el deber cívico de que nuestra opinión pueda ser objetada por quienes consideren que atesoran argumentos que la pueden mejorar. Etimológicamente la palabra diálogo expresa esta circulación de palabras entre quienes las profieren con el afán de que sus pensamientos se toquen y se perfeccionen. Educarnos en el ejercicio crítico de las refutaciones estimula una imaginación predispuesta a otear el horizonte y alumbrar alternativas. Al alumnado le comenté entusiasmadamente que aceptar sin enojo ni malestar alguno que nos rebatan es una conquista civilizatoria que aúpa a un estadio superior nuestra filiación a la humanidad. 

Dos grandes motivos validan esta idea. El primero es que sobre cuestiones que solicitan ser deliberadas nadie está en posesión de una verdad que haría innecesaria la escucha de otros argumentos, que serían catalogados de falsos o erróneos incluso antes de ser recepcionados. El segundo motivo que debería enorgullecernos es que el hecho de construir el espacio común de la palabra nos señala como animales lingüísticos, pero sobre todo como inteligentes animales políticos. Existe mucho emborronamiento en torno a qué es la política, o la jibarizamos y la perimetramos al dominio de las enconadas disputas de los partidos políticos y sus representantes electos. La política es el conjunto de deliberaciones nacidas en torno a cómo organizar la convivencia, elegir las opciones más idóneas y finalmente trasladarlas a la acción para que permeen en la vida ciudadana. En este proceso resulta insorteable darle absoluta centralidad a la circulación de la palabra. Conviene recordar que las palabras nos sacan a un afuera para compartir lo que ocurre en nuestro adentro, pero sobre todo apuntalan un espacio intersubjetivo frecuentemente asentado en ambigüedades y ambivalencias que a todas las personas nos atañe problematizar, compartir y dirimir. Es en ese lugar empalabrado en donde se pueden armonizar las discrepancias con argumentos en vez de agredir los cuerpos con el propósito de subyugar a las personas y obtener su obediencia.

Luego pregunté a la clase qué le parecía la idea de que se peleen las palabras para que no se peleen las personas. La totalidad estaba de acuerdo en que una pelea de palabras es mil veces más deseable que una pelea entre personas. Sin embargo, una niña levantó el brazo y mostró una vacilante disconformidad. «Creo que si las palabras se pelean, puede ocurrir que las personas también acaben peleándose». Otra niña cayó en la cuenta y precisó: «Claro, si las palabras se dan puñetazos, es fácil que pasen a dárselos las personas». No pude por menos de elogiar la sagacidad de ambas alumnas y pedí a la clase que les diéramos un merecido aplauso. Todavía resonaba la salva de palmas cuando lancé una interrogación. «¿Y qué podemos hacer para que las palabras no se peleen?» Ayudé a la contestación diciéndoles que pensaran en las palabras como si fueran sus mejores amigas. Frente a la inamovilidad imaginativa de los adultos, la inventiva infantil es ubérrima. De todos lados brotaban propuestas. Que se abracen. Que se rían. Que se acaricien. Que se corrijan, pero con educación y respeto. Que jueguen. Que se escuchen. Que bailen. Que dialoguen. Que se susurren cosas bonitas. Que vayan a ver el mar al atardecer. Que se ayuden mutuamente. Que se cojan de la mano y paseen tranquilamente. La constelación de propuestas se puede resumir en una afirmación. Que las palabras se encuentren para que las personas no se desencuentren.

 
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martes, febrero 14, 2023

Sin vínculos no somos

Obra de James Coates

Cuando en mis textos hablo de cuidar el entramado afectivo, me refiero, entre otras cosas, al cuidado de no pasar mucho tiempo en soledad. La soledad es un asunto muy serio que debería formar parte de la agenda política, y por supuesto citarse como elemento a contrarrestar entre la panoplia de cuidados que toda persona necesita para poder aspirar a una vida significativa. Cuando forzosamente pasamos mucho tiempo a solas con nuestra persona, inevitablemente acabamos mal acompañadas. Al estar solas nos escrutamos de un modo excesivo, y esa sobreabundancia de análisis afectivo nos propende a la entropía, a un desorden inercial que sesga el resultado de nuestras evaluaciones acercándolas al absurdo, la amargura, el tremendismo, a conclusiones casi siempre hipertrofiadas y radicalmente dicotómicas. Cualquiera de estas posibilidades es nefasta tanto para la esfera personal como para la urdimbre social. Es secundario analizar mucho o poco, lo relevante es utilizar criterios de evaluación plausibles en el análisis. Una profusión de análisis sin el concurso de otras miradas puede contaminar peligrosamente el punto de vista, sobre todo en lo tocante al ámbito privado de los juicios valorativos de la propia persona. Antonio Machado escribió que en su soledad había visto muchas cosas muy claras que sabía que no eran ciertas. La soledad posee una descomunal potencia analítica, pero mal articulada crea espejismos deformadores o legitimaciones aviesas que pueden infligir mucho daño.

Estas desviaciones cognitivas también ocurren en la dirección contraria. Cuando pasamos mucho tiempo acompañados tendemos a hiperbolizar para bien o para mal el resultado de las observaciones afectivas. Recuerdo que en Pandemocracia Daniel Innerarity argumentaba que el exceso de compañía propiciado obligatoriamente por el confinamiento domiciliario podía provocar hartazgo afectivo, una sobresaturación de interacción que acabara inspirando la refracción de los afectos y ahuyentado cualquier conato de atracción hacia el nexo con la otredad. Con su proverbial lucidez Kant hablaba de estas contradicciones nominándolas con el sintagma la insociable sociabilidad: "la inclinación humana a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza perpetuamente con disolverla". Deseamos la socialidad porque sabemos empíricamente que juntas las personas podemos realizar estrategias de cooperación que facilitan sobremanera los aspectos de la vida vinculados con el reino de la necesidad, pero deseamos quebrarla porque la convivencia opone resistencias a los deseos de una voluntad contrariada por encontrarse con los límites a los que siempre obliga la vida en común. Invocamos una autonomía que sin embargo es imposible celebrar sin la comparecencia de lazos interdependientes. Queremos disfrutar las recompensas de vivir juntos, pero soñamos con desagregarnos para eludir los deberes de la vida compartida. He aquí una antinomia de las que decoran la irrestricta contradicción humana.  

Cuando se reflexiona en torno a la soledad se suele escindir la soledad elegida de la soledad impuesta. La primera es ideal para la introspección, para la mediación entre los diferentes yoes que nos habitan y nos desconciertan si no entablan diálogos asiduos. La soledad creativamente voluntaria ofrece un paso insoslayable para poder entender de qué están hechas las demás personas con quienes irrevocablemente tenemos que convivir para hacer algo con la existencia que nos hemos encontrado al nacer. La soledad electiva teniendo un lugar compartido al que regresar es de una fertilidad admirable. Sin embargo, la soledad impuesta es idónea para desencuadernarse o mineralizarse por dentro. Cuando a mis alumnas y alumnos les pregunto qué sería de sus vidas si vivieran lejos de cualquier vestigio de interacción humana, enseguida se dedican a especular respuestas de lo más variopintas. No advierten un aspecto que es mucho más relevante que la contestación. La formulación de la pregunta es un contrafáctico, una situación inexistente aunque imaginable que utilizamos como hipótesis para comprender con mayor esclarecimiento lo existente. La soledad en estado puro es una entelequia teórica que esgrimimos para entender mejor qué supone la convivencia. Una persona puede vivir sola en la tranquilidad hogareña de su casa, pero nadie puede soslayar la presencia de los demás en su vida. Los griegos lo sabían muy bien y a quien se ufanaba de desdeñar a los demás al considerarlos innecesarios para sus propósitos lo llamaban idiotes. A veces solo tomamos conciencia de lo cardinal cuando lo perdemos. La habituación banaliza o invisibiliza nuestros vínculos afectivos y sociales. Pero sin vínculos no somos.

 
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