Mostrando las entradas para la consulta bondad ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta bondad ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas

martes, enero 28, 2025

Necesidad de terceros lugares

Obra de Tim Eitel

Hace unos días una alumna comentaba en clase que para zafarse de la dependencia emocional había que poseer una buena autoestima. Asentí al escucharla, aunque consideré preciso agregar que para emitir juicios amables sobre nuestra propia persona no basta con relacionarnos sensatamente con nuestro interior, debemos disponer de un satisfactorio grupo de apoyo en el exterior. El grupo de apoyo es un reforzador de lo mejor de las personas porque satisface la necesidad humana de pertenencia (la incorporación de unos demás significativos a nuestros procesos dinámicos de subjetivación), porque se erige en compañía con la que sentir que la vida se torna apetecible de ser vivida. Aristóteles argumentó que nadie querría vivir una vida en la que no hubiera personas amigas. Cuando en la actualidad se habla de un modo tan manido del cultivo y práctica de la resiliencia, se tiende a omitir que la resiliencia posee una honda genealogía intersubjetiva. No hay mejor analgesia contra los dolores del alma que saberse bien acompañado. Nada restaña con más premura una herida que unas palabras balsámicas pronunciadas por alguien con quien nos anuda el afecto. Recuerdo ahora cómo el filósofo Santiago Beruete jugaba con la etimología en uno de sus ensayos. Describía de manera apócrifa que el término atribulado era un adjetivo que indicaba el compungido estado de ánimo que embarga a las personas sin tribu. Los terceros lugares a los que se refiere el título de este artículo serían esos espacios en los que dejamos de estar atribulados porque estamos con la tribu.

Los terceros lugares reciben su nombre en contraposición al hogar (primer lugar) y al segundo lugar, atribuido al trabajo (dicho con propiedad, al empleo, a esa relación social en que a cambio de un salario entregamos nuestro tiempo y nuestro conocimiento o habilidad a un empleador). Es frecuente la queja de quienes descubren que su vida se puede sintetizar en el desplazamiento que los lleva de casa al trabajo y del trabajo a casa. Los terceros lugares son los espacios donde se quebranta esta deriva inercial y se despliegan otros propósitos con el afán de acceder a una vida con mayor significado. Se trata de emplazamientos donde se pueden cultivar las interacciones, la conexión social, la red de apoyo. La relevancia de estos lugares radica en que satisfacen necesidades profundamente arraigadas en el ser afectivo en que estamos constituidos. Necesitamos sentirnos queridos, reconocidos, aprobados, validados, valorados. Necesitamos compañía, ternura, afecto, comprensión, diálogo, colaboración, atención. Necesitamos involucrarnos junto a otras personas en actividades no mediadas por el dinero para cubrir hondas motivaciones que nos proveen de sentido y de alegría. 

En los terceros lugares relajamos el hermetismo que en otros espacios consideramos artilugio de precaución. La cadencia productiva cede su lugar a la desaceleración en la que se complace la vida exonerada de optimizar resultados, dividendos y todas esas dimensiones con que la retórica economicista ha colonizado los imaginarios. Al ser sitios preponderantemente electivos, en los terceros lugares prevalece la fraternidad y la cooperación, el ludismo y los sentimientos de apertura al otro. Son lugares donde los verbos escuchar, cuidar, atender, compartir, se yerguen en protagonistas.  Esto no elude la ocurrencia de conflictos, pero sí que haya bondad a la hora de tratarlos, que es la única forma de solucionarnos. Los terceros lugares son generativos de conversación, facilitan la posibilidad de expresarnos para satisfacción del ser relacional que somos. La escritora Ursula K Le Guin sostiene que «escuchar es un acto de comunidad que requiere un lugar, tiempo y silencio». En ellos es sencillo advertir las abundantes concomitancias entre las preocupaciones de los demás y las nuestras, y que la mayoría de los problemas que nos abruman no son problemas personales, sino consecuencias estructurales de cómo se articula políticamente la forma de compartir la vida en común. Son puntos de encuentro poblados de ojos que al mirarnos ratifican nuestra condición de personas, oídos receptores que nos humanizan al ponerse al servicio de nuestras palabras. 

En los terceros lugares nuestra subjetividad se reclina para sentirse cómoda. Son sitios que aunque no sean nuestro hogar devienen hogareños, que aunque no sean nuestros constituyen un nosotros. Desgraciadamente la sociedad digital precipita una peligrosa reducción de estos espacios en favor de la virtualidad. La pantallización del mundo empuja a que las personas nos presentemos descorporeizadas en la gran mayoría de nuestras interacciones. También la prisa consustancial al extractivismo capitalista confisca nuestros tiempos en favor de una producción nunca satisfecha. Los terceros lugares nos desdigitalizan, nos corporeizan, nos instan a un encuentro cara a cara, más pausado y más abarcativo que cualquiera de los que ofrece la ecología digital. Cuando dos o más personas se encuentran, se dan cuenta de que, a pesar de poder diferir en formas de conceptualizar la vida, comparten extensos campos de convergencia, que es la razón por la que las personas llamamos semejantes a todas las demás personas. Los terceros lugares ofrecen irrefutable idoneidad para practicar la diferencia y apresurarnos a contemplar la heterogeneidad, la asombrosa paradoja de que a pesar de que todas seamos tan iguales seamos a la vez personas tan disímiles. Somos diferentes en lo adjetivo, pero somos semejantes en lo sustantivo. Humanizarnos comienza por admitir esta obviedad que los terceros lugares visibilizan a cada paso que demos en ellos. 


Artículos relacionados:
Lo que más nos gusta a las personas es estar con personas.
Tiempos y espacios para que los rostros se encuentren.
Escuchar, el verbo que nos hace humanos.  


martes, noviembre 19, 2024

La conducta cívica se atrofia si no se practica

Obra de Nigel Cox

La temporada pasada publiqué en este mismo espacio un artículo titulado Adiós a la hipocresía. En el segundo de sus párrafos escribí que «uno de los indicadores más notorios de la barbarización del mundo consiste en que los valores éticos se van apartando de la conversación pública en favor de valores inescrupulosos que se festejan con orgullosa autocomplaciencia». En ese momento no disponía de suficiente imaginación verbal para conceptualizar esta tendencia que sin embargo observaba cada vez más asentada en el ecosistema social. Por este motivo ha sido muy reconfortante comprobar cómo el dibujante y escritor Mauro Entrialgo ha logrado dar con el concepto exacto de esta forma de conducta calificándola con el brillante nombre de malismo. Entrialgo ha escrito un ensayo titulado con este hallazgo lingüístico en el que comparte la definición exacta del término: «El malismo consiste en la ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial». La zafiedad, la grosería, el lucimiento de la conducta poco elegante, la bajeza moral, los discursos de odio en los que se trama el mal para el prójimo, se premian cuando quien se conduce así en vez de ser descalificada como persona maleducada es elevada a referente social, o se le aplaude encendidamente con el fin de cimentar su reputación. El malismo cotiza al alza en el parqué social.

La exhibición altiva de la propia vileza acarrea beneficios de genealogía social. Mauro Entrialgo pone muchos ejemplos en las páginas de su ensayo. Señala como arquetipo de esta conducta a Donald Trump, al que, desde su condición de epítome modélico de la antiejemplaridad, le salen epígonos por todo el orbe terrestre. Una muestra de su malismo sucedió cuando en pleno periodo electoral el ya elegido presidente del país más poderoso del planeta Tierra alardeó de que podría disparar a alguien en la Quinta Avenida y no perdería ni un solo voto. El comportamiento desdeñoso con los demás recluta adeptos y el entorno es progresivamente más receptivo para quien presume de irrespetuosidad y de un obrar degradante y embrutecedor. Los malistas  no encuentran reparo en hilvanar mentiras para acreditar ideas, en retorcer los datos para confirmar creencias, en jugar con las cifras para refrendar propuestas xenófobas, racistas, aporofóbicas. Quienes los secundan les regalan vítores en los que la zafiedad se relee con no tener pelos en la lengua, la desconsideración y lo descortés se pretexta como una forma de zafarse del yugo esclavizante de lo políticamente correcto. Se justifica con preocupante liviandad el comentario maleducado apelando a la libertad de expresión, el delito de odio indicando el derecho a opinar, la barbaridad lexicalizada apuntando al atrevimiento a decir las verdades. Estas tergiversaciones tan cotidianas demuestran con dolorosa transparencia cómo la banalización del lenguaje acarrea la banalización de la vida. 

Si el respeto se sintetiza en el cuidado con el que debemos tratar la dignidad de la que es acreedora toda persona, el malismo se vanagloria de irrespetarla, caricaturizarla o anticipar que a muchas personas se las tratará como si no la tuvieran. Aunque se enmascare de múltiples formas y se empalabre de diferentes maneras, la dignidad humana de la que las personas nos hemos hecho titulares para no hacernos daño y aspirar a vivir vidas buenas es el gran enemigo a batir de quienes enarbolan el malismo. En la batalla léxica el malismo está saliendo victorioso al lograr que la otrora plausible palabra buenismo albergue ahora connotaciones peyorativas anexadas a la estulticia o la ingenuidad. La persona que propugna horizontes más amables y bondadosos pierde credibilidad y es descalificada como estólida e inocente. En cambio, la persona que aboga por la insolidaridad y el dinero como único mediador de la experiencia humana es bendecida como sensata, precavida y conocedora de los engranajes que mueven el mundo. Existe una máxima que advierte que la conducta cívica se atrofia si no se practica. Otro peligro mayúsculo que precipita su oxidación consiste en jalear la conducta acivilizatoria. A todas las personas nos atañe interrumpir esta peligrosa degradación del medio ambiente social.


 Artículos relacionados:
La figura del chivo expiatorio.
Adiós a la hipocresía.
El buenismo o la ridiculización de la bondad. 

martes, noviembre 12, 2024

Día Mundial de la Bondad

Obra de James Coates

Mañana miércoles 13 de noviembre se celebra el Día Mundial de la Bondad. Es una fecha preciosa para prestigiar el comportamiento bondadoso y de paso explicar minuciosamente en qué consiste su despliegue. Como saben quienes posan sus ojos lectores en estos artículos semanales, hace unos meses publiqué con la editorial Alvarellos un ensayo titulado La bondad es el punto más elevado de la inteligencia. En sus páginas defino la bondad como toda acción encaminada a favorecer que el bienestar y el bienser comparezcan en la vida de los demás. Desde el propio título sostengo que la bondad es la acción más inteligente para que los demás hagan lo propio con nuestro bienestar y con nuestro bienser. Jalonar de gestos bondadosos las acciones colabora a establecer una pauta de conducta que, gracias a la reciprocación y a nuestra condición de seres interdependientes, aumenta las posibilidades de que nuestra persona sea tratada de un modo análogo. No solo nos tratarán así quienes conforman nuestros círculo más íntimo, también quienes se ubican fuera de su perímetro. La curiosísima reciprocidad indirecta es la causante de este asombroso intercambio. 

La bondad se dirige siempre hacia la otredad, pero los muchos sentimientos meliorativos que impulsa retornan a quien la ha puesto en práctica. Los afectos solo irradian en el adentro privativo cuando se comparten en el afuera donde se constituye la vida entrelazada. Al darse se tienen. Es un desenlace mágico que sin embargo nos resulta críptico al contravenir por completo la lógica capitalista. Actuar bien sienta bien, como incluso aducen las voces más críticas al señalar que muchas acciones altruistas se efectúan porque congratulan a sus autores. Me cuesta entender esta desaprobación tan recalcitrante entre quienes postulan que el egoísmo es el sistema de incentivos humano más genuino. Lejos de merecer impugnación, considero enorgullecedor comprobar que cuando colaboramos al bienestar y el bienser de los demás nos sintamos reconfortados. Nos abocaría al apocalipsis antropológico el hecho de que actuar bondadosamente nos inspirara sentimientos displacenteros. Hay autores que conceptualizan esta acción como egoísmo altruista. Me parece una denominación muy desacertada, porque el egoísmo es la preferencia por un provecho personal a sabiendas de que generará un perjuicio grupal, nada que ver por tanto con fomentar el bienestar de las personas receptoras. Creo que es más honesto llamar conducta inteligente al mal denominado egoísmo altruista. La bondad y todos sus correlatos tanto éticos como sentimentales son la maximización de la racionalidad, una manera de nominar a la cooperación en marcos de interdependencia. Actuar con bondad es con mucha diferencia lo más inteligente para todas las personas, si todas las personas deciden comportarse así.  

Aunque existe un discurso dominante que alza la voz para insistir con trazo grueso en la inclinación egoísta de las personas, en muchos casos con el ideológico propósito de legitimar la competición social por el acceso a una vida digna (la denominada ética del sálvese quien pueda que tratan de capitalizar quienes se saben perfectamente a salvo), es sencillo refutar esta tesis. Las personas cobijamos heterogéneas motivaciones en las que nuestra persona no necesariamente está en el centro de ellas, y nos tratamos de una manera bastante plausible en las relaciones presididas por el afecto. Favorecer tiempos y espacios en los que las personas nos encontremos y nos pronunciemos sin estridencias ni actitudes agonales facilita la germinación de la bondad. Cuando las personas se encuentran y se comparten se vinculan afectivamente, se relacionan con el cuidado que se merece la dignidad de la que toda persona es acreedora. Donde hay afecto no hace falta ni la ética ni ninguna de las virtudes que proclama, porque el propio afecto las subsume y entraña. El afecto no es posible en todas las interacciones con las que nos confronta la vida, pero se puede suplir por comportamiento ético. Que el gesto de la bondad tan frecuente en el círculo empático se traduzca en respeto y atención allí donde concluye la jurisdicción de ese círculo. No conozco mejor celebración para el Día Mundial de la Bondad.

 * Con motivo de esta celebración mañana miércoles 13 de noviembre compartiré una pequeña charla sobre la bondad en el espacio La Resistencia de Almería. Será las 20:00 horas.


Artículos relacionados:
Las tragedias sacan lo mejor de las personas.
La bondad es el punto más elevado de la inteligencia.
Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos. 

 

 

martes, octubre 08, 2024

La banalidad con la que nos referimos a las guerras

Obra de Tim Eitel

Una manera de afrontar un conflicto consiste en recurrir a la violencia. Es llamativo que en conflictología sea inusual citar esta posibilidad, pero es sencillo aseverarla estos pedagógicos días si posamos nuestra mirada más allá de nuestro diminuto círculo de preocupación. Cualquier informativo de cualquier recipiente mediático es una ventana privilegiada para comprobar que la guerra (el epítome pluscuamperfecto de la violencia) se erige en recurrente instrumento de resolución de conflictos. Por supuesto es un nefasto recurso que agrava y enquista el conflicto, pero a cambio permite el espejismo de creer que lo soluciona, sobre todo en el contendiente que posee una mayor racionalización científica de la violencia,  y la utiliza sin remilgos, o la banaliza en los relatos o, peor aún, la valida y ensalza con recursos poéticos de la literatura épica a la par que hace escarnio de los Derechos Humanos de sus víctimas. Es muy preocupante la subestimación del horror y el dolor que originan las guerras cada vez que hablamos de ellas. Ayer mismo Luis García Montero, con su empeño en que las palabras no pierdan su sentido prístino, escribía que nos referimos a la inteligencia de un país para señalar los servicios destinados a elaborar planes de asesinato masivo justificados con el subterfugio de la guerra. Existe un extenso listado de eufemismos bélicos para que cada vez que estalla una guerra no llamemos a las cosas por su horripilante nombre. Sé que la banalidad del mal acuñada por Hannah Arent aborda otros derroteros, pero creo que prolifera lo banal cuando las guerras se tratan con una asepsia en vergonzante disonancia con el ingente dolor y el sufrimiento inconmensurable que acarrean. A pesar de que la tecnología no ha parado de inventar artefactos de muerte con un radio de letalidad cada vez más abarcativo y por tanto cada vez más devastador, apenas hemos avanzado éticamente en la manera de relacionarnos con las guerras. Su horror se exacerba, pero nuestra capacidad de sentirlo y actuar en consecuencia se ha estancado. 

Acabo de concluir la lectura del documentadísimo ensayo El silencio de la guerra de Antonio Monegal (actual Premio Nacional de Ensayo por el alentador Como el aire que respiramos), y una de sus conclusiones es desoladora, aunque ayuda a entender la aceptación acrítica del despliegue de la guerra por parte de muchas personas. En cualquier información bélica se habla de todo menos de la guerra misma, un sesgo ineludible que minimiza y hace casi imperceptible la depredación y atrocidad deshumanizadora que supone suprimir principios básicos civilizatorios y lanzarse a matar semejantes en cantidades mayúsculas excusándose en legitimidades geopolíticas o en argumentos de índole securitaria y preventiva. La apresurada gelidez informativa contrasta con la paciente brutalidad connatural a la industrialización y tecnificación de la violencia en la que se condensa una guerra. Ni las imágenes ni la práctica discursiva son capaces de dimensionar tanta barbarización y tanto dolor inducidos desde despachos impolutos por personas que no sufrirán el más mínimo rasguño en las matanzas venideras que acaban de declarar. Es fácil fantasear que si los hacedores de las guerras contemplaran la mínima probabilidad de morir en ellas, el número de enfrentamientos bélicos decrecería notoriamente. 

Todo conflicto mediatizado por estrategias en las que se esgrime la fuerza o la conminación de utilizarla está abocado a perdurar sempiternamente, como se puede corroborar en ese inmenso banco de pruebas que es la historia de la humanidad. Es tan palmario que sorprende la disciplinada tozudez de muchos mandatarios en acogerse a ella para solventar conflictos. La violencia es una respuesta tosca y dañosa, muy efectiva en lo inmediato pero inútil en el largo recorrido. No resuelve el conflicto por el sencillo motivo de que un conflicto solo se soluciona si en el proceso de construir su solución no se lamina lo más basal de la convivencia. Todo actor que pierde la agencia en la posible resolución de un conflicto nunca se contentará con la solución acordada. Será una solución impuesta, y con aquello que se nos impone tendemos a mostrar una automática disconformidad reactiva. Ninguna solución auspiciada por la violencia tiene en cuenta los intereses de la otredad, motivo que explica por qué lo que se alcanza con violencia solo podrá ser sostenido con violencia. 

En alguna de mis conferencias he hecho un uso público de mi voz para compartir la tristeza que me asola cuando desde la confortabilidad del sofá de mi casa contemplo cómo una unidad política bombardea ciudades de otra unidad política con el afán de solucionar un conflicto hondamente arraigado. De este modo el conflicto se puede terminar, pero no solucionar. Es mera cuestión de tiempo que vuelva a erupcionar, solo que en la siguiente ocasión lo hará con más virulencia que la anterior, y por lo tanto anegando de más dolor y sufrimiento las vidas de las personas que han tenido la mala suerte de vivir en el epicentro de estas bacanales de destrucción y absurdidad. Es descorazonador divisar desde la lejanía cómo la laureada inteligencia tan idiosincráticamente humana puede llegar a ser tan torpe si no cuenta con la colaboración de la bondad. 

  
Artículos relacionados:
Lo que se obtiene con violencia solo se mantiene con violencia.
El diálogo soluciona los problemas, la fuerza los termina.
La polarización: o conmigo o contra mí. 

 

martes, octubre 01, 2024

Tener alma es gobernarse por valores éticos

Obra de Eva Serrano 

Los valores éticos son las formas de tratar a las personas que consideramos más idóneas para convivir bien. Esta es la definición que esgrimí hace unos días para compartirla con niñas y niños de doce años a quienes pregunté qué son los valores éticos, y en cuyas respuestas comprobé dos especificidades tremendamente humanas. La primera es que aunque no sepamos verbalizar una idea (lógicamente las criaturas tienen un inventario lingüístico muy acotado), esta incapacidad definitoria no acarrea que desconozcamos en qué consiste la idea. La segunda es que en la esfera ética la acción va por delante de la cognición. Los valores éticos difieren de los valores personales en que estos nacen de predilecciones privadas, mientras aquellos son mancomunados y en el proceso de su elección se puede utilizar la historia de la humanidad como un banco de pruebas que ayude a discernirlos. Los valores personales aspiran a forjar contextos para que concurra la alegría, los valores éticos pretenden que se dé cita lo justo. Desglosemos algunas de estas formas adecuadas para optimizar ese destino irrevocable que es la convivencia. Enumero valores y dispositivos sentimentales que hemos categorizado como excelsos para crear condiciones generativas y ventanas de acceso a una vida buena para todas y todos. Empiezo por los que considero más preeminentes.

La amabilidad es una congregación de gestos con los que allanar la convivencia para hacerla apacible. La conducta resulta amable cuando entablamos una relación cordial con esa pequeña parte del mundo que es nuestro alrededor. La bondad es todo curso de acción que colabora a que el bienestar y el bienser puedan comparecer en la vida de los demás, y que cuando se adentra en el espacio político se traduce en justicia. La dignidad es el valor común que toda persona posee por el hecho de ser persona, al margen de la moralidad de sus acciones. El respeto es el cuidado de esa dignidad. El cuidado es una acción en la que ponemos nuestra atención al servicio de la otredad. La compasión es un afecto primero y una movilización después destinada a que el sufrimiento amaine en quienes son aquejados por él. El amor es el sentimiento que brota cuando ayudamos a que nuestras personas queridas aumenten sus posibilidades de ser merecedoras de vivir situaciones de alegría. La alegría es el afecto que indica que la vida da el asentimiento a que los propósitos se hagan realidad, y con su expansiva presencia nos informa de que vamos en la dirección en que la existencia merece ser celebrada. Cuando la vida concede derecho de admisión a los deseos, los sentimientos de apertura al otro germinan y crecen y las personas tienden a mostrarse más amables, lo que facilita la emergencia de gestos y afectos empeñados en que cada día sea algo parecido a la dicha que se acaba de vivir. Pero esta dicha no es privativa, al contrario, quienes la experimentan la anhelan para todas las personas, porque todas son valiosas, y como todo lo valioso es vulnerable, la vulnerabilidad nos obliga a mostrarles cuidado y consideración, que es cómo señalamos el valor positivo que demandamos para nuestra persona al asignárselo simultáneamente a todas, ideación que hemos sintetizado en la dignidad. He aquí la circularidad inagotable de los valores éticos.

La combinatoria de estas formas elegidas para la conducción de la vida la hemos denominado trato humano. En su último ensayo, La escuela del alma, Josep María Esquirol nos avanza que hay que «educar para que lo humano del humano florezca y fulgure para siempre».  Unas líneas más adelante compendia y revela algo que parece que se ha olvidado en los discursos de la plaza pública: «Todos somos educadores, porque nos orientamos unos a otros». Cuando el otro nos preocupa, fortalecemos el espacio transpersonal, las interacciones donde la vida se transfigura en vida humana. Hay trato humano allí donde ponemos interés en los intereses de los demás, allí donde personas diferentes a la nuestra sin embargo no nos resultan indiferentes. A mis alumnas y alumnos les recalco que ser un ser humano es una suerte, porque el ser humano aspira comportamentalmente a actuar bajo la égida de los valores éticos y humanos. De hecho, es sintomático y muy ilustrativo que a la persona que abroga esta aspiración la descalifiquemos como inhumana, o desalmada, aquella persona que carece de alma y por tanto desempeña acciones en las que daña a terceros sin que el sufrimiento que inflige le afecte o le interrumpa su imperturbabilidad. La explicitud del adjetivo desalmado, desalmada me parece sublime. Habla maravillas de lo que supone tener alma. 


Artículos relacionados:
Somos el animal que hace valoraciones.
Cuidar las palabras que cuidan de nosotros.
No hay nada más práctico que la ética.