martes, julio 12, 2016

La vida enseña, pero aprender es privativo de cada uno


Obra de Henrik Uldalen
Cada vez que escucho decir a alguien que «la vida me ha enseñado mucho», suelo ejercer de aguafiestas. Puede que sea así, que la vida a uno le haya mostrado un extenso catálogo de enseñanzas, pero eso no significa nada si a su vez uno no ha aprendido algo de ellas. Yo suelo presentarme en las clases contando una anécdota en la que dejo jocosamente claro que una cosa es enseñar y otra muy distinta aprender. Nos guste o no, aprender es algo que nos compete exclusivamente a cada uno de nosotros. Es una tarea que no podemos delegar en nadie. En el libro La educación es cosa de todos, incluido tú distinguía ambas dimensiones. «Enseñar es brindar información útil con el propósito de mejorar a la persona que la recibe. Sin embargo, aprender es la acción personal con la que un individuo adquiere esa información y la aprovecha para generar y conectar conocimiento y competencias». Unas líneas más abajo concluía recordando a los maestros y a los profesores que «enseñar no es difícil, lo difícil es producir contextos para que alguien aprenda con lo que le enseñan». Volvamos ahora a ese aserto que defiende que la vida se aprende viviendo. Estoy de acuerdo por pura definición, porque vivir es el acto que engloba todos los demás actos. Pero en este preciso punto hay que agregar inmediatamente un matiz olvidado por los que preceptúan que la vida enseña. Vivir no es sólo convertirte en el sujeto de un elenco de predicados y experiencias propias, también lo es apropiarte de experiencias vicarias. Si el aprendizaje estuviera estrictamente subordinado a lo que nos ocurre en la geografía exacta de nuestra vida, nuestro conocimiento poseería dimensiones microscópicas. Comparado con todo lo que se encuentra a nuestro alcance para ser aprendido, sería netamente paupérrimo.

La vida enseña, sí, pero sobre todo la vida de los demás. Yo suelo reivindicar el papel de la imaginación como poderosa fuente de aprendizaje. Muchos sentimientos de un protagonismo irrefutable en nuestro estatuto de personas se nutren de esta capacidad para poder hacer nuestras tanto la alegría como la tristeza de aquellos que pululan en nuestro derredor o a miles de kilómetros. Si no pudiéramos imaginar en nuestras vidas lo que es real en la vida de los demás, nuestro conocimiento sería ridículamente diminuto. Afortunadamente podemos convalidar nuestras ideas y nuestras visiones utilizando experiencias que provienen de los otros. Los seres humanos hemos decidido organizar nuestra vida en espacios, propósitos y recursos compartidos, y es ese nudo de interacciones con sus correspondientes elementos culturales el que nos proporciona una ingente cantidad de información que a nosotros nos compete destilar en conocimiento y, una vez metabolizado, articularlo y organizarlo en comportamiento. Aunque creemos que no hay mayor pedagogía que la acumulada en la experiencia territorial de la propia vida, el yacimiento de mayor enseñanza reside en la pluridad de nuestras interacciones, en las relaciones redárquicas que mantenemos en el paisaje social, en el intercambio de los relatos que pugnan por desentrañar el porqué de las cosas. Se trata del aprendizaje vicario y mimético de las narraciones de los demás. En realidad la cultura no es otra cosa que un amplio conjunto de técnicas, costumbres, historias y significados compartidos por una comunidad que toma prestados de sus antepasados, amplifica, afina y mejora, y lega a la siguiente generación que hará lo mismo en un proceso infinito. Ahí tenemos a nuestra disposición las novelas, las películas, las canciones, los ensayos, los poemas, los cuadros, las obras de teatro, las imágenes, las conversaciones cuajadas de la seducción interpelante de las preguntas y las respuestas, toda la narratividad humana que ofrecen los diferentes formatos que hemos inventado para su exposición, transmisión y compartición. Hemos decidido bautizar este mosaico de saberes como Humanidades, los recipientes que nuestra inteligencia creativa ha alumbrado para explicarnos a nosotros mismos.

Todo este acervo no deja de ser una nutritiva charla privada con los demás que ponen a nuestra disposición lo que han urdido o lo que les ha ocurrido a ellos en su vida, y que ahora nos entregan en un molde ordenado e inteligible. De ahí extraemos mucho más conocimiento y mucho más sedimento sentimental que el que pueda condensar nuestra biografía aisladamente, por mucho que acumule vicisitudes y sea opulenta en experiencias. En las interacciones y en los relatos ajenos brincamos el perímetro obscenamente reducido del yo y nos adentramos en las visiones pluridimensionales, en la universalidad y la diversidad simultánea, nos dotamos de cosmovisiones nuevas, comprendemos la gratuidad de todo juicio que no deja de ser una fabulación osada con tal de armar una historia que nos permita neutralizar la incertidumbre,  aprendemos a aceptar nuestra propensión a ver lo que esperamos ver,  asumimos que la mayoría de las veces adoptamos aquellas decisiones que se ajustan a las expectativas que los demás han depositado en nosotros, aprendemos a relativizar, a comprender a Camus cuando argumentaba que «no hay destino que no se supere mediante el desdén», a asentir con el gran Kahneman que «nada en la vida es tan importante como pensamos que es en el preciso momento en que lo pensamos», o a sentirnos impostores si no tenemos la valentía de responder con un sincero «no sé»  a la mayoría de las interrogaciones que nos formulan o nos formulamos. Somos propietarios o copropietarios de nuestra biografía, pero en ella hay cabida para la biografía de los demás, para que sus ideas polinicen con las nuestras, para que sus episodios se confronten con los nuestros, para desentumecer primero y enriquecer después nuestra vida con su vida, para que los relatos heredados nos permitan construir el nuestro con mayor conocimiento de causa y elección. La vida enseña, pero hay una gigantesca variedad de formas de vivirla. Unas permiten aprender más que otras. De hecho, algunas apenas permiten aprender algo.



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jueves, julio 07, 2016

La competitividad o el regreso a la selva



Cada vez que trato de explicar cómo las condiciones medioambientales impactan inexorablemente en el sujeto que somos cada uno de nosotros, suelo citar un luminoso verso de Antonio Machado: «Es muy difícil no caer cuando todo cae». Ortega y Gasset concluyó del mismo modo con el celebérrimo «yo soy yo y mi circunstancia», aunque esta glosa llevaba anudada una coda que sin embargo no ha alcanzado tanta notoriedad: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo». Sin embargo, tanto el individualismo de la modernidad líquida como la vitoreada psicología positiva se olvidan de nuestra condición de sujetos insertos en tentaculares redes de interdependencia. Ulrich Beck lo resume con agudeza cuando afirma que «se nos pide que busquemos soluciones biográficas a contradicciones sistémicas, buscamos la salvación individual de problemas compartidos». Al vincular la supervivencia a la obtención de ingresos a través de un recurso que escasea (empleo), cualquiera de nosotros puede encontrar la solución a su problema, aunque ese hallazgo no solucione el problema. En un nicho tan competitivo como el contemporáneo, nuestra solución condena a unos cuantos individuos como nosotros a que no puedan encontrar la suya. Incluso encontrar la solución es algo momentáneo, porque siempre podemos volver a la casilla de partida. Estamos inmersos en mórbidos juegos de suma cero, donde nuestra solución trae adscrita la perpetuación del problema de todos aquellos con los que competimos por encontrarla. La psicología positiva prescribe como remedio adquirir más méritos que los demás, esforzarnos más todavía, afilar la estima personal para acumular más competencias y más opciones de empleabilidad, interpretar la adversidad como una oportunidad. Todas estas recetas no eliminan en ningún caso el problema. Al contrario. Culpabilizan individualmente a todo aquel que lo sigue sufriendo.

Se ha extirpado del discurso político y del imaginario de las personas la idea de vida en común, la cohabitación humana, los puntos nodales inherentes a la multiplicidad de interacciones, la codependencia indefectible que nos supone a todos compartir espacio, propósitos y recursos. Vivimos con los demás y los demás viven con nosotros. En La capital del mundo es nosotros yo lexicalizo esta realidad bajo la rúbrica de que somos existencias al unísono. En el ensayo Comunidad, el gran Zygmunt Bauman nos da una definición de en qué consiste ese sitio en el que se comparte la vida: «la comunidad es un lugar del que se participa por igual y se disfruta de un bienestar logrado conjuntamente». A Savater le leí la reflexión incontestable de que «estamos encerrados en el mundo con los otros». Sabiendo que hemos hecho de la convivencia un destino irrevocable, a todos nos conviene establecer procedimientos en los que las personas que están a nuestro lado tengan garantizado el estricto cumplimiento de los Derechos Humanos. No competir meritocráticamente por ellos, no comprarlos como si fueran una mercancía, sino tenerlos garantizados por el hecho de ser una persona equivalente a cualquier otra persona. Como muchos sufren ceguera ética y no comprenden que la dignidad es el derecho a poseer esos Derechos, se les puede recordar el discurso primario de que su bienestar depende del bienestar de los que están a su lado. Es difícil vivir bien si a tu lado la gran mayoría vive mal.

Las personas convivimos y lo hacemos porque hemos aprendido que agrupados sobrellevamos mucho mejor que desagregados el gigantesco desafío de haber nacido. Sorteamos mejor la intemperie existencial, aumentamos el confort material y el bienestar psicológico, incrementamos las posibilidades, somos más inteligentes cuando nuestra inteligencia traba amistad con otras inteligencias, nos encontramos más seguros, podemos plenificar la vida gracias a nuestra interacción con otras vidas que nos cuidan, nos quieren, nos reconocen, garantizan colectivamente la subsanación de desgracias individuales. En la última página del ensayo de Bauman, el nonagenario profesor explica la idiosincrasia de la vida compartida: «Si ha de existir una comunidad en un mundo de individuos, sólo puede ser (y tiene que ser) una comunidad entretejida a partir del compartir y del cuidado mutuo; una comunidad que atienda a, y se responsabilice de, la igualdad del derecho a ser humanos y de la igualdad de posibilidades para ejercer ese derecho». Nada que ver con la deriva de un mundo en el que, en aporética concordancia con el aumento del conocimiento, la tecnología y la productividad, la incertidumbre se expande, la precariedad arraiga, la pérdida de control sobre la propia vida se agiganta, la provisionalidad crece, lo lábil se aplaude y se detracta el deseo biológico de poseer certezas, lo sólido se desintegra, el futuro y la capacidad de hacer planes vitales son fulminantemente barridos del argumentario de millones  y millones de seres humanos. El mundo competitivo que predica el credo económico se asemeja cada vez más a la jungla que hace millones de años nuestros antepasados decidieron dejar atrás colectivamente porque les perjudicaba individualmente. Parece que todos nos hemos puesto cera en los oídos para desoír una dolorosa obviedad. Cuanto más competitivo es el mundo, más se deteriora la convivencia, más se complica sobrevivir, más probabilidades tenemos de hacernos daño los unos a los otros.



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