martes, noviembre 05, 2019

Dos no se entienden si uno de los dos no quiere



Obra de Nick Leppard
Hace años extraje de la lectura de una novela de José Saramago la reflexión de que cuanto más se mira menos se ve. Como hablar y mirar son sinónimos en un sinfín de ocasiones, es una sentencia muy adecuada para explicar esa liturgia del conflicto en la que los actores no dejan de hablar y con cada nuevo apunte enrevesan la interlocución hasta conseguir que sus aportaciones sean una apoteosis de la ininteligibilidad. Me atrevo a decir que se trata de un tropismo discursivo. Yo me he visto envuelto en esta deriva humana demasiado humana, pero me he acordado de esta cita de Saramago, la he sacado a colación y he dejado de mirar porque estaba en ese punto en el que una sobreexplotación del mirar provocaba la consecuencia dolorosa de no ver nada. Parece antitético, pero un hartazgo de hablar en vez de aclarar las cosas las puede enturbiar, ensombrecer y plagarlas de una oscuridad que las haga inasibles. Schopenhauer debía conocer muy bien esta inercia porque en su ensayo El arte de tener razón prescribía dejar hablar al oponente para que desgranase un número elevado de argumentos, y luego atacarlo refutando cualquiera de los sostenidos en último lugar. Cuando argumentamos, cada nuevo argumento aparece más debilitado que el anterior, incluso puede despeñarse en la incongruencia, así que si permitimos que nuestro rival dialéctico emplee una ringlera de ellos, será relativamente sencillo argüir alguno de los últimos, incomparablemente más frágil que cualquiera de los primeros. En un conflicto tan primordial es saber hablar (hablar mucho o poco es irrelevante frente a hablar bien y localizar con exactitud el epicentro de la controversia) como utilizar la prudencia de callar y retardar su posible resolución para otro momento, sobre todo si de tanto hablar ninguno de los concernidos ya sabe de qué se está hablando. Todo esto es fundamental para la sana articulación de un conflicto, pero es irrisorio si lo comparamos con lo que quiero contar a continuación.

En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza escribí que igual que dos no riñen si uno no quiere, dos no se entienden si uno de ellos no está por la labor de querer entenderse. Es una obviedad olvidada, que es lo que suele ocurrirle a lo obvio: lo arrumbamos al desván de lo incuestionado y tiempo después no nos acordamos de su existencia cuando ponerlo en crisis ayuda a esclarecer y a esclarecernos. No sé si se debe a mi filosófica procedencia académica, pero recuerdo que cuando hace años comencé a estudiar la anatomía del conflicto y tuve la suerte de entrevistarme con varias autoridades en la materia, siempre les preguntaba sobre este tema, sobre la intencionalidad de los actores o, en terminología kantiana, sobre la buena voluntad. Mi bisoñez de entonces no sabía expresarlo bien, pero ahora sé que da igual que los agentes del conflicto se aprovisionen de potentes herramientas discursivas, que se manejen en la sofisticación epistémica del problema, que posean altos niveles de alfabetización en el arte de desactivar conflictos y en el de aplicar procedimientos eficaces, que conozcan los dinamismos negociadores, que se pertrechen de afiladas tácticas de persuasión y argumentación, que posean dispositivos cognitivos para relacionarse óptimamente con sus respuestas emocionales, o que desplieguen modelos predictivos para vaticinar los juegos de acción y reacción connaturales a toda fricción. Todo lo que he enumerado aquí es maquinaria operativa inútil si una de las partes no quiere entenderse con la otra. Hace unos días le explicaba este mismo argumento a un amigo, aunque agregué una vuelta de tuerca más y complejicé el escenario: «¡Imagínate qué puede ocurrir cuando son los dos los que no quieren entenderse!». 

Dos personas se pueden entender si las dos desean entenderse, pero es categóricamente imposible que puedan entenderse si una de ellas, o las dos, no desea entenderse con la otra. Sé que todas estas predicaciones son tautologías, pero es que cuanto más profundo es el lugar en el que realizamos la minería humana más probable es acabar formulándolas. Afirmar que uno de los interlocutores no quiera entender para que los dos no se entiendan es una afirmación rotundamente reveladora. Desplaza la resolución de un conflicto a los territorios de la predisposición ética, no a los discursivos y comunicativos en los que hemos inventado aparataje de toda índole para poder construir evidencias comunales que permitan erguir espacios intersubjetivos. Los utillajes discursivos de la inteligencia no sirven para nada sin la acción intencional de utilizarlos, y mantienen intacta su improductividad si además no se utilizan de un modo patrocinado por la cordialidad. Cuando un interlocutor no quiere ver, da igual lo que se le muestre para que mire. Ocurrirá lo que predice Saramago, que cuanto más mire menos verá, o más subterfugios hallará para justificar la posición inamovible de la que parte, según el ardid señalado por Schopenhauer. En Ética para náufragos, José Antonio Marina define el diálogo como el uso de un pensamiento compartido, pero ese uso solo puede coronarse desde el querer usarlo. La razón cordial postulada por Adela Cortina es la disposición sentimental a pensarse en común, es decir, a utilizar el pensamiento de una manera compartida para encontrar una evidencia mejor que la anterior y que simultáneamente mejore a los interlocutores. Justo mientras redacto este texto, una amiga de Barcelona publica en las redes una reflexión extractada de la recién publicada novela El negociado del ying y el yang de Eduardo Mendoza: «La mitad de la inteligencia es entender, la otra mitad, hacerse entender». La redondez aritmética de esta frase me parece sublime, pero al leerla y meditarla me he encontrado con un severo problema geográfico. No sé en cuál de las dos mitades ubicar el deseo recíproco de querer entenderse, cuando sin ese deseo y su necesaria mutualidad las dos mitades que cita Mendoza devienen yermas. Salvo que ese deseo sea anterior a esa inteligencia y se localice fuera de ella, en un sitio que podríamos llamar bondad.




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martes, octubre 29, 2019

La desaparición del sí mismo por uno mismo



Obra de Gabriel Isak
Acabo de concluir la lectura de un ensayo que me ha punzado. El verbo punzar me gusta mucho. Una de mis autoras favoritas lo utiliza habitualmente en sus textos, y cada vez que lo escribo me resulta inevitable acordarme de ella (y sonreír, puesto que me cae fantásticamente bien).  Punzar es herir con un objeto puntiagudo y, aunque su morfología no lo aparente, a veces los libros y su inseparable contenido se mimetizan en esos objetos. El ensayo al que me estoy refiriendo es Desaparecer de sí, del sociólogo y antropólogo francés David Le Breton. Breton es autor de las conocidas obras sobre la revelación terapéutica del caminar y su verificación de que somos cuerpo (Elogio del caminar), y la función reparadora del silencio (El silencio, aproximaciones). Uno de mis mejores amigos y yo llevamos varias décadas sosteniendo que aunque sobrevivir se ha vuelto más fácil que en épocas pretéritas, vivir es mucho más difícil (veinte años después de nuestra acientífica sentencia sospecho que ambas dificultades se han igualado peligrosamente). David Le Breton afirma algo idéntico cuando resume que «la vida es menos dura que antes, pero la tarea de ser un individuo es cada vez más complicada». Esta sofisticación alienta el deseo de ausentarse del sí mismo, dejar de ser quien uno es, soltar lastre, retirar capas hasta perder la visibilidad. La identidad como proyecto de responsabilidad personal provoca un agotamiento a veces tan inasequible que el individuo lo sortea desembarazándose del sí mismo. Desaparecerse se yergue como ejercicio de ingravidez, de quitarse de encima el esclavizante peso de una vida que no nos agrada y en cuyas pautas la opinión de nuestra autonomía apenas interviene. Desaparecemos porque estamos hastiados de ser el que somos, o porque queremos ser el que no somos, o porque el sí mismo en el que nos hospedamos nos extenúa y disgusta, mantiene insondables asintonías entre lo que nos exige y lo que nos reembolsa. 

Las personas dimiten de sí mismas porque están ahítas de la mismidad que son, o de la supeditación de esa mismidad a los mandatos deshumanizados de su alrededor y por tanto a la apreciación objetificadora del sí. Los dimisionarios del sí mismo están cansados de los imperativos de la normatividad para amoldarse a ella, a un sí mismo que capitula para ser aceptado en el aprisco social, que se adelgaza de autenticidad para ceder a los estándares, al cumplimiento estricto de expectativas ajenas, o a la despersonalización de un sí mismo nacido por la inseminación artificial de toda una época a la que ahora le debe hacer concesiones permanentes para no sufrir la anatematización. El autor denomina blancura a este instante de evaporación identitaria en la que el sujeto se escinde de la umbilicalidad del sí mismo. «Llamaré blancura a un estado de ausencia de sí más o menos pronunciado, a un cierto despedirse del propio yo provocado por la dificultad de ser uno mismo». La blancura es el momento en el que el yo ya no quiere saber nada de sí mismo, el deseo de dilución ante el alud de hartazgo que convierte al sí mismo en un fardo oneroso e insufrible. La blancura es el destino del individuo que acaba de divorciarse de sí mismo.

El oráculo de Delfos situado junto al monte Parnaso anunciaba el ahora celebérrimo «conócete a ti mismo», pero los que desaparecen de sí no quieren conocerlo, sino más bien romper la ligadura que los anuda a él. Anhelan tomar vacaciones de sí mismos. Recuerdo que en su segunda novela Juan Bonilla escribió que «la gente se suicida porque está harta de morirse». Se puede parafrasear y decir que las mujeres y los hombres desaparecen de sí porque están hartos del sí que le reclaman aquellos que no les dejan vivir. Desean ausentarse, diluirse, evaporarse. Esta subversión que acaba en divorcio del self se presenta de múltiples formas: desaparecer en el sueño, acudir a lugares ideados para la supresion identitaria, fatigarse a propósito, entregarse sacrificialmente al trabajo, tomar farmacopea variopinta, beber hasta coronar el síncope, deslocalizarse y despersonalizarse en la virtualidad de las redes, encerrarse como monjes y aislarse del mundo, envolverse en las inercias del abandono, acceder a la espiritualidad por diferentes vías, desaparecer sin dejar dirección, dejarse morir, etcétera. Desaparecemos de nosotros mismos para ingresar en la blancura, en ese estado en el que no hay mismidad que estilar conforme a cánones, responsabilidades que arrostrar, compromisos predadores a los que responder, mezquindades a las que claudicar. Esta desaparición puede ser gradual, paulatina, subrepticia, o abrupta, feroz, tajante. Puede ser definitiva o temporal, eviterna o interina. Se puede dar en la adolescencia, la juventud, la adultez y la senectud.  Desaparecerse es una pulsión que siempre está ahí. 

La desaparición es una tentación contemporánea hipertrofiada por las peculiaridades de un mundo que ha hecho del uno mismo una entidad totémica. Para explicarlo Breton cita a Alain Ehrenbergh y su obra La fatiga de ser uno mismo, que recuerda al libro El yo saturado de Kenneth J. Gergen: «Mientras que las obligaciones morales se han atenuado, las psíquicas han invadido la escena social: la emancipación y la acción extienden desmesuradamente la responsabilidad individual, agudizando la conciencia de ser solo uno mismo».  Como ciudadanía padecemos el cautiverio de una aporía de la que emana dolor: «La velocidad, la fluidez de los acontecimientos, la precariedad del empleo, los múltiples cambios impiden la creación de relaciones privilegiadas con los otros y aíslan al individuo. (…) El individuo hipermoderno está desconectado. Exige la presencia de los otros, pero también su alejamiento». Imposible no acordarse de la paradoja kantiana de la insociable sociabilidad y del mundo líquido del añorado Bauman. El individuo se siente angustiado y abrumado por una sensación de ajenidad en un mundo enmarañado por las obligaciones, las exigencias de reinvención, las apariencias, los convencionalismos, los compromisos, el reconocimiento, el permanente entrenamiento de nuevas habilidades, la pugna meritocrática, la alienación, las nuevas soledades, las violencias estructurales, la ausencia de relatos que brinden sentido. Quiere ausentarse de un sí mismo del que se siente rehén.  Huir de la restrictiva adherencia del sí mismo. Nadificarse e invisibilizarse ante un mundo que le cuestiona permanentemente. Desaparecerse para no sentir el agotamiento de serse.


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