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Obra de Didier Lourenço |
Es
sorprendente la escasa atención que dispensamos a todo lo relacionado con el sosiego y la serenidad. Prolifera la literatura sobre el mundo de las emociones y los
sentimientos en la que es recurrente hablar del miedo, la ira, la felicidad, el cuidado, el amor, todas las variantes nominales de la tristeza, pero muy rara vez
de la tranquilidad. En mis clases he preguntado cientos de veces a mis alumnas y alumnos que
es lo que quieren para sus vidas, y jamás en sus respuestas ha salido elegida la
tranquilidad. Cuando hace unos años mi mejor amigo y yo nos dedicábamos a pensar
juntos durante horas llegamos a la conclusión de que no hay nada más excitante
que la tranquilidad. Veintitantos años después me atrevo a afirmar que es un elemento
basal para que en nuestras vidas afloren los sentimientos de apertura al otro y
por lo tanto para establecer con nuestra condición de seres
relacionales e interdependientes una vinculación amable y nutricial. Como considero que la tranquilidad es la puerta de acceso a una vida
buena, también creo que el progreso civilizatorio debería medirse por la cantidad de tranquilidad que hay en la vida de las personas. Los filósofos griegos lo sabían y la llamaron ataraxia, una forma serena de estar en el mundo. Sin el concurso de esta manera de habitarnos se
complica la emergencia de disponibilidades que hacen que
vivir sea una experiencia apetecible. Sin
tranquilidad es difícil que los sentimientos de apertura al otro nos cojan de
la mano y nos dirijan amable y solícitamente hacia esa persona prójima con quien la vida cristaliza en
vida humana. Quizá
por su condición de factor higiénico es poco valorada. Cuando disponemos de tranquilidad apenas la tenemos en
cuenta. Cuando nos falta suspiramos amargamente por recuperarla.
Henri Bergson dijo que la alegría es un signo preciso con el que
la naturaleza nos avisa de que hemos alcanzado nuestro destino. Creo que es una
definición aplicable a la tranquilidad. Nos encontramos tranquilas cuando la realidad
no necesariamente favorece los intereses de nuestra persona, pero tampoco pone sañuda
insistencia en interferirlos. La tranquilidad es estar en conversación serena con el mundo, y delata que nada
atenta de un modo explícito contra nuestro equilibrio, estructuralmente nada nos baquetea como para perder la calma. Todo ello a pesar de que los imponderables, la
incertidumbre, el azar, pueden irrumpir en cualquier momento y malherir nuestra
biografía. Podemos por tanto definir la tranquilidad como la ausencia de
miedo y preocupación. Es evidente que son malos momentos para ella, porque el miedo es un instrumento político que
no ceja de empuñarse en el tactismo electoral y en las estrategias
capitalistas. Vivimos en la contradicción de que por todos lados se exige la felicidad como una meta que nos frustra si no la logramos colmar, y por otra parte se daña la tranquilidad y se rechazan medidas políticas que aspiran a cuidarla y extenderla colectivamente. Es algo que provoca extrañeza porque la felicidad es subsidiaria de la tranquilidad. Una persona no puede ser feliz sin estar tranquila, pero puede vivir tranquilamente sin
tener muy claro si la felicidad le habita, o no.
Para la
adquisición de tranquilidad es imprescindible pensar, priorizar, establecer
estratificaciones, ordenar deseos, redimensionar los
quehaceres vitales, ponderar los fines de nuestras acciones, abordar preguntas
encabezadas por un por qué y para qué, problematizar y resemantizar el sentido. Pero no es solo
disponer de autonomía, autocontrol, capacidad de inhibir la impulsividad, recursos cognitivos y sentimentales para levantar
diques de contención a expectativas que en vez de estimularnos nos afligen y nos sumen en un descontento crónico. La afectación del
mundo, el sistema de relaciones, las estructuras sociales externas, los contextos sociopolíticos y económicos, socavan los
cimientos de la tranquilidad favoreciendo la competición, la arrogancia, la
codicia, el narcisismo, la desconfianza, la subordinación,
la inestabilidad, la naturalización de la precariedad, la desigualdad material, la inequidad, la penuria, la disminución
de nexos comunitarios, la fragilidad de los vínculos personales, el mundo líquido, el
deterioro psicológico, la prisa connatural a la rentabilidad, la angustiosa falta de tiempo. Son gravámenes sobre la
posibilidad de una vida sosegada, que en muchos casos se acentúan por la mediación de la clase social y el género. Hay inevitable
tensión entre la aspiración a la tranquilidad y simultáneamente
satisfacer los
deseos y los pensamientos exacerbados por un sistema productivo y
financiero
que los desmesura hasta la dislocación por mor de unas lógicas de ganancia obcecadas en aumentar la tasa de beneficio. En La sociedad de la decepción Guilles Lipovetsky explica este mecanismo de producción de malestar y descontento social con centelleante lucidez. Más aún. El programa neoliberal ha anatematizado la tranquilidad asociándola espuriamente con el conformismo, la mediocridad y la momificación.
En estos tiempos de hipocondría
emocional y economía de la atención pensar es sobre todo ejercer
soberanía sobre nuestra organización desiderativa. Nunca antes en la historia de la humanidad ha habido tantas industrias de la
persuasión destinadas a desenfrenar el deseo, y a ofrecer a la
vez la resolución para satisfacer su voracidad. Velar por una buena gobernanza de
nuestros
deseos y nuestros pensamientos es una tarea insoslayable para introducir
tranquilidad en nuestro entramado afectivo. La tranquilidad queda alienada cuando las determinaciones materiales colectivas atentan contra una
existencia justa y digna, cuando dimensiones nucleares de la vida en común se
deterioran políticamente y su acceso queda determinado por la insensibilidad del mercado. La
tranquilidad no es imperturbabilidad del ánimo, sino un estado de ánimo en el que no hay demasiados elementos perturbándolo. La
imperturbabilidad nos impediría ser éticos, sin embargo, las condiciones que
necesita la tranquilidad para cristalizar es lo que nos permiten serlo.
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