Obra de Michael Carson |
En mis deliberaciones sobre la interacción humana siempre cito dos epígrafes sin los cuales el resto de explicaciones quedarían rotundamente huérfanas, o directamente devendrían ininteligibles. Las dos palabras soberanas son dignidad e interdependencia. Nos cuesta un enorme esfuerzo cognitivo delinear qué es y en qué consiste la dignidad, pero lo que más me asombra en mis conversaciones públicas es la incapacidad adquirida para detectar nuestra condición interdependiente. La interdependencia ha sido confiscada de los argumentarios dominantes, es un termino proscrito del vocabulario homogeneizador, una idea inutilizada y por tanto sin centralidad en la forma de sentir. La psicoanalista y escritora Lola López Mondéjar afirma en su ensayo Invulnerables e invertebrados que «el reconocimiento de nuestra interdependencia se ha vuelto uno de los más grandes tabúes de nuestra sociedad». Este tabú es de un tamaño tan imponente, y los negacionistas de la interdependencia se prodigan tanto y con tanta tenacidad, que en alguna clase he tenido que recordar a las personas asistentes que una vez estuvieron en el cuerpo de otra persona que las engendró y las nació, y que después recibieron una miríada de cuidados filiales sin los cuales no hubieran sobrevivido, ni ahora podrían estar en un aula bien vestidas, aseadas, desayunadas, descansadas, y con el bienestar material y psíquico más o menos garantizado. Lola López Mondéjar cita a Helena Béjar, autora del perspicaz El buen samaritano, para recordarnos que «el sentido de la vida solo surge en relación con los demás». Justo acabo de toparme en mi lectura matinal con una reflexión del filósofo francés Luc Ferry en la que remarca «la imposibilidad de una vida plena si no hay experiencias compartidas». Efectivamente no hay alegría solipsista.
En Invulnerables e invertebrados, Lola López Mondéjar trae a colación una entrevista del sociólogo Richard Sennet para explicar la idea troncal de su trabajo. El autor de La corrosión del carácter comenta que estamos construyendo «vidas sin columna vertebral». De aquí nace el llamativo y certero título del libro. Nuestra condición invertebrada conexa con las exigencias contemporáneas de flexibilidad, precariedad, inseguridad, disponibilidad, dificultad para establecer planes de vida para la vida, debilitamiento de los vínculos, fragilidad de las relaciones, individualidad, ceguera empática, inmediatez emocional frente a una reflexividad y control entendidos como censores de la autenticidad, adelgazamiento de las redes de protección social, disolución de las comunidades pequeñas, diseminación de los seres queridos por geografías cada vez más vastas, latrocinio del tiempo electivo en favor de la lógica productiva, reconversión de la cultura en entretenimiento frugal alejado de la tarea de problematizar lo humano, eliminación gradual de las humanidades en la oferta educativa, funcionalidad como criterio relacional, la incertidumbre como medida de todas las cosas. La pérdida de solidez identitaria y estabilidad vital nos convierte en sujetos líquidos o individuos invertebrados. López Mondéjar define al individuo invertebrado como «aquel cuya alma es capaz de amoldarse a cualquier recipiente que lo contenga». Se trata de «un sujeto sin sujeto», en acertada expresión de la autora.
Esta flexibilización o invertebración requiere desanudar los lazos afectivos, negar nuestra condición de seres relacionales, equiparar vulnerabilidad con debilidad, emparejar tranquilidad con mediocridad, inscribir como ventanas de oportunidad los dolorosos contratiempos de la vida para no entregarnos a los productivamente inoperantes períodos de duelo, rechazar horizontes de compromiso, despolitizarse, atomizarse, dimitir de una sensibilidad ética que empantane un buen resultado lucrativo, impermeabilizarse ante la suerte que puedan correr los demás, entronizar la idea de autosuficiencia, insularizarse. Todo se puede compendiar en proscribir cualquier vestigio de esa interdependencia que se tergiversa ideológicamente como carestía de independencia y por lo tanto como pusilanimidad. El programa neoliberal promueve esta liquidez y la aplaude, porque es ideal para que las demandas del mercado no encuentren ninguna interferencia. Cuanto menos vertebrada esté una persona, mejor admitirá las imposiciones del mercado. Y un aspecto más nuclear todavía. En ausencia de los resortes que antaño constituían el núcleo de la subjetividad, la persona hará de su valor de uso en ese mismo mercado su más conspicua seña de identidad.
Al otorgar al mercado fundamento de sentido, la incumbencia corporativa en el imaginario se exacerba y con ello también la deriva psicológica de los seres humanos. Marie-France Hirigoyen señala esta deriva en su último ensayo titulado Los narcisos. Los que mejor se adaptan a las servidumbres del mercado, y a la domesticación de este medio de producción de subjetividad, enferman de un narcisismo patológico. En sus fabulaciones se atribuyen omnipotentemente todos los descontextualizados méritos y se ufanan con las palabras que la resemantización neoliberal ha convertido en los nuevos ídolos: éxito, ganar, triunfar, estatus, autorrealización, meritocracia, esfuerzo, yo. Por el contrario, los que son excluidos por carecer de valor en el mercado se autoculpabilizan por ello y se avergüenzan de engrosar las listas de los sobrantes (que por otro lado forman parte estructural del propio mercado, puesto que su exclusión se instrumentaliza para generar sumisión y devaluación salarial entre los incluidos). La numerosa población excedente ve cómo su vida queda malograda y desposeída de agencia. La mecánica neoliberal desmesura, endiosa y engríe, y en su envés angustia, desampara, y mortifica. Ambas direcciones son nefastas para la creación de nexos humanos y espacios de dignidad, para el cultivo de los sentimientos de apertura al otro, para cuidar esa interdependencia que nos permite ser autónomos y brindar sentido a la existencia. Ya lo preconizó Margaret Thatcher en su momento de esplendor político. «La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma humana». Esto es, invertebrarla para que no sostenga nada ni crítico ni humano que pueda cuestionar su propia invertebración.
Una tristeza de genealogía social.